viernes, 12 de febrero de 2016

El apasionante universo narrativo de Rafael Soler

EL APASIONANTE UNIVERSO NARRATIVO DE RAFAEL SOLER


POR PEDRO GARCÍA CUETO

Rafael Soler
    Rafael Soler nació en Valencia en 1947, de su raíz valenciana podemos ver su amor por el mar, tan presente en sus novelas, también ese mundo del Mediterráneo que pesa en sus libros, como un fulgor apasionante. Se trasladó a Madrid donde estudió Ingeniería Técnica y Sociología, llegando a ser profesor, durante muchos años, de Universidad y un notable urbanista en el planteamiento de ciudades, de ese mundo de la ingeniería Soler nos deja ese deseo de perfección, la arquitectura presente en su obra narrativa, su deseo de construir un edificio de palabras que mantenga el arquitrabe básico para crear un mundo hondo y lleno de luces y sombras.
   Luego llegó su éxito narrativo, el que alumbró tempranamente con El grito, novela deslumbradora por su intensidad, por ser caleidoscopio donde viven personajes heridos por la vida, que obtuvo el premio Ámbito Literario de Narrativa. Ese mismo año obtuvo el premio “Hucha de Oro” con el cuento “J. R. tropieza en el Paseo de las Palmeras”. En 1979 obtuvo el premio Ateneo de la Laguna con Cuentos de ahora mismo. De 1980 es su poemario Los sitios interiores, que apareció en Adonais, también premiado. Con El corazón del lobo, novela que nos deja a los lectores una impresión hondo, de gran literatura, ganó en 1982 el Premio Cáceres de Novela Corta.
   Después de toda esa trayectoria prolífica en muy pocos años, vino un silencio largo, donde el novelista valenciano fue desvelando sus inquietudes ante la vida, viviendo hondamente sus incertidumbres, dejando reposar posibles libros, para volver en 2009 con la publicación del libro de poemas Maneras de volver, al que siguió en 2011 Las cartas que debía, libro que fue recomendado por la Asociación de Editores de Poesía, y en 2012 La vida en un puño, antología publicada en Paraguay, y Pie de página, publicada también en 2012 por la Institución Alfonso El Magnánimo. La reedición de El corazón del lobo en la editorial Evohé nos señala, con buen tino, la relevancia de este narrador, que decidió dejar pasar el tiempo para ir generando un mundo interior, lleno de temperatura, que hoy confirma que su eco del pasado no fue en vano, sino que nos habla de uno de los senderos más heterodoxos, con una narrativa lúcida y brillante, del actual mundo literario.

