EL
APASIONANTE UNIVERSO NARRATIVO DE RAFAEL SOLER
POR PEDRO GARCÍA CUETO
Rafael Soler |
Luego llegó su éxito narrativo, el que alumbró
tempranamente con El grito, novela
deslumbradora por su intensidad, por ser caleidoscopio donde viven personajes
heridos por la vida, que obtuvo el premio Ámbito Literario de Narrativa. Ese
mismo año obtuvo el premio “Hucha de Oro” con el cuento “J. R. tropieza en el
Paseo de las Palmeras”. En 1979 obtuvo el premio Ateneo de la Laguna con Cuentos de ahora mismo. De 1980 es su poemario Los
sitios interiores, que apareció en Adonais, también premiado. Con El corazón del lobo, novela que nos deja
a los lectores una impresión hondo, de gran literatura, ganó en 1982 el Premio
Cáceres de Novela Corta.
Después de toda esa trayectoria prolífica en
muy pocos años, vino un silencio largo, donde el novelista valenciano fue
desvelando sus inquietudes ante la vida, viviendo hondamente sus
incertidumbres, dejando reposar posibles libros, para volver en 2009 con
la publicación del libro de poemas Maneras
de volver, al que siguió en 2011 Las
cartas que debía, libro que fue recomendado por la Asociación de Editores
de Poesía, y en 2012 La vida en un puño,
antología publicada en Paraguay, y Pie de
página, publicada también en 2012 por la Institución Alfonso El Magnánimo.
La reedición de El corazón del lobo
en la editorial Evohé nos señala, con buen tino, la relevancia de este
narrador, que decidió dejar pasar el tiempo para ir generando un mundo
interior, lleno de temperatura, que hoy confirma que su eco del pasado no fue
en vano, sino que nos habla de uno de los senderos más heterodoxos, con una
narrativa lúcida y brillante, del actual mundo literario.
RAFAEL SOLER ANTE LA MIRADA DE LOS CRÍTICOS
Interesantes
aproximaciones a su obra la han dado críticos como Enrique Molina Campos en Ínsula, el cual nos alumbra sobre los
personajes a la deriva de las novelas de Soler, seres que divagan en un páramo
emocional que va in crescendo y que
nos va horadando irremisiblemente.
Molina Campos señala, con agudeza, la idea del conflicto, presente en
sus novelas, como leit motiv, de unas
relaciones presididas por la incomunicación, por el vacío que queda después de
un amor gastado por el tiempo, envuelto ya en las migajas que da la vida.
Molina Campos hace mención del monólogo como referente para crear una atmósfera
donde la confesión alterna con la desolación, en notable armonía:
“y,
naturalmente, en los largos monólogos interiores de los “protagonistas”
aparecen personajes más o menos remotos que han contribuido a su configuración
espiritual y a la composición de la historia individual. Los monólogos son
sustanciales para el planteamiento narrativo, y no solo por lo que acabo de
decir, sino también porque son expresión de la incomunicatividad de los
protagonistas y porque consiguientemente en ellos se despliega –entrecruzando,
de una parte, los tiempos evocados, y de otra, cuanto en la evocación dicen los
personajes- la historia externa, la peripecia del monologante y de su entorno
humano” (p. 145).
Sin duda alguna, los monólogos son la
confesión de esa falta de afecto, de ese espejismo del tiempo, en relaciones
acabadas, fenecidas por la rutina y la desidia, donde el monólogo se convierte
en una suerte de terapia para evitar la muerte, como si aún quedase un halo de
esperanza en uno mismo para salvar el naufragio del matrimonio roto.
La comparación que establece sobre El
grito y El corazón del lobo
resulta muy interesante, ambas son novelas centradas en la incomunicación de
seres a la deriva, de hombres y mujeres que han desgajado sus vidas, abiertas a
la rutina y al desamor. Para Molina Campos la hondura de los personajes de El grito, su complejidad los distancia
de los de El corazón del lobo, como
si estos últimos anidasen ya en el “atolondramiento” de sus recuerdos, casi
inconscientes ante lo que les pasa:
“Carmen y Teo
y Bru y la desquiciada Pilar poseen en El grito una complejidad, una hondura y
una activa historia personal que los distancian de Alberto, Ana, Alex, Fanny y
Alfonso, personajes de El corazón del lobo que viven sus conflictos y/o sus
“aventuras” con cierto atolondramiento, limitada o superficialmente, y que no
están “marcados” por su historia, sino – y solo en algunos casos- ligados a
ella por sentimentales, y un tanto tópicas, memorias de la infancia” (p. 145).
