Las apuestas de Javier Vásconez
Por Sylvia
Miranda
El año en que Roldán salió de la cárcel hubo un
accidente en el hipódromo y el arupo del doctor Kronz no floreció, pero yo
seguía soportando la misma lluvia dispersa, monótona, el mismo paisaje de todos
los días. Así comienzan las primeras líneas de La sombra del apostador de Javier
Vásconez, publicada por primera vez en 1999 y cuyo embrujo sigue capturando al
lector que se sumerge en sus páginas. En las líneas citadas, sin que lo sepamos
todavía, está ya toda la trama servida: un ex-presidiario, un evento trágico,
un elemento de la naturaleza que trastoca su ritmo vital, la monotonía de una
ciudad donde no para de llover y un escritor, “un cronista sin convicción” que,
casi a desgano, nos va a contar cómo todo esto se va convirtiendo en una
novela, señalándonos las cartas, pero ocultándonos el juego, tejiendo delante
de nuestros ojos y con nuestra complicidad esa verosimilitud de la ficción,
poblada de símbolos de una realidad latinoamericana compartida. Si la narrativa
de Vásconez nos captura desde el primer instante es porque nos revela un tono,
una atmósfera, un espacio que están en nosotros como latinoamericanos, pero
también como individuos, angustiados por nuestros sueños, por la necesidad de avizorar
alguna luz frente a la barbarie cotidiana.
Por ello, la primera apuesta de
nuestro apostador literario es la de
conducirnos por una ciudad inventada, que se va esbozando poco a poco en la
novela como una ciudad andina, con una historia de aislamiento, un espacio que
parece situarse a caballo entre dos épocas indefinidas, una que pertenece al
pasado que obsesiona y otra nueva que no termina de llegar, como la propia
geografía figurada borrosamente entre una zona antigua y unas afueras modernas
y destartaladas que no terminan nunca. Como la vieja fotografía de la que parte
la historia, la ciudad es sobre todo una intimidad, un lugar donde la lluvia
entristece pero cobija, se interpone en la vida pero relanza el sueño; es el
reino de Sofía, la mujer deseada, que camina por sus calles dejando el duro
perfume de su belleza. Es el espacio que el periodista, alter ego del autor, muestra
como un universo por el que asoman unas calles, un hotel, un anticuario, bares
y pequeños restaurantes familiares, higueras y eucaliptos bañados por la
nostalgia; allí conviven el jockey Aníbal Ibarra y su mujer con el dolor del
hijo muerto, allí la rubia y joven inmigrante rusa Lena se pasea en bicicleta y
adorna con flores las tumbas del cementerio. “La ciudad es la memoria del lugar
donde uno habita o un álbum abierto donde se conservan los recuerdos de una
felicidad pasada y mentirosa. También es una forma de convivir con los
fantasmas del amor.” La ciudad de la novela de Vásconez es un punto en la geografía
sentimental del autor, un lenguaje haciéndose lugar, una forma de ser, una
invención, una ciudad posible o “una réplica afortunada”.
La estructura de la novela es otra de las grandes apuesta en la que
Vásconez brilla con la experiencia de los maestros, esto quiere decir, dándolo
todo por el todo, presentándonos bajo un sencillo esquema policial que vertebra
el relato, otras múltiples formas de la ficción que son las que le otorgan a la
novela su densidad, su complejidad discursiva, su gran contenido lírico y
simbólico, mezclando la invención con las formas reales del recuerdo, preferencias
literarias, hechos biográficos, perspectivas, angustias personales, donde sus
personajes van adquiriendo unos colores muy particulares y unas señas de
identidad que los individualizan por encima de lo esperable. Por eso, aunque el
crimen que estructura la trama de la obra se cumple escrupulosa e
inexorablemente, ése, no es el final de la novela, el final no se nos cuenta
por adelantado, nos vamos acercando a él paulatinamente, a medida que la novela
nos sorprende con nuevos detalles, que los ritmos del lenguaje se precipitan,
que las vidas de los personajes se nos revelan más íntimamente y un instinto de
justicia nos indica que las cosas no pueden ser así de trágicas e implacables,
que debe haber algo más. En ese instante, una angustia tensa el relato y la
imaginación, rica en metáforas y estrategias, responde con otro desenlace, porque
como decía Gaston Bachelard, la imaginación es “una facultad de sobrehumanidad”.
Javier Vásconez |
Vásconez juega con nosotros, nos asegura con ciertas pistas y luego
nos desconcierta, es el narrador omnisciente que domina el relato, pero es
también quien se encarga de extraviarnos y volvernos a la ruta del mismo, es
quien nos examina indirectamente, para ver si sabemos dónde estamos, cuando
dice intentando ordenar los entretelones de la trama: “Más allá de los rumores,
lo que yo no podía saber es que habían intervenido tres hombres y un caballo
para que todo se cumpliera a la perfección (…) Tres hombres eran culpables, uno
estaba muerto y el único inocente era el caballo.” Su narración está surcada
por un fino toque de humor, cierta ironía que le permite reírse de sí mismo
cuando Roldán, uno de los personajes principales, en esa vieja y modesta habitación
del Hotel Manhattan, escucha por la radio una entrevista hecha a un escritor,
un tal J. Vásconez, al que le preguntan
entre otras cosas: “¿Qué pasa en la cabeza de un asesino o en la mente de un
poeta cuando va a iniciar su obra de arte? Ahí radica el reto para un escritor.
