Por Carlos Meneses
Palma de Mallorca, España
Otro cliente la llamó la dama enigmática.
Le sorprendía su quietud, su figura estatuaria, como si nada del lugar donde
estaba le llamara la atención. Hasta parecía que fuera sorda y ciega. La manera
como llegó a ese café y la búsqueda de una mesa libre no aceptaba ninguna
ceguera. Felipe el camarero había podido
comprobar que lo que él le había dicho había sido perfectamente entendido. A
una señora, cliente habitual a esas horas de la tarde, cuando ya empezaban a
caer lentamente las sombras, le había llamado la atención su atuendo. Qué
recargado le había comentado a Felipe. Bastante cursi había calificado don Demetrio,
el profesor jubilado. El vestido celeste, una enorme flor roja de tela sobre el
pecho, un sobrerito casi tirolés cubriéndole lo alto de la cabeza, y algunos
rulos color caoba escapando por los costados.
Cuando el reloj de pared marcó las siete menos cuarto y la dama había
bebido dos jugos de frutas, Felipe el camarero se le acercó sonriente, y con
tono amable le notificó que el señor de bigote que estaba en la mesa del fondo le quería invitar una
copa de jerez. La mujer con aspecto de tener algo más medio siglo, aunque su
aun cutis terso no los acusara, hizo un gesto como de indignación y respondió al
camarero: Diga a ese señor que una mujer decente no admite invitaciones de
desconocidos. Estoy esperando a mi novio, mañana nos casaremos lejos de aquí.
Felipe le siguió el amén, les deseo felicidad, ¿a qué hora dijo su novio que
vendría? La mujer lo miró extrañada por la pregunta. A las siete. Miró su reloj
y comprobó que faltaban quince minutos para la hora que debía imaginar como
divina.
La señora del atuendo cursi seguía siendo un enigma para algunos, otros
la tomaban como una orate y se reían de ella. Jaqui, un joven actriz de teatro
que siempre tomaba una copa antes de acudir a los ensayos de la obra en la que
actuaba, insinuó que por la forma como esperaba a ese novio que había
mencionado, le parecía una perturbada y que lo más probable sería que el tal
novio no existiera. Potro Bravo, otro joven al que no se le conocía oficio ni
beneficio, opinó que la mujer parecía como escapada del manicomio y hasta
insinuó que se le podría hacer una broma pesada, decirle que su novio había telefoneado anunciando que le era
imposible acudir a la cita, pero los demás lo disuadieron de esas perversas intenciones.
Lo que más atraía la atención de la mayoría de los que estaban en ese
local “Ten Confianza”, era la actitud de
la novia viendo cómo pasaban los minutos. El jubilado le había anticipado al
viejo Pancho que el novio no acudiría a la cita. Y otro cliente que estaba con
su mujer mostraba gran optimismo diciendo que ellos se quedarían hasta que
llegara el novio, quien seguramente no faltaría a su compromiso. Sobre eso el
viejo Pancho, el jubilado y la señora asidua a ese salón, no estaban muy
seguros, pero de ninguna manera se mostraban en contra y menos con las
opiniones irrespetuosas de Potro Bravo.
- Ya son más de las siete –, señaló la señora asidua,
mujer que había transpuesto los sesenta en soledad.
-
El novio estará en camino – manifestó el viejo Pancho
sonriente.
- Felipe - le dijo el jubilado al camarero – dígale a la
impertérrita novia que el novio se esta tardando demasiado.
El mozo Felipe hizo un gesto de duda, y luego susurró, no la
desilusionemos, pobre mujer, a lo mejor el novio viene a las nueve, la hora del
cierre. La mujer seria y firme como una estatua, bebiendo su jugo de naranja a
breves sorbitos, parecía mirar en
algunos momentos hacia el reloj de pared, pero no mostraba ni la más mínima
inquietud. Semeja una esfinge, dijo el
viejo Pancho. La señora asidua y solitaria, pero nada ácida, prefirió una frase
amable, más bien una novia que confía en el novio, eso es muy bello. El
jubilado pensó pero no lo dijo: a esta deben haberle fallado todos los pocos
novios que habrá tenido.
Sobre las ocho de la noche muchos
parroquianos ya se había marchado, los que quedaban estaban pendientes de la
llegada del novio y los que desconfiaban de su existencia pensaban en el
espectáculo que ofrecería la quieta mujer. Uno de los atentos a las
manifestaciones de la novia, le pidió a Felipe, el mozo, que le llevara otro
jugo de frutas y que se lo pusiera en su cuenta pero que le dijera a ella que
era invitación de la casa. A Felipe no le pareció nada mal la propuesta y
procedió a cumplirla. Cuando colocó el vaso delante de la barbilla de la dama,
ella lo miró como ofendida. Yo no le he pedido nada, dijo en son de protesta.
-
No lo tomaré, ya he bebido demasiado y no estoy para
gastos inútiles – dijo la señora esfinge.
- Es invitación de la casa – respondió muy cortés Felipe
dentro de una risa breve que dejó ver toda su dentadura.
-
Agradezco en mi nombre y en el de mi novio – respondió
ceremoniosa la dama.
Justo cuando el reloj de pared señalaba las ocho en punto de la noche,
el viejo Pancho con voz casi inaudible y
hasta bastante serio, pronosticó, me temo que vamos a presenciar un drama. La
hora de cierre está cerca y el novio no aparece. La señora asidua debió ponerse
en el lugar de la esperanzada novia y sólo dijo: vendrá, aunque tarde vendrá. Y
el Potro Bravo, que ya parecía cansado de esperar resultados y daba la
impresión de que se iría del local un instante después sentenció: el novio le
habrá sacado a ésta todos sus ahorros, no asomará la nariz por aquí. Felipe,
por iniciativa propia, se le aproximo a la estatuaria mujer y muy quedo le
anunció: son las ocho y diez de la noche, estimada señora.
-
No me interesa la hora. Estoy aquí esperando a mi novio
con el me casaré mañana.
- Tenga en cuenta estimada señora -se arriesgó a
responderle Felipe -, que cerramos a las nueve en punto.
-
Sus horas no son las mías, caballero – le replicó ella
altiva sin elevar la voz pero convencida de que su espera no era inútil.
El jubilado Demetrio, la señora asidua y el viejo Pancho se reunieron en
una sola mesa, como dispuestos a tramar algo. Sólo se oían bisbiseos. Cuando se
les aproximó el camarero lo involucraron en lo que parecía la organización de
un complot. Si cuando sean las nueve, Felipe empiece a cerrar el local y ella
no se dé por aludida creo que deberíamos llamarle la atención de alguna manera.
Ay, pobre mujer, digo la señora solitaria, no le amarguemos sus deliciosos
momentos de espera, aunque el tal novio no llegue o sea pura imaginación.
Felipe no argüía nada, sólo escuchaba lo que decían sus más asiduos clientes.
Potro Bravo, se aburrió de tanta espera,
sin decirles nada a los clientes que aguardaban la llegada del novio, se puso
de pie y se dispuso a abandonar el local. Cuando pasó delante de la dama
esperanzada, la miró sonriente, se sobre paró un instante y le dijo: después de
las nueve si quieres seguirlo esperando tendrás que hacerlo en la calle. Y soltó una sonora carcajada al
abandonar “Ten Confianza”. La dama ofendida por el tuteo, la advertencia y la
carcajada, lo miró con rabia. Cogió el tercer vaso con naranjada que estaba a
medio beber y dio la impresión de que lo vertería encima al impertinente, pero
se reportó a tiempo, aunque mantuvo su gesto malhumorado por un momento.
-
Eso no está bien – censuró don Demetrio, el jubilado.
-
Ese muchacho es incorregible- preciso don Pancho.
-
Qué falta de educación, sea loquita o lo que fuere, es
una novia y hay que respetarla.
-
Zacarías – pronunció bajito la dama – te estoy viendo
venir. Has tardado demasiado.
Todos contuvieron la respiración. ¿Dónde
estaba Zacarías? El viejo Pancho dijo, es un novio invisible. Alguien detrás de
él comentó: lo está viendo llegar, es una vidente. Se iba a producir una
carcajada general, cuando la dama se levantó con la mirada fija en un solo
punto. Dio pasos temblorosos, mantenía los brazos abiertos y el gesto
comunicaba una rara sensación de felicidad. ¿Por qué has tardado tanto? No
sabes lo que me has hecho sufrir. Juntó sus brazos como si se abrazara a una
persona que sólo ella podía ver. Zacarías, repitió otra vez, eres el amor que
viene del Paraíso. Se desplomó con una dulce sonrisa en los labios.
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