Cierto, porque la infancia se convierte ya
en un envoltorio donde mirar el tiempo, lo que les aleja de ahondar con agudeza
en el presente, con la inercia de sus desgajadas vidas, empujadas a la
desolación de la rutina. El grito sí deja que los personajes naden en la
profundidad de sus desencantos, dándose cuenta el fracaso de ser adulto, cómo
el puzzle de la vida se ha descompuesto, sin olvidar la infancia, pero con una
sensación hiriente del presente, que quema a cada paso. No en vano, la figura
de Teo en los cines porno nos llena de desolación, ser a la deriva, que consume
su tiempo, en esa Nochevieja desoladora, donde la vida pasa su factura, donde
el anonimato del fracaso quema en cada rincón.
Rafael Soler, en la entrevista que concedió al ABC en 1982, nos da
algunas claves para entender su narrativa, que no es otra cosa que una mirada
al mundo, desde la hondura de un ser que conoce los entresijos del dolor y la
pérdida. Si el entrevistador nos sitúa a Soler como escritor de raíces
mediterráneas, imaginativo, creador, le deja hablar sobre ese mundo de parejas
que suponen sus libros, donde el tiempo es devastador, donde lo importante no
es solo la pareja, dice Soler, sino el individuo y su alrededor, ya que, sin
duda, el individuo nunca pierde su sensación de ser extrañado ante la vida, que
mira a los demás, para confirmar su existencia, como si, al morir el amor de
pareja, tuviese que certificar que no ha muerto su existencia ante los demás,
que aún puede ser visto por los seres que lo rodean.
Para Soler, “el único antólogo es el tiempo”, sin duda alguna, el
tiempo, gran tema de nuestra lírica contemporánea, es el que certifica, como un
entomólogo, el amor y el desamor, la juventud y la vejez, todo lo tasa el
tiempo, como ya nos decía Jorge Manrique en las famosas Coplas a la muerte de su padre. Creer que el pasado fue mejor es
engaño, en el espejismo de la vida en que nos movemos, parece decirnos el
novelista valenciano.
Pero, dice en la entrevista, que la soledad es necesaria, solo así el
escritor se “forja” ante el papel y ante la vida, solo así puede convivir su
mundo con el de los otros, la verdadera literatura necesita la soledad, como si
Cernuda volviese y nos dejase sus versos imborrables, hechos del dolor y del
exilio. Ese desterramiento necesario es altamente creativo, porque Soler sabe
que allí se gesta la verdadera inspiración, lejos de los demás, pero en
comunión con ellos.
En la entrevista, como conclusión, Soler nos habla de la novela como un
producto antimarketing, como un producto de calidad, hecho con los mimbres de
la verdad, del corazón, lejos de tanta literatura basura que entretiene a los
poco lectores de libros hondos, donde el vender no tiene nada que ver con la
calidad. Todo ello confirma la excepcionalidad
de un narrador que ha vivido desde el silencio narrativo las grandes
certidumbres que le han hecho volver, a sabiendas de su independencia, de su
literatura isla, nada acomodada a los mundos comerciales, pero grande, por el
eco que deja al que se acerca a ella.
María Antonia Velasco, el 11 de enero del 2013, nos habla de esa
reaparición de El corazón del lobo,
de esa impronta que deja su lectura, hablando del narrador omnisciente,
presente en el libro, como si el narrador fuese el espejo de todos los
personajes, conviviese con ellos, desgarrado en sus fuegos interiores.
Nos habla también de “texto sabio sobre un hombre y una mujer que se
aman”, yo diría que viven las briznas del amor, la ceniza que queda después de
tanta pasión, el resto de la llama en que aún navegan sus vidas. Lo compara con
el viaje de Ulises a Ítaca, sin duda alguna, los personajes buscan en la isla
su lugar de fuga, como si el mar fuese testigo de los desamores, como si aún
pudiese ungir, con sus olas y su espuma, el renacer del amor, como si en las
aguas fuesen, de nuevo, bautizados a la vida.
La sombra de Joyce a la que se refiere la crítica me parece acertada, no
en vano, el libro es como un rompecabezas que se compone y se descompone para
que el lector recoja las piezas tras el naufragio emocional en que se hallan
los personajes.
