sábado, 7 de junio de 2014

La cita. Cuento de Carlos Meneses


                                                La Cita

Palma de Mallorca, España

    
    
El camarero la miró no como a una cliente cualquiera, le llamó la atención su rostro dominado por un gesto que él no supo calificar en ese momento, pero que más adelante un habitual del lugar le abrió el camino para definirlo. Es la máscara del sufrimiento o el sufrimiento mismo sentenció un viejo llamado Pancho, cuando tras por lo memos veinte minutos de ver a la dama sentada en una de las mesas delanteras del local, la notó como dolida. La mirada parecía extraviársele en una de las paredes del café. Más adelante el viejo Pancho comentó: tal vez está mirando hacia adentro, hacia  su propio pasado. La dama tuvo un breve conciliábulo con el camarero al que le contó que esperaba a su novio. A partir de esa confidencia brotaron insinuaciones y calificativos sospechosos entre los parroquianos, como suele ocurrir en casos como este.

     Otro cliente la llamó la dama enigmática. Le sorprendía su quietud, su figura estatuaria, como si nada del lugar donde estaba le llamara la atención. Hasta parecía que fuera sorda y ciega. La manera como llegó a ese café y la búsqueda de una mesa libre no aceptaba ninguna ceguera. Felipe el camarero  había podido comprobar que lo que él le había dicho había sido perfectamente entendido. A una señora, cliente habitual a esas horas de la tarde, cuando ya empezaban a caer lentamente las sombras, le había llamado la atención su atuendo. Qué recargado le había comentado a Felipe. Bastante cursi había calificado don Demetrio, el profesor jubilado. El vestido celeste, una enorme flor roja de tela sobre el pecho, un sobrerito casi tirolés cubriéndole lo alto de la cabeza, y algunos rulos color caoba escapando por los costados.

    Cuando el reloj de pared marcó las siete menos cuarto y la dama había bebido dos jugos de frutas, Felipe el camarero se le acercó sonriente, y con tono amable le notificó que el señor de bigote que estaba  en la mesa del fondo le quería invitar una copa de jerez. La mujer con aspecto de tener algo más medio siglo, aunque su aun cutis terso no los acusara, hizo un gesto como de indignación y respondió al camarero: Diga a ese señor que una mujer decente no admite invitaciones de desconocidos. Estoy esperando a mi novio, mañana nos casaremos lejos de aquí. Felipe le siguió el amén, les deseo felicidad, ¿a qué hora dijo su novio que vendría? La mujer lo miró extrañada por la pregunta. A las siete. Miró su reloj y comprobó que faltaban quince minutos para la hora que debía imaginar como divina.

    La señora del atuendo cursi seguía siendo un enigma para algunos, otros la tomaban como una orate y se reían de ella. Jaqui, un joven actriz de teatro que siempre tomaba una copa antes de acudir a los ensayos de la obra en la que actuaba, insinuó que por la forma como esperaba a ese novio que había mencionado, le parecía una perturbada y que lo más probable sería que el tal novio no existiera. Potro Bravo, otro joven al que no se le conocía oficio ni beneficio, opinó que la mujer parecía como escapada del manicomio y hasta insinuó que se le podría hacer una broma pesada, decirle que su  novio había telefoneado anunciando que le era imposible acudir a la cita, pero los demás lo disuadieron de esas  perversas intenciones.

   Lo que más atraía la atención de la mayoría de los que estaban en ese local  “Ten Confianza”, era la actitud de la novia viendo cómo pasaban los minutos. El jubilado le había anticipado al viejo Pancho que el novio no acudiría a la cita. Y otro cliente que estaba con su mujer mostraba gran optimismo diciendo que ellos se quedarían hasta que llegara el novio, quien seguramente no faltaría a su compromiso. Sobre eso el viejo Pancho, el jubilado y la señora asidua a ese salón, no estaban muy seguros, pero de ninguna manera se mostraban en contra y menos con las opiniones irrespetuosas de Potro Bravo.

-       Ya son más de las siete –, señaló la señora asidua, mujer que había transpuesto los sesenta en soledad.

-          El novio estará en camino – manifestó el viejo Pancho sonriente.

-     Felipe - le dijo el jubilado al camarero – dígale a la impertérrita novia que el novio se esta tardando demasiado.

    El mozo Felipe hizo un gesto de duda, y luego susurró, no la desilusionemos, pobre mujer, a lo mejor el novio viene a las nueve, la hora del cierre. La mujer seria y firme como una estatua, bebiendo su jugo de naranja a breves sorbitos, parecía mirar  en algunos momentos hacia el reloj de pared, pero no mostraba ni la más mínima inquietud.  Semeja una esfinge, dijo el viejo Pancho. La señora asidua y solitaria, pero nada ácida, prefirió una frase amable, más bien una novia que confía en el novio, eso es muy bello. El jubilado pensó pero no lo dijo: a esta deben haberle fallado todos los pocos novios que habrá tenido.

    Sobre las ocho de la noche muchos parroquianos ya se había marchado, los que quedaban estaban pendientes de la llegada del novio y los que desconfiaban de su existencia pensaban en el espectáculo que ofrecería la quieta mujer. Uno de los atentos a las manifestaciones de la novia, le pidió a Felipe, el mozo, que le llevara otro jugo de frutas y que se lo pusiera en su cuenta pero que le dijera a ella que era invitación de la casa. A Felipe no le pareció nada mal la propuesta y procedió a cumplirla. Cuando colocó el vaso delante de la barbilla de la dama, ella lo miró como ofendida. Yo no le he pedido nada, dijo en son de protesta.

-          No lo tomaré, ya he bebido demasiado y no estoy para gastos inútiles – dijo la señora esfinge.

-       Es invitación de la casa – respondió muy cortés Felipe dentro de una risa breve que dejó ver toda su dentadura.

-          Agradezco en mi nombre y en el de mi novio – respondió ceremoniosa la dama.

      Justo cuando el reloj de pared señalaba las ocho en punto de la noche, el viejo Pancho  con voz casi inaudible y hasta bastante serio, pronosticó, me temo que vamos a presenciar un drama. La hora de cierre está cerca y el novio no aparece. La señora asidua debió ponerse en el lugar de la esperanzada novia y sólo dijo: vendrá, aunque tarde vendrá. Y el Potro Bravo, que ya parecía cansado de esperar resultados y daba la impresión de que se iría del local un instante después sentenció: el novio le habrá sacado a ésta todos sus ahorros, no asomará la nariz por aquí. Felipe, por iniciativa propia, se le aproximo a la estatuaria mujer y muy quedo le anunció: son las ocho y diez de la noche, estimada señora.

-          No me interesa la hora. Estoy aquí esperando a mi novio con el me casaré mañana.

-      Tenga en cuenta estimada señora -se arriesgó a responderle Felipe -, que cerramos a las nueve en punto.

-          Sus horas no son las mías, caballero – le replicó ella altiva sin elevar la voz pero convencida de que su espera no era inútil.

     El jubilado Demetrio, la señora asidua y el viejo Pancho se reunieron en una sola mesa, como dispuestos a tramar algo. Sólo se oían bisbiseos. Cuando se les aproximó el camarero lo involucraron en lo que parecía la organización de un complot. Si cuando sean las nueve, Felipe empiece a cerrar el local y ella no se dé por aludida creo que deberíamos llamarle la atención de alguna manera. Ay, pobre mujer, digo la señora solitaria, no le amarguemos sus deliciosos momentos de espera, aunque el tal novio no llegue o sea pura imaginación. Felipe no argüía nada, sólo escuchaba lo que decían sus más asiduos clientes.

    Potro Bravo, se aburrió de tanta espera, sin decirles nada a los clientes que aguardaban la llegada del novio, se puso de pie y se dispuso a abandonar el local. Cuando pasó delante de la dama esperanzada, la miró sonriente, se sobre paró un instante y le dijo: después de las nueve si quieres seguirlo esperando tendrás que hacerlo  en la calle. Y soltó una sonora carcajada al abandonar “Ten Confianza”. La dama ofendida por el tuteo, la advertencia y la carcajada, lo miró con rabia. Cogió el tercer vaso con naranjada que estaba a medio beber y dio la impresión de que lo vertería encima al impertinente, pero se reportó a tiempo, aunque mantuvo su gesto malhumorado por un momento.

-          Eso no está bien – censuró don Demetrio, el jubilado.

-          Ese muchacho es incorregible- preciso don Pancho.

-          Qué falta de educación, sea loquita o lo que fuere, es una novia y hay que respetarla.

     A las nueve en punto Felipe dijo dirigiéndose a todos, llegó la hora del cierre. Los clientes se levantaron de sus asientos dispuestos a abandonar el café. La dama novia permaneció inmóvil, indiferente a todas las voces que llenaban el lugar. El camarero se situó en la puerta para ir despidiendo uno a uno a sus clientes que parecían dar un paso adelante y dos atrás, ansiosos de participar del final del espectáculo. El minutero del reloj de pared señalaba las nueve y cuarto, todos miraban a la mujer en espera de un movimiento o una palabra. Felipe permanecía firme como un soldado de guardia.

-          Zacarías – pronunció bajito la dama – te estoy viendo venir. Has tardado demasiado.
 
    Todos contuvieron la respiración. ¿Dónde estaba Zacarías? El viejo Pancho dijo, es un novio invisible. Alguien detrás de él comentó: lo está viendo llegar, es una vidente. Se iba a producir una carcajada general, cuando la dama se levantó con la mirada fija en un solo punto. Dio pasos temblorosos, mantenía los brazos abiertos y el gesto comunicaba una rara sensación de felicidad. ¿Por qué has tardado tanto? No sabes lo que me has hecho sufrir. Juntó sus brazos como si se abrazara a una persona que sólo ella podía ver. Zacarías, repitió otra vez, eres el amor que viene del Paraíso. Se desplomó con una dulce sonrisa en los labios.


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