RAFAEL SOLER ANTE LA MIRADA DE LOS CRÍTICOS
     Interesantes aproximaciones a su obra la han dado críticos como Enrique Molina Campos en Ínsula, el cual nos alumbra sobre los personajes a la deriva de las novelas de Soler, seres que divagan en un páramo emocional que va in crescendo y que nos va horadando irremisiblemente.
  Molina Campos señala, con agudeza, la idea del conflicto, presente en sus novelas, como leit motiv, de unas relaciones presididas por la incomunicación, por el vacío que queda después de un amor gastado por el tiempo, envuelto ya en las migajas que da la vida. Molina Campos hace mención del monólogo como referente para crear una atmósfera donde la confesión alterna con la desolación, en notable armonía:
“y, naturalmente, en los largos monólogos interiores de los “protagonistas” aparecen personajes más o menos remotos que han contribuido a su configuración espiritual y a la composición de la historia individual. Los monólogos son sustanciales para el planteamiento narrativo, y no solo por lo que acabo de decir, sino también porque son expresión de la incomunicatividad de los protagonistas y porque consiguientemente en ellos se despliega –entrecruzando, de una parte, los tiempos evocados, y de otra, cuanto en la evocación dicen los personajes- la historia externa, la peripecia del monologante y de su entorno humano” (p. 145).
    Sin duda alguna, los monólogos son la confesión de esa falta de afecto, de ese espejismo del tiempo, en relaciones acabadas, fenecidas por la rutina y la desidia, donde el monólogo se convierte en una suerte de terapia para evitar la muerte, como si aún quedase un halo de esperanza en uno mismo para salvar el naufragio del matrimonio roto.
   La comparación que establece sobre El grito y El corazón del lobo resulta muy interesante, ambas son novelas centradas en la incomunicación de seres a la deriva, de hombres y mujeres que han desgajado sus vidas, abiertas a la rutina y al desamor. Para Molina Campos la hondura de los personajes de El grito, su complejidad los distancia de los de El corazón del lobo, como si estos últimos anidasen ya en el “atolondramiento” de sus recuerdos, casi inconscientes ante lo que les pasa:
“Carmen y Teo y Bru y la desquiciada Pilar poseen en El grito una complejidad, una hondura y una activa historia personal que los distancian de Alberto, Ana, Alex, Fanny y Alfonso, personajes de El corazón del lobo que viven sus conflictos y/o sus “aventuras” con cierto atolondramiento, limitada o superficialmente, y que no están “marcados” por su historia, sino – y solo en algunos casos- ligados a ella por sentimentales, y un tanto tópicas, memorias de la infancia” (p. 145).
    Cierto, porque la infancia se convierte ya en un envoltorio donde mirar el tiempo, lo que les aleja de ahondar con agudeza en el presente, con la inercia de sus desgajadas vidas, empujadas a la desolación de la rutina. El grito sí deja que los personajes naden en la profundidad de sus desencantos, dándose cuenta el fracaso de ser adulto, cómo el puzzle de la vida se ha descompuesto, sin olvidar la infancia, pero con una sensación hiriente del presente, que quema a cada paso. No en vano, la figura de Teo en los cines porno nos llena de desolación, ser a la deriva, que consume su tiempo, en esa Nochevieja desoladora, donde la vida pasa su factura, donde el anonimato del fracaso quema en cada rincón.
   Rafael Soler, en la entrevista que concedió al ABC en 1982, nos da algunas claves para entender su narrativa, que no es otra cosa que una mirada al mundo, desde la hondura de un ser que conoce los entresijos del dolor y la pérdida. Si el entrevistador nos sitúa a Soler como escritor de raíces mediterráneas, imaginativo, creador, le deja hablar sobre ese mundo de parejas que suponen sus libros, donde el tiempo es devastador, donde lo importante no es solo la pareja, dice Soler, sino el individuo y su alrededor, ya que, sin duda, el individuo nunca pierde su sensación de ser extrañado ante la vida, que mira a los demás, para confirmar su existencia, como si, al morir el amor de pareja, tuviese que certificar que no ha muerto su existencia ante los demás, que aún puede ser visto por los seres que lo rodean.
   Para Soler, “el único antólogo es el tiempo”, sin duda alguna, el tiempo, gran tema de nuestra lírica contemporánea, es el que certifica, como un entomólogo, el amor y el desamor, la juventud y la vejez, todo lo tasa el tiempo, como ya nos decía Jorge Manrique en las famosas Coplas a la muerte de su padre. Creer que el pasado fue mejor es engaño, en el espejismo de la vida en que nos movemos, parece decirnos el novelista valenciano.
  Pero, dice en la entrevista, que la soledad es necesaria, solo así el escritor se “forja” ante el papel y ante la vida, solo así puede convivir su mundo con el de los otros, la verdadera literatura necesita la soledad, como si Cernuda volviese y nos dejase sus versos imborrables, hechos del dolor y del exilio. Ese desterramiento necesario es altamente creativo, porque Soler sabe que allí se gesta la verdadera inspiración, lejos de los demás, pero en comunión con ellos.
   En la entrevista, como conclusión, Soler nos habla de la novela como un producto antimarketing, como un producto de calidad, hecho con los mimbres de la verdad, del corazón, lejos de tanta literatura basura que entretiene a los poco lectores de libros hondos, donde el vender no tiene nada que ver con la calidad. Todo ello confirma la excepcionalidad  de un narrador que ha vivido desde el silencio narrativo las grandes certidumbres que le han hecho volver, a sabiendas de su independencia, de su literatura isla, nada acomodada a los mundos comerciales, pero grande, por el eco que deja al que se acerca a ella.
  María Antonia Velasco, el 11 de enero del 2013, nos habla de esa reaparición de El corazón del lobo, de esa impronta que deja su lectura, hablando del narrador omnisciente, presente en el libro, como si el narrador fuese el espejo de todos los personajes, conviviese con ellos, desgarrado en sus fuegos interiores.
   Nos habla también de “texto sabio sobre un hombre y una mujer que se aman”, yo diría que viven las briznas del amor, la ceniza que queda después de tanta pasión, el resto de la llama en que aún navegan sus vidas. Lo compara con el viaje de Ulises a Ítaca, sin duda alguna, los personajes buscan en la isla su lugar de fuga, como si el mar fuese testigo de los desamores, como si aún pudiese ungir, con sus olas y su espuma, el renacer del amor, como si en las aguas fuesen, de nuevo, bautizados a la vida.
   La sombra de Joyce a la que se refiere la crítica me parece acertada, no en vano, el libro es como un rompecabezas que se compone y se descompone para que el lector recoja las piezas tras el naufragio emocional en que se hallan los personajes.
  Interesante, también, la entrevista que Ester Peñas hizo a Rafael Soler, donde el novelista nos habla de la inconstancia porque es el defecto mayor, el que sobrevuela sobre tantos, un error que genera el desamor, el tedio de las relaciones amorosas viene, sin duda, de esa falta de constancia para avivar la llama, para no dejar morir la brasa del amor.
   Soler habla en la entrevista de los males de la literatura, la falta de críticos serios, adocenados por las necesidades de una crítica superflua en suplementos culturales, por la falta de  espacio, como si la crítica quedase cercenada por las prisas, pero también la excesiva autopublicación, mala literatura que abunda, todo el mundo queriendo escribir, como si la literatura no requiriese miles de mundos vividos, para que esta llegue de verdad al lector, entregado también a su mundo interior y a su pasmo ante el mundo que lo rodea.
     La libertad de ese espacio sin escribir lo explica Soler como un bien necesario, para volver de verