El desmemoriado, una novela entre las redes de las redes
Por Gustavo Reyes
Portada El desmemoriado |
El
desmemoriado podría ser algo tan imposible como
una novela dentro de un cuento. Una ostra dentro de la perla. Se presenta como
una novela explícitamente y desde el principio y, aparte de que nadie se
atrevería a proponer como cuento un relato de 174 páginas, tiene forma e
intención de novela. Sin embargo, el sabor residual que queda tras la lectura
de El desmemoriado es el de un sueño,
y los sueños son relatos instantáneos y no novelas.
Cuando Pitty Caballero termina de leer
con nosotros la novela de su vida, descubrimos que hemos sido timados por el
personaje y, como en una trama de thriller perfecta, el asesino es uno, y la
víctima el planeta Tierra.
Esta quinta novela de Fabio Martínez, perteneciente
al universo de la anticipación o ciencia ficción, es también una protesta, un manifiesto,
un desquite, una diatriba y una advertencia construida en el habla llana de la
calle para darnos el anticipo de un futuro alucinante que, quizá, ya no estaríamos
a tiempo de evitar, a menos que espejos como el que se propone ser esta obra
actuaran como freno de emergencia.
La
historia de El desmemoriado es una
parábola esperpéntica que comienza dos veces y en diferentes fechas. La primera
la noche del 19 de diciembre de 2012, y la segunda 56 años después, el amanecer
del 6 de agosto de 2068, el día en que la ciudad se apresta a celebrar su
aniversario número 530.
La obra, dedicada a la memoria del
escritor y periodista Ignacio Ramírez, se
desarrolla en la geografía física y psíquica de una Bogotá que el autor conoce
y que ahora, al retroceder al futuro, desconoce y lo vulnera.
Al lado de Pitty Caballero y Manzana
Siachoque, la ciudad es coprotagonista. Es en sus entrañas donde ocurre la historia
de esta curiosa pareja que con su postura alternativa funge a lo largo del
libro como una especie de conciencia que, de alguna manera, subsiste gracias a
que logra respirar un aire menos viciado que el que intoxica a los millones de
habitantes del Distrito Capital, una megaciudad transformada en el sueño
pesadillesco de la tecnocracia y la automatización a ultranza.
Mediante un lenguaje desabrochado que
recuerda la prosa generacional de Andrés Caicedo, el autor contrasta y matiza una
ciudad que respira y transpira a “2.600 metros sobre el nivel del mal” mediante
cientos de miles de pantallas encargadas de suplantar la presencia humana.
Martínez aprovecha para ajustar cuentas con el stablishmen, con Obama, con los narcos y los paramilitares, la
guerrilla y la burocracia, las relaciones virtuales y el terrible progreso de
la humanidad, e incluso con la masa inmensa de lectores que, como una pandemia,
desertan de la literatura para digerir las pastillas deslactosadas del párrafo
virtual.
El hecho fortuito de que Pitty Caballero y su esposa Manzana Siachoque lleguen tarde a registrarse como habitantes de la ciudad desata la acción que se desarrollará en adelante. Un adelante a partir del cual El desmemoriado establece un puente en el que conviven presente y futuro con el objeto de remarcar aún más las divergencias entre los siglos XX y XXI y, de esta manera, lograr que el ajiaco y los alimentos encapsulados compartan mesa con la misma naturalidad que los ciudadanos toman taxis aéreos para ir a comprar computadores robados en Patio Bonito.
La novela es una fuga constante para
escapar no solo de las asfixiantes autoridades que, al igual que en 1984 de George Orwell o el Mundo Feliz, de Aldous Huxley, gobiernan
como una entidad invisible que decide el destino de la Ciudad - Estado creada
por Martínez.
Para él la escritura de ficción siempre
ha sido un hecho lúdico, una oportunidad excepcional de desacralizar y
cuestionar lo establecido, de modo que El
desmemoriado, fiel a esa postura irreverente se viene con todo desde la
primera hasta la última línea. Los mismos nombres de sus personajes le
advierten al lector acerca de su comicidad: Harold Almorranas, Manzana
Siachoque, Pitty Caballero son una muestra de la actitud bromista del escritor.
El humor en medio del delirio paranoico es una constante a lo largo de la vida,
y sirve para escamotear una cotidianidad en la que los robots y los clones
ganan terreno merced al desplazamiento de los propios humanos, con su suicida
complicidad.
En la Bogotá de 2068 los ciudadanos
mediante un harakiri absurdo admiten su propia destrucción a cambio de un
confort y una seguridad cuyo precio es la vida “humana” a cambio de la robotización. De la
libertad solo van quedando las versiones
virtuales prefabricadas de una sociedad en la que incluso la intimidad se
transforma en representación virtual.
Los personajes de Martínez tienen un el
aspecto y la actitud que conviene a seres destinados a llevar la ironía hasta
sus últimas consecuencias. El epígrafe elegido por el escritor para su novela:
“El presente está en peligro. El planeta vive, titubea, rueda, eructa, tiene
hipo, ventosea día a día. Todo se hace, se vive a corto plazo. El futuro se borra
tanto o más en cuanto depende, no solo de azares y bifurcaciones, sino también
de un eventual todo o nada”, de Edgar Morin, nos anuncia un mundo globalizado
que se comporta como un nuevo rico de la ciencia y la rebaja al servicio de la automatización humana.
Esta novela funciona como un revulsivo que
a la vez que replantea el desafío de saber administrar los avances de la
ciencia en beneficio de la humanidad y la absurda miopía de esos mismos seres
humanos que juegan a la ruleta rusa con ella.
La Bogotá de Martínez está llena de
guiños para el nativo y el adoptado, para quienes han crecido o vivido en la
capital. Interpretar la burla que
entraña el apellido Goyeneche es algo casi mecánico. El científico transformador
de la ciudad, el creador de una inverosímil cubierta de plástico corrediza con la que se protege la metrópoli de las
lluvias ácidas o del sol sin filtros, así como la canalización del río Bogotá,
ahora convertida en autopista, y otros avances igualmente desopilantes, es un
loco.
El
desmemoriado nos plantea la solución como
problema, capturándonos en las redes de las redes, de las que necesariamente
solo cabe esperar que podamos escapara a tiempo.
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