Interesante, también, la entrevista que Ester Peñas hizo a Rafael Soler,
donde el novelista nos habla de la inconstancia porque es el defecto mayor, el
que sobrevuela sobre tantos, un error que genera el desamor, el tedio de las
relaciones amorosas viene, sin duda, de esa falta de constancia para avivar la
llama, para no dejar morir la brasa del amor.
Soler habla en la entrevista de los males de la literatura, la falta de
críticos serios, adocenados por las necesidades de una crítica superflua en
suplementos culturales, por la falta de
espacio, como si la crítica quedase cercenada por las prisas, pero
también la excesiva autopublicación, mala literatura que abunda, todo el mundo
queriendo escribir, como si la literatura no requiriese miles de mundos
vividos, para que esta llegue de verdad al lector, entregado también a su mundo
interior y a su pasmo ante el mundo que lo rodea.
La libertad de ese espacio sin escribir lo
explica Soler como un bien necesario, para volver de verdad a la página en
blanco, hambrienta de palabras verdaderas, lejos del tedio de la narrativa al
uso. Cuenta la correspondencia con Delibes, claramente fructífera, porque el
maestro siempre es un caudal abierto para el que empieza, para el que quiere
entender la literatura como una forma de vida.
En definitiva, estas aproximaciones
críticas sirven para dejar claro que Soler conoce bien el terreno que pisa,
donde la literatura es universo, plagado de luces y sombras, donde el dolor es
necesario para hacerla verdadera.
EL GRITO: UN LIBRO HONDO SOBRE LA INCOMUNICACIÓN HUMANA
El
grito, novela primera, pero de gran calidad, nos abre al universo del
autor, nos desvela el apasionamiento por la vida, pero también su reverso, el
dolor de sus protagonistas, desangrados ante la incomunicación que surge en sus
vidas.
Teo y Carmen, seres a la deriva, rotos por la costumbre, deshilachados
por la vida en común, desgajados por la inexistencia de verdadero amor, cuando
sí existió, cuando se arañaban con ternura en el piso de Teo en Carretas, ahora
seres desvestidos de nostalgia, acunados por el dolor, como Teo en los cines
porno, clara metáfora de la soledad y de la angustia vital. Como Carmen,
indecisa, insomne, mujer abierta en mil heridas, buscando un confidente, para
salvarse de la quema que produce la vida.
Hay instantes de gran calado emocional, donde la prosa narrativa de
Soler nos deslumbra, toda ella trenzada de lirismo, abierta como un cofre a
múltiples lecturas, ambientando a los personajes en el tugurio de la vida, como
si estuviesen untados de alcohol hasta las entrañas, destilando amargura por
los poros:
“Lo peor es el
frío, piensa Teo, que parece mentira a las diez de la mañana, y protege las
manos con la tibia pana del chaquetón, tan viajado.
La ciudad es un perro que despierta. Ya lo
era antes, perro quejumbroso, quieto, agazapado en portales anónimos y vecinos,
en las putillas que acechaban el paso de los taxis o de algún transeúnte
abandonado a ellas..”
Paisaje desolado, de putas y de soledad,
donde Teo vive la desidia de la vida, con el frío en la carne honda, donde el
acto maquinal, oscuro, del deseo, pagando por el placer, lo convertí en animal,
herido y agazapado, en esa “jungla instantánea y violenta” de la habitación.
Carmen también aparece retratada magistralmente por Soler, porque en él
anida el alma femenina que entiende ambos sexos, ambos deseos frustrados, el
del hombre y la mujer heridos por la costumbre y por la vida:
“En la ducha,
enfrentando la cara a la alcachofa de aluminio, Carmen va lavando
escrupulosamente las huellas de la noche, los pliegues de la espalda que
delatan su forma de dormir, apacible, ligeramente cruzada boca abajo y el brazo
derecho sirviéndole de almohada”.
Dolor tras dolor, con el rostro herido por noches tortuosas de soledad,
donde se pierde la belleza y el deseo.
Y la incomunicación latente, tangible en cada huella del rostro, en cada
pliegue de las mejillas hundidas por el tiempo:
“Hermoso. Me
sentía feliz. Lo necesitábamos. Era una tabla de salvación en medio del
naufragio de los años. Hacerlo posible. ¿Qué? Todo. Tu mal genio cada vez peor
con los follones del Periódico. Mis depresiones. Insoportables. Renacer, vivir
un poquito”.
Tiempo ido por la vida que horada todo, dejarse de mirarse porque todo
lo demás se impone, como un estúpido velo de importancia, que, en realidad, no
lo es, pero que logra atrapar a los seres para ir dejándoles lejos unos de
otros. La incomunicación como un cáncer que crece irremisiblemente, en
silencio, recordando la famosa canción de Simon y Garfunkel, dentro de
nosotros.
