Hoteles, capítulo de la nueva novela La vida por delante
del escritor ecuatoriano Javier Vásconez
Hoteles
Por Javier Vásconez
Todos tenemos una voz y un oído
interno, también la mirada inventa y nos arrastra muy lejos de donde estamos.
Tan lejos puede llevarnos la mente de un celoso que hasta podemos terminar en
un hotel al otro lado del mundo. Pero un hotel puede ser un estado de ánimo, el
recuerdo de un viaje, la intensa emoción de una aventura, un sentimiento de
extrañeza vivido a conciencia, desde la más absoluta felicidad de un amor
definitivo o la exaltación de un crimen. Existen puntos de encuentro marcados
para siempre en las paredes y la intimidad de un hotel. Es además el asidero
del último deseo, como dijo un viajero, un refugio para los solitarios y un
albergue para los adúlteros y los suicidas. Para mí era un placer permanecer
tirado en la cama bajo la luz verdosa del amanecer, pensando en cada uno de los
hoteles por donde pasaron Lorena y Tito. Esos hoteles que seguramente
irradiaban un erotismo de sábanas revueltas, de puchos aplastados con violencia
dentro de los ceniceros, de vasos manchados con vino, de aire recalentado por
el humo de los cigarrillos, pero al evocarlos yo volvía a revivir con ferocidad
mis deseos más ruines.
Desde hacía mucho tiempo que iba
detrás de ellos por la estación, a donde se dirigían después de haber bebido y
comido algo en El Brillante. ¿Acaso Lorena no se volvía una intrusa en esos
lugares a los que iba a parar durante el intervalo que duró la relación con
Tito? Otras veces, cuando hacía buen tiempo, se iban a beber al Retiro, tapando
la botella de vino con el bolso de Lorena para que los guardias no los
descubrieran. Al caer la noche, si Tito estaba de buen humor, la llevaba a
bailar a La Nuit y terminaban en el Penélope. Y si hacía demasiado frío se
metían presurosos a un hotel, ella insistiendo en que después podían volver a
la discoteca en cualquier momento. Lo decía con aire turbado, sonriendo, porque
Tito ya estaba medio borracho. En la habitación había un mostrador con varias
botellas de licor y los sillones eran de madera antigua y sus forros siempre
estaban manchados. Las camas tenían colchas floreadas y en las paredes colgaban
cuadros de cisnes o patos navegando en medio de un lago, me dijo Lorena con la
cara abotargada por el sueño, escuchando música en los audífonos. En el
silencio de la casa recién alquilada, había momentos durante los cuales ella se
alejaba de mi lado, declinando la posibilidad de mis caricias porque la música
o las canciones de Bob Dylan la transformaban por completo. Sus ojos
centelleaban, siguiendo con su cabeza el ritmo de ciertas melodías.
En esos lugares había ocurrido todo,
pensaba yo al día siguiente, evocando desde la papelería esos hoteles anodinos,
en tanto mis manos seguían inmóviles sobre las revistas y libros que acababan
de llegar. Ahora, con el fuerte olor de las cajas de cartón colocadas junto al
escritorio advertí con niditez el incesante murmullo de mi oído interno, así
que las voces venidas como aleteos a mi conciencia volvieron a ponerse en
movimiento, a transmitirme una verdad a medias, de forma un tanto inoportuna,
pues todas esas evocaciones me instalaron en la falsedad y la conjetura de los
celos. Inicialmente, era incapaz de percibir lo que había detrás de esos
hoteles, de las visiones confusas y las reacciones provocadas por Lorena,
cuando hablaba acerca de Tito con una amplia sonrisa. Ahora, cada vez veo las
cosas con más claridad, gracias a la soledad y los celos que envenenaban mi
vida. Día tras día se volvía más certera la visión de los hoteles o las
pensiones habitadas por los fantasmas del amor en las que ellos —Lorena y Tito—
se refugiaban y se revolcaban como si de veras fuese el primer día de la
creación.
Hasta cuándo iba a seguir indagando,
me preguntaba, mientras escrutaba algunos pasajes de mi memoria, y hasta cuándo
debía creer que la vida siempre estaba en otra parte, siempre en un hotel de
Lisboa o en una calle de Portland. Y por qué debía seguir añorando lo que no
tenía, las plazas y esos cafés con amplias terrazas, la visión del río y los
puentes de otras ciudades, de todos los sitios a los que nunca iba a llegar. De
dónde había sacado esa maldita idea, me dije, mientras ordenaba los libros y
revistas de la estantería, observando el gesto de derrota de Al Pacino sentado
con un sombrero en la foto pegada junto a la puerta del baño. De dónde venía
esa idiotez de creer que sólo se puede ser feliz con una mujer en un hotel de
Nueva York, de Buenos Aires, de Bristol o de Madrid. Tantos años había deseado
viajar, tantos años sin haber podido salir del cráter, me dije. Me había ido
integrando, gracias a mis sentimientos por Lorena, a dos ciudades tan distantes
entre sí, a los viejos hoteles de Madrid y al volcán cubierto de bosques, de
cascadas, de fantasmas que descendían hasta la entrada del Hotel Dos Mundos. El
volcán aparecía recortado contra el cielo, aunque esa noche había tardado en revelarse.
Cada vez era más huraño y negro, y parecía lanzar su inevitable poder sobre el
amplio escaparate de la papelería. Una exigua luna soltaba destellos plateados
sobre los coches que circulaban por la avenida.
Ah, me decía al pensar en esos
hoteles donde se refugiaban Lorena y Tito, ¿qué sabía yo de ellos? ¿Acaso podía
andar por sus corredores y oír detrás de sus paredes? Podía imaginar con
claridad las habitaciones dedicadas a un propósito único, el confuso recuerdo
que tendrían las parejas después de su paso por ellas. No obstante, meditar
sobre esos hoteles me aliviaba. Las palabras venían a mi mente, sin pensarlas,
como si fuera un fluido o el ruido de cañerías gruñendo en las noches de
lluvia, también imaginaba lo que los dos se decían en la intimidad (ah, mi amor, eso… eso… dame más, mi amor).
Al amanecer podía escuchar el ronroneo gatuno, ansioso, los suspiros
intermitentes tanto de Lorena como de Tito con sus espasmos de deseo brotando
en medio de la oscuridad, y ahora desde esos hoteles seguirían hablando y
hablando, imperceptiblemente, oía sus gemidos de ladrillo, sus voces de piedra,
llegaban con nitidez hasta dejarme exhausto, como si tuvieran voz y conciencia,
con sus murmullos, procedentes de mi cabeza, de mis temores, todo eso que
invadía mis propias debilidades. Ah, mi
amor…eso…dame más…dame más...
Por las mañanas me dirigía a pie a
la papelería. Me refugiaba en el trabajo, en la normalidad de las conversaciones
con los clientes, al tiempo que quitaba con un plumero el polvo de libros y
revistas, esperando con ansiedad la llegada del señor Llovera, pero lo que más
temía era que Lorena dejara de hablarme, de contarme sus intimidades, y sobre
todo me torturaba el hecho de no haber tenido la oportunidad de estar con ella
en esos hoteles, aunque mi estado de ánimo variaba en cuanto los imaginaba
desnudos bajo la penumbra de las persianas a medio bajar.
A los vestíbulos había que entrar
con naturalidad, dejando atrás el ruido de la ciudad, me dijo Lorena. En la
recepción había que ser afable, sonreír, aunque a veces ella se ponía nerviosa
cuando percibía una mirada suspicaz en la mujer del mostrador al ver la
documentación de Tito. Según escuchaba imperturbable a Lorena, yo había
decidido subir detrás de ellos con aire precavido. Tan pronto volvía a pensar
en aquella situación, imaginando el pelo de Lorena y los zapatos con tacón alto
de Tito, mi vista se agudizaba y sentía que poco a poco me iba hundiendo en el
fango. Había que subir por las anchas escaleras o por el ascensor, entrar a la
habitación, pulsar el interruptor. La luz palpitaría unos segundos en los ojos
de Lorena, aunque al instante supo que si bien habían cambiado de hotel, la
habitación era la misma de la víspera. Estaba casi como la había dejado, con la
misma iluminación, las almohadas tenían los mismos bordados, vio la misma
colcha en la cama, el mismo espejo cuarteado del baño. ¿Había una mancha de
sangre reseca en la alfombra al borde de la mesita de noche? No, no pienses lo
peor, se decía, al tiempo que Tito la tiraba de la mano sin hacerle daño.
Toda su ropa estaría en un sillón
junto a la cama, y la de Tito colgada en el ropero. Ella tendría la mirada fija
en la película porno que estaban pasando por la televisón, mientras se dejaba
llevar por el impulso irrefrenable de Tito que había atrapado con los dedos la
carnosidad de sus muslos. El silencio se había convertido en tensión. Podía
escuchar con claridad el ruido de una cisterna vaciándose en una habitación del
piso de arriba, la cascada tos de un anciano irrumpiendo como una sucesión de
disparos en medio de la noche, el llanto inflamado de un niño o la melodía de
una canción en francés abriéndose paso a través de la oscuridad de los
pasillos. De esos hoteles anodinos Lorena solía llevarse los ceniceros que
encontraba en la mesa de noche, y en los que a veces creía adivinar las huellas
furtivas de quienes habían estado allí antes que ella.
Desde hacía unas horas que Lorena
dormía a mi lado. ¿Qué podía hacer si los celos enturbiaban mi mente? Alguna
vez leí que es al amanecer cuando se libera la mente y uno planea los crímenes
más aberrantes. ¿De qué hubiera servido que la despertara? Se había dormido
desnuda, sin calzón, con su larga cabellera desparramada sobre mi pecho.
Parecía un maniquí desarticulado, un ángel caído del cielo. Aunque no lograba
verle bien la cara, podía imaginarla, sin embargo, subiendo las escaleras del
hotel con la cabeza echada hacia atrás, orgullosa, adelantando la barbilla,
como si estuviera a punto de iniciar una desaforada carrera hacia la
habitación.
Fue cuando volví a pensar en Tito.
En la rapidez con que sus manos de ladrón operaban al tiempo que iba sacando
los objetos de las carteras, de los maletines y de los abrigos en el metro.
Incluso especulé en su capacidad para merodear y desplazarse por los andenes de
la estación. ¿Hasta cuándo estuvo suelto? Según Lorena era completamente ajeno
a la ciudad, también al mundo que le rodeaba porque su existencia se caracterizaba
por el aislamiemto y el recelo. Me atreví a conjeturar que cuando estaba con
ella desaparecía parte de su frustración, de su impotencia, porque seguramente
se sentía protegido. Un emigrante no huye sólo de su país, sino de la mala
suerte, me dije. Muchos creen que el cambio de escenario traerá nuevas
oportunidades a su vida. A veces esto funciona, otras no logran alcanzar las
orillas del río. Nada de eso me habría importado si no me hubiera acordado de
que la tarde anterior Lorena se había quedado pensativa ante la ventana de la
cocina, escuchando el feroz maullido de los gatos que rondaban por el terreno
contiguo. Tomé su mano y la aparté con cuidado de la ventana. Su piel despedía
un suave olor a frutas. Era la misma agua de colonia que le había obsequiado
hace unos días. Cuanto más la miraba más convencido estaba de su nostalgia de
los días pasados con Tito en Madrid.
—¡Cuántos gatos! —me dijo—. Nunca me
acostumbraré a sus maullidos.
—No mientas. No estabas pensando en
los gatos —le dije.
—Es cierto. No puedo dejar de pensar
en Madrid. Los recuerdos persisten. Es algo mucho más fuerte…
Lorena volvió a concentrarse, se
quedó callada. Quizá se estaba ruborizando.
—¿No deberías hablarme de eso?
—¿De Madrid? —dijo Lorena,
llevándose la mano a los labios.
La noche se había tornado fría. Un
viento procedente del volcán agitaba las ramas de los árboles en el jardín.
