Omar Ortiz,
Diario de los seres anónimos,
Granada, La Mirada Malva, 2015
Todos los nombres de Omar Ortiz
Por Sylvia
Miranda
Escritora y
ensayista peruana
Tiene mucha
razón el poeta colombiano Juan Manuel Roca cuando dice que la poesía de Omar
Ortiz “no se traiciona, y no es traicionada tampoco por las palabras”. Cuando
se recorren las páginas de este hermoso libro, ese maridaje de deseos, intenciones
e intuiciones que conlleva toda obra se une a la belleza de las formas en un
camino natural, en una correspondencia verbal acompasada, fraguada en ese
sendero del que tanto se nutrieron los grandes clásicos: la espontaneidad
emocional del habla popular, su soltura, su ingenio, su verdad vivísima pero,
al mismo tiempo, moderada por el oído y el conocimiento, de ese gran creador de
la palabra y traductor de realidades, que es Omar Ortiz.
Nuestra América es una tierra de
olvidos y de sombras pero, al mismo tiempo, es un mundo magnético y proverbial que
reclama la luz. Los Incas no tuvieron una escritura propiamente dicha, pero
tuvieron los quipus, bellísimos
atados de cuerdas y nudos en los que registraban cuentas e historias y con el
que los Amautas contaban el relato de su pueblo. No sabemos descifrarlos. Las
sombras, como apunta el epígrafe de Marcel Schwob que abre el libro de Ortiz,
han terminado por comerse el sueño y beberse el olvido, pero nunca
completamente. Allí queda el testimonio, la enigmática forma congregándonos en
silencio, dando densidad a nuestra historia. Ese arte perdido que sin embargo nos
llama desde lejanas existencias, como los petroglifos que los pijao esculpieron
en la ancestral piedra colombiana, formas que adopta el futuro en tanto que son
la nostalgia de lo que somos y aún no conocemos.
Para
alumbrar esa zona de sombras, de dudas, de ignorancia, de fantasmas, de sueños
y esperanzas que pueblan y han poblado su Valle del Cauca, Omar Ortiz escribe
este libro, esculpe estos personajes dándoles identidad, un nombre propio,
creando en pocos versos unas vidas individuales que son asimismo
representaciones de nuestra humanidad. En ellos reconocemos a los justos de
esta tierra, a los que pagan por pecadores, y mueren entre los ignorados a
pesar que, como decía Borges, son los que “están salvando el mundo”.
Este
Diario de los seres anónimos muestra
la existencia de un mundo paradójico. El propio título es un ejemplo, ya que
uno se sorprende al encontrar tantos nombres propios en su interior. Cada poema
es un personaje, incluido el poeta, que inaugura el diario llamándose así
mismo, “El curioso compilador”. Este ávido recopilador sabe que “Nos encanta
esculcar, mirar, catar, / sonsacar al otro sus pequeñas historias” por esta razón
nos da este “breviario”, no sin advertirnos, a su manera, que lo que leeremos
son ficciones.
Con
un humor presente desde el primer poema y conciliando, en el anacronismo que
permite el texto literario, varias épocas, situaciones, personajes históricos,
así como fuentes culturales diversas, construye un diálogo intemporal, como
voces aisladas que hablaran de lo mismo sin llegar a escucharse. En contadas
ocasiones se expresan relaciones entre los personajes, como entre los poemas de
Graciela Ortiz y Hernán Moreno, madre e hijo, en el que el alma de la madre la
emprende con los rufianes que lo asaltaron, o en el magnífico caso del último
poema, el del poeta estadounidense Edgar Lee Masters, que nos habla del propio
autor y del libro que estamos leyendo, tomando las distintas figuraciones de personaje,
colega y lector. Este escenario escritural donde se mezclan los vivos y los
muertos, con sus cuitas y sus penurias, donde los fantasmas, como Cornelia
Cortés, pasean en tierra propia, no puede sino recordarnos la Comala del gran
Juan Rulfo, este legado que la obra de Ortiz vivifica.
En
este mundo representado por las paradojas, quiero citar, al menos, dos que han
calado profundamente en mí por su hondura: la del hombre práctico Marcial
Gardeazábal, que se hizo “librero en un pueblo de analfabetas”, o las de Dulima
Mondragón, que entre las muchas que poblaron toda su vida, la más cruel es
seguramente la última, cuando expresa: “Mi vida es idéntica al lugar que habito
/ finge ser un paraíso pero sus naturales / padecen las más atroces
pesadillas”. Pero también el libro es rico en las antiparadojas, como la que se
apunta en el poema del borracho Felipe Paredes, donde opone al “Poema de los dones”
de Borges, la siguiente afirmación: “Dios no me entregó los libros y la noche /
me dio la luz que palpita en la sombra”.
La
poesía de Omar Ortiz obra el milagro de apresar y hacernos entrar en la
complejidad de la existencia humana, ejemplificada en estas pequeñas vidas de
modistas, zapateros, prostitutas, locos, vendedores, solteronas, aventureros,
pequeños burgueses, arrieros, libreros, poetas, maestras, homosexuales,
militares, tahúres, cocineras, agricultoras, ladrones, bailarinas, músicos o
desaparecidos. La amplificación que cobra la vida de estos seres la logra por
un método también paradójico, por una parte crea un registro definido para cada
personaje, como el altanero acento de María Luisa de la Espada, o la sencilla
simpatía del tono discursivo de El negro Marín, y, por otra, atestiguamos la
identificación interna del autor con sus destinos, como si cada uno de ellos
fuera o representara un trozo de la propia existencia, una posibilidad de
observar desde diferentes puntos de vista la vida, la naturaleza, la historia
del país, sus luchas, el dolor de los deudos, además de brindarle la ocasión
para reflexionar sobre la literatura y
su relación directa con la vida, como en el poema de Isabella Zúñiga, la
bailarina, que dice: “Tengo los oídos en la punta de los pies” y describe el
placer de la danza, de la levedad, en esta frase que viene de Nietzsche.
También está en el poema de Luis Enrique García, que recuerda con Ovidio, que
“Los hombres han olvidado que hay que pisar lento y quedo”, para no despertar a
las Erinias.
Por
otro lado, el humor y la ironía hacen de todos estos discursos una expresión
viva, a veces ingenua otras sagaz, a pesar de los sinsabores y las tragedias,
como en el poema de Enrique Uribe que declara: “Nací un poco locato, / apto
para ser presidente o senador vitalicio, / pero prefiero vender lotería y hacer
versos clandestinos” y en el de Alfonso Parra que empieza contándonos con
ironía la paradoja de su destino: “El día de mi nacimiento, / padre buscó en el
libro un nombre. / -Serás luchador y guerrero-, dijo, / y desde las aguas bautismales
conocí / mi vocación de librero.”
El
libro concluye, como ya se dijo, con el poema de Edgar Lee Masters, donde el
poeta norteamericano nos informa que el libro está hecho en homenaje a Spoon River (1915), la antología en la que
Edgar Lee Masters recopiló los epitafios de hombres y mujeres de la América
profunda. Lee Masters ha leído con el corazón todos estos testimonios que, con
seguridad, no le resultan desconocidos. En un final sorpresivo y conmovedor,
dice de todos ellos, como podríamos decir nosotros: “Por eso los abrazo y hago
mías sus cuitas, / ellos también están sedientos de amor / y hambrientos de
vida”.
Madrid, 24 de
marzo de 2015
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