Pilar, Javier, seres a la deriva, seres que
acompañan el cortejo fúnebre de los protagonistas, enterradores de ese amor,
pero también salvavidas en instantes, seres que deambulan por las vidas de Teo
y Carmen, espejos de las mismas incertidumbres vitales.
Y la muerte alrededor de ellos, el grito de David, como si aún resonase
el eco suyo sobre los personajes que lamen sus heridas en el silencio de ese
cáncer del desamor. El grito del fin del mundo, en David, renglón torcido de
Dios, como nos dijo Luca de Tena, ser absorto en su dolor para siempre,
verdadero eslabón para los dos, roto ya su eco para siempre, por ello, el
grito, el que queda entre dos seres rotos, como son Carmen y Teo:
“Tuvo que ser
la noche negra. El grito de David que parecía el fin del mundo y ya les tenía
acostumbrados: vivir pendientes del pasillo, asomarse al cuarto por si el niño,
sonreía con el tazón del desayuno y la noche lejos, a la fuerza olvidada, y
precintada, horrible pesadilla con David enloquecido, gritando sus dos años en
la cuna y díos míos dios mío”.
El grito sordo del niño ante un Dios que no ve, que no mira, como diría
Blas de Otero y que la narrativa magistral de Soler registra para hacer de la
novela una radiografía del dolor, una llamada de ayuda a todos los que sentimos
el peso del dolor en nuestras entrañas.
Un libro duro, de una prosa honda y llena de referentes, que alumbró un
escritor que ya huía del marketing, de la literatura barata, para hacer una
novela que pervive, que se queda dentro de nosotros, con sus gritos y sus
silencios.
EL
DESGARRADOR MUNDO DE RAFAEL SOLER EN EL CORAZÓN DEL LOBO
Rafael Soler escribió El corazón del lobo hace ya treinta años, pero que se ha reeditado felizmente en la editorial Evohé, colección Intravagancias, en el año 2012, editorial que prima por encima de todo el carácter heterodoxo del autor, el cual no se ha plegado a dependencias de ningún tiempo ni a partidismos literarios. Esta editorial se ha caracterizado por tener en cuenta a autores de reconocida independencia literaria, como es el caso del novelista valenciano.
Ese carácter independiente y ferozmente
rebelde sirve para profundizar en un relato apasionante, donde los personajes
de Alberto y Fanny van tejiendo el tapiz de una historia dura, cuya hondura
reside en el amor y el desamor, en esa búsqueda de la felicidad que nos obliga
a mirar el paso del tiempo y su efecto devastador.
El estilo narrativo de Soler nos adentra en
el lirismo, para dejarnos estampas azuladas, como si el mar las acunase, donde
Fanny cobra tintes de mujer soñada, ante la indiferencia de Alberto, hombre
ensimismado en el recuerdo, cuyas sombras apagan las luces del amor. En el
capítulo “Al fondo, Fanny, dibujada sobre el limpísimo azul del horizonte”,
Soler dibuja el paisaje del alma de sus personajes, adheridos a una realidad
que se desmonta, hecha añicos ante el mundo absorto y olvidado en eternas
contradicciones:
“¡Qué
buen día”, se anima Alberto, intentando recordar dónde dejó las sandalias de
dedo, tan incómodas, que siempre acaban con la tirilla rota. Desde allí,
habitación quinientos doce vasito de naranja helado, Fanny es parte del
paisaje, una sirena de cola recogida y espalda dorada por el sol cuando Alberto
decide pasar el día lejos del hotel, “ya verás, hay por aquí cerca unas playas
estupendas que no conoce nadie”.
Seres que se encuentran y desencuentran,
porque van a la deriva, en un mundo que los contempla, seres desahuciados del
amor, hechos añicos por la costumbre y la adversidad de la vida. Cuerpos
entregados al dolor de la incomunicación, a la hondonada de los seres arañados
como gatos por los zarpazos de la vida.
La novela va transcurriendo en un estilo que
nos recuerda al pensamiento inconsciente, de los surrealistas, pero también a Cortázar
y su Rayuela, como si la Maga y Oliveira volvieran para adentrarnos en las
lagunas del ser, en sus espacios vacío, en una prosa rica que el escritor
valenciano cultiva, enamorado del lenguaje como espejo de los sentimientos.
Fanny sabe que Alberto es un hombre envuelto
en el deseo de asaltar el tren correo, aquel que imaginaba cuando su padre le
regañaba en los tiempos de la infancia, cuando llegaban las malas notas,
también sabe que su capi es un hombre trastocado por el dolor, que el mar
rugiente no puede mitigar, porque es un lobo que araña hasta el tuétano de su
herido corazón. La sombra de Ana, su perfil, copando las sombras de la noche,
adherida al dolor de Alberto, como gatos siameses en el confín de la noche.
Y siempre el mar, testigo implacable del
dolor, la isla de Menorca como lugar amado y odiado, donde los seres rompen sus
silencios en esta extraña parábola del amor que, después de arañar el alma,
deja exhaustos a los seres, incomprendidos para siempre ante la vida.
Y la pintura, como si Alberto concitase sus
demonios a través del pincel, donde encontrar la serenidad perdida, el muslo de
Fanny, los pechos de ella, en una sinfonía de dolor y amor al mismo tiempo:
“Eso
quería el capitán: pintar. Y de regreso al hotel Fanny comprendió que nada
quedaba por hacer, ni botoncitos plateados, ni siesta “ven que te haga
cosquillas a tu espalda”, ni lágrima sosa de boba que era comprando pinceles,
qué te parece, eso se le ocurre que menos mal que paramos a comer, en un
chiringo…”.
Lenguaje que impacta porque, en sinfonía,
logra unir las voces de Rafael Soler a sus personajes, en un eterno diálogo con
lo que no se dice, con los silencios que quedan tras las palabras, trasuntos
del alma, en realidad. Y la pintura, el afán de plasmar en la acuarela el
paisaje, mientras Fanny le escuchaba resoplar, como si la respiración se
acompasase al trazo de la acuarela, en una sintonía donde el arte y lo
puramente fisiológico encontrasen un lugar.
Sin duda alguna, la novela es una
radiografía poderosa de los seres heridos, mordidos por el corazón del lobo,
título que resume la fuerza de esta novela donde nos adentramos absortos en la
narrativa embrujadora de Rafael Soler, donde somos nosotros los seres heridos
por la vida, buscando una comunicación que se pierde, porque está hecha de barro,
como nuestra propia consistencia humana.
Y como telón de fondo, el mar de Menorca,
testigo de la vida y la muerte espiritual de sus personajes, donde las olas
baten para que la historia no se rompa, trenzada como está en un hilo tan fino
como es el amor de dos seres en sombras, Alberto y Fanny, sin duda alguna, una
gran novela de Rafael Soler, felizmente reeditada.
RAFAEL SOLER: UN NARRADOR DE MIRADA HONDA Y VERDADERA
Con El sueño de Torba y Barranco, Soler ha dejado sus radiografías a seres extrañados por
la vida, pero perviven en mí el eco sobre todo de El grito y El corazón del
lobo, como novelas cumbre donde vemos a un narrador de mirada honda y
verdadera, que mira con atención lo que le rodea, ser extrañado ante la vida,
que ofrece en sus libros una visión de los hombres y los mujeres en la luz
semioscura de la habitación, rodeados de ese dolor que no para, que surge como
grito en las sombras de la noche, en la narrativa siempre apasionante de Soler.
Cito de su novela Barranco unas líneas que explican que la soledad no solo es marco
de su narrativa, sino el ámbito donde solo se puede sentir la vida, solo la
creación puede crecer, solo el renacimiento a la vida puede surgir, la soledad
como herida necesaria para entender la vida y hacer de ella una halo de luz y
sombra:
Era su
destino: la soledad. Y seguiría sola aunque algún día saltase al otro lado.
Ella se entendía. Una soledad apacible, casi bondadosa. Matilde, que había
saltado mucho y era su compañera de cesta en los viajes por el Nilo, estaba
sola. Y Marina, que también llegó al pueblo y a la Hacienda en una cesta,
extraña: también ella tenía ojos de rojos de soledad, oblicuos, con una puntita
de agua junto al lagrimal”.
Soler lo sabe, dentro de nosotros, anidan
solitarios, heridos por la vida, seres a la deriva, repletos de decepciones, su
narrativa nos llega, nos deja envueltos en ese tapiz de sombras y luces que son
sus palabras, ecos de todos nosotros, seres conscientes del naufragio de la
vida, narrativa que ha de quedar, porque es verdadera y nace de dentro, de lo
que realmente somos, sin artificios ni marketing, un gran narrador, sin duda
alguna.
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