Lorena se había arrimado a la ventana. Yo no sabría explicar por qué me sentía
tan desganado, quizá porque no era a mí a quien acompañaba a esos lugares, sino
a Tito con el que probablemente iba caminando, riendo, mientras él hacía el
payaso delante de ella. Y como era habitual en él le gustaba vestir con
elegancia, me dijo, porque los trajes italianos eran su mejor disfraz. Una
noche, tres semanas después de Navidad, cuando en Madrid hacía un frío atroz la
llevó a un hotel cerca de Atocha, después de haberle arrancado un Rolex de oro
a un pasajero en el metro, Tito estaba radiante. Pagó el hotel en efectivo,
subió por el ascensor hasta el tercer piso, abrió la puerta y la condujo
abrazado hasta la ventana que daba a la calle al tiempo que encendía la
televisión. Después de tirarse en la cama, sin quitarse los zapatos, a ella le
sorprendió que se quedara dormido. Ella se había quedado rígida a su lado,
dejando caer sus botas sobre la alfombra. Tras varios encuentros en esos
lugares donde solían ir cada vez con más frecuencia, a Lorena le habían
empezado a disgustar esos hoteles de luces débiles y muebles antiguos, tristes,
encogidos como borrachos atacados por el mal aliento. A veces por miedo y otras
por pudor, hubiera querido huir de esas piezas con alfombras agujereadas y con
un fuerte olor a sexo, a desinfectante, al tiempo que Tito fumaba a su lado con
las piernas extendidas hacia el borde de la cama por encima de la colcha. Sí,
admitió, había querido escapar y salir a tomar aire fresco o ir a tomar una
caña en las cervecerías de la plaza Santa Ana.
Al
norte de la estación de Atocha está la Av. Ciudad de Barcelona y al sur la
calle Méndez Álvaro, me dijo. En el vestíbulo hay un invernadero, con estanques
y un invernadero de plantas tropicales, agregó. Allá iba las primeras horas de
la madrugada, cuando la luz dorada del otoño batallaba por posarse sobre las
plantas y los helechos del jardín, realzando aún más el fulgor rojizo y
ondulante de los peces en el estanque. Allá iba Lorena a mirar las tortugas y
pedía un cortado porque creía que no había un lugar más sereno en todo Madrid.
Otras veces se marchaba con Tito a tomar una caña en una cervecería de Callao.
Cuánto hubiera querido poder acompañarla si hubiera tenido la suerte de andar
con ella por uno de esos lugares, aunque me dijo que a veces quería borrarse de
la vida de Tito porque le tenía miedo. Una voz clamaba sin cesar desde el fondo
de su conciencia, ¿por qué al verlo dormido, Lorena sentía que se le alteraban
los nervios? Una voz abriéndose paso hasta ella, la misma que escuchaba en su
casa al amanecer, después de despedirse con un beso de Tito en la puerta del
hotel, ¿entonces quién le hablaba? ¿De quién era la voz que seguiría
susurrándole durante las próximas horas? O quizás era la madre cuando se reía
tapándose la boca, hablandole en voz baja para decirle a cada instante lo que
tenía que hacer. Ella quería recorrer a solas esa zona de tascas y tabernas de
olor intenso, de griterío insoportable donde el olor del cocido madrileño y los
bocadillos de calamares se mezclaría con el rostro grave y a la vez sufrido de
su mamá cuando le dijo entre dos estaciones del metro que era una cualquiera
porque andaba con un ladrón que la había deshonrado. Hacía mucho calor en el
vagón. Le hablaba apretándola con fuerza el brazo, echándole un aliento tibio y
con olor a fritanga en la cara, el calor parecía haber aumentado. Todos los pasajeros
miraban con ansiedad la puerta, pero sobre todo la miraban a ella, me dijo,
miraban su gran pañuelo de colores con el que se secaba el sudor y las
lágrimas. Paralizada por las amenazas de su mamá no pudo dejar de mirar al
chico de gafas sentado al frente de ella. Apenas se detuvo el metro en la
estación Tribunal, Lorena se bajó de un salto y empezó a correr. Al salir
recibió la violencia del verano en la cara, y en cuanto se hubo repuesto de la
mirada escrutadora de su mamá, percibió la multitud, la gente caminando sinuosa
por la calle, los cochecitos de bebé, los perros atados con una correa a la
mano de sus dueños. Que no te vean andando sola por la calle, había que
acurrucarse de nuevo en un rincón, había que volverse invisible, me dijo, y
entonces empezó a llorar.
Si ella
y los hoteles pudieran hablar, pensaba arreglando un juego de lápices sobre el
escritorio de la papelería. Por eso quise preguntárselo directamente a Lorena,
de pronto quise saber más que ella acerca de su vida en Madrid. ¿Eso era
posible? ¿Cuánto sabía en realidad? Si al menos hubiera rechazado la ingenua
idea de haberlos visto en uno de esos hoteles, aunque la verdad es que todo se
me antojaba un verdadero misterio. Todos esos lugares fueron erigidos por los
celos que sentía por Tito (el hotel Mediodía, el Alhambra, el Apolo), y ojalá
me hubieran ofrecido algo más que una visión equivocada. Pero yo creía,
erróneamente, que a Lorena le disgustaba mantener una relación estable con él.
Ahora trataba de concentrarme y poner en orden mis sentimientos. ¿Qué más podía
decirme ella acerca de esos días? Nada, nada. A mí me preocupaba su embarazo.
Pero aquello me había llegado a producir un enorme rencor, un sentimiento casi
de frustración y de haber sido engañado cada vez que la veía entrar a uno de
esos hoteles con Tito.
Ah, si los malditos hoteles
hablaran, me dije, mirando desplazarse la niebla entre flecos cristalinos desde
el jardín hasta la casa. Si pudiera obtener más detalles acerca de su intimidad
durante el tiempo que estuvieron juntos en Madrid, pensaba. Aunque no son los
detalles los que cuentan, sino la acumulación de agravios, porque un celoso es
antes que nada un coleccionista de agravios. Un gesto desolado de Lorena afloró
de nuevo a mi mente. Sí, me encantaría saber tantas cosas de ella mucho antes
de su llegada a la papelería… ¿Había sido realmente sincera conmigo? ¿O sólo me
dijo lo que deseaba oír? Para consolarme quise creer que tal vez ella ya no
seguía en Madrid con Tito, sino navegando en las mismas aguas del niño que
llevaba en el vientre…
A veces llegábamos al hotel en lo
más crudo del invierno, dijo Lorena, cuando Tito se adelantaba hasta la puerta
del hotel con tal brusquedad que se veía obligada a quedarse unos pasos detrás.
Eran los días más fríos del invierno, ella iba saltando charcos por la calle, y
el aire helado le desgarraba la cara, pero en apariencia todos hablaban la
misma lengua. Si se detenía a escuchar con atención a la gente en el metro o
las mujeres en el trabajo, se daba cuenta de que no hablaban la misma lengua.
Ni siquiera utilizaban las mismas palabras. Eso era aterrador, porque entonces
se establecía un muro de silencio. A pesar de que todos caminaban por la misma
ciudad, tan invisibles y activos como abejas durante los meses de julio y agosto,
cuando viajaban aturdidos por el calor en los vagones del metro. Alguien había
soltado una corriente de prejuicios, de temores maliciosos, de sospechas venidas
de muy lejos. Por eso vivíamos escondidos, cerrando los ojos, sin decir una
palabra, esquivando con paciencia sus miradas suspicaces, la dureza cortante de
sus palabras, cuando los servíamos en los bares. A pesar de las propinas
dejadas en el platillo, no hubo un gesto de complicidad ni palabras de
curiosidad hacia nosotros. Los españoles se sentían incómodos, como si fueran
culpables de que estuviéramos allí. Para la mayoría éramos tan oscuros como una
noche de invierno, y a todos los que llegamos durante esos años a Madrid y
Barcelona nos aliviaba saber que, en realidad, no vivíamos con ellos en la
misma ciudad, seguiríamos haciéndonos invisibles a fin de evitar el peligro, me
dijo Lorena. Porque para la mamá de Lorena así iba la vida. ¿A quién más le
habría dicho ella esas cosas tan raras?, se preguntaba Lorena, porque quizás
ahora mismo se lo estaba diciendo a sí misma. Cuánto tiempo tardaría en olvidar
la áspera voz de su madre, cuando le dijo que tan sólo había que volverse
invisible para poder vivir entre ellos.
***
PD. Hoteles es un capítulo de una novela que estoy escribiendo,
titulada La vida por delante.
1 comentario:
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