Porque todo asesino es un perfeccionista, es decir, un artista…”, a lo que
Roldán, verdadero asesino, reacciona diciendo en voz alta y tirando la radio:
“¡Qué sabe este tipo de esas cosas!”. Vásconez consigue que sus lectores estemos
todo el tiempo activos, atentos, para no perdernos bajo la falsa tranquilidad
de una historia consabida. Otra de sus estrategias es la de permitirnos
interferir en su relato a través de sus personajes. Un ejemplo maravilloso se
produce cuando Roldán y la bella Lena se encuentran, uno quisiera advertirle a
Lena que ese tipo es un asesino, que ese tipo no le conviene, que con él sólo
correrá peligro, entonces Vásconez nos complace y pone en boca de uno de los
vendedores de la librería donde trabaja Lena la frase que
todos anhelamos: “Este tipo mató a una mujer en un bar.” Frase lapidaria. Vásconez
nos complace, no así Lena. Roldán y Lena son cada cual, a su manera, dos niños
tratados injustamente por la vida y están hechos, por suerte, para acompañarse,
como la bella y la bestia del cuento infantil.
La otra apuesta es la de vislumbrar una salida a ese destino fijado
por los gobernadores de un mundo podrido históricamente por el poder y la
codicia sin límites de una clase dirigente que, en la novela, forman el rico Coronel
Castañeda, “vicioso y corrupto”, el ambicioso y servil Alcalde Douglas Castillo
y, su ejecutante, Roldán, asesino y víctima a su modo. Todo estaba ordenado
para que el jockey que montaba al favorito Solimán, se dejara ganar la carrera sin
lugar a dudas, pagando con su vida la multiplicación fabulosa de las ganancias
del viejo y codicioso Coronel. Nos gustaría que alguien salvara al pobre Aníbal
Ibarra de este horrendo concierto, pero esto no sucederá. Sin embargo, el codicioso
tampoco vencerá, Solimán llega victorioso a la meta arrastrando el cuerpo de
Ibarra, destruyendo con la fuerza de su naturaleza la criminal conspiración. La
presencia de Solimán suple la imposibilidad humana de verdadera justicia,
porque en la novela nadie se salva, ni el periodista crítico y angustiado,
dejándonos en una sobrecogedora situación de vulnerabilidad instituida, con la
sensación de estar presos de un destino injusto al que no podemos escapar ni
como individuos ni como sociedad. Por eso, la justicia viene de la vida
auténtica, pura e irracional simbolizada en Solimán, aquella que subyace personificada
en todos los niños que aparecen en la novela, aquellos que, en el velorio de
Ibarra, “sin inmutarse, se defendían de los rezos juntando tapas de cerveza y
haciendo círculos de rosas en el piso.” Solimán será el que termine con el
Coronel, que ebrio de rabia, de lujuria y de alcohol decide juntar en su
habitación los trofeos de su abyecta existencia: Sofía, su hija extramatrimonial
y víctima de incesto desde la infancia y el caballo vencedor al que castiga
salvajemente y que logra lo imposible
verosímil, dejar agonizante al Coronel. Pero la novela va más allá de la
extraña justicia de este mundo y finaliza con otra imagen, la de la fuga de
Lena y Roldán de la ciudad que, como los personajes que cierran La vida breve de Onetti, van hacia una
suerte de eternidad, inaugurando un espacio único e inolvidable.
Poder pasear por una ciudad inventada que deje algo entrañable adherido
a nuestra alma, recorrer el eje de una trama y descubrir que sólo era el
pretexto para adentrarnos y abrumarnos con el bosque, como le pasó a Ulises al
llegar a Ítaca, sentir la felicidad que le es propia al arte muy por encima de
los contextos que describa y de la propia realidad que la nutre, porque la
magia está siempre en cómo se cuenta la historia, son sólo algunas de las ganancias
de nuestra apuesta lectora.
Sylvia
Miranda es escritora y Doctora en Literatura Hispanoamericana por la
Universidad Complutense de Madrid, sus investigaciones versan sobre el
imaginario urbano y la poesía de vanguardia peruana. Entre sus últimas
publicaciones están el ensayo Caminantes
por una tierra baldía. T.S. Eliot y E. A. Westphalen. Una lectura transtextual
de Las ínsulas extrañas, Madrid, Del Centro Editores y su libro de relatos Las mañanas sagradas, Madrid, Catriel,
ambos de 2011. Asimismo, ha aparecido recientemente su edición de 5 metros de poemas y otros textos de
Carlos Oquendo de Amat, Ica, Biblioteca Abraham Valdelomar, 2012 y su poemario La foudre demain, (con pinturas de
Sylvie Lobato), La Rochelle, Les Arêtes Editions, 2013.
La revista ómnibus, en su número 43, mayo 2013, lanzó un monográfico sobre literatura ecuatoriana e incluyó un especial sobre la obra de Javier Vásconez. Si queréis conocer más acerca del autor, podéis acceder en el siguiente enlace:
1 comentario:
Excelente comentario, formal y técnico sobre la obra de un autor que nos muestra tan interesante que ardemos en deseo de sumergirnos en su obra.
Muy buena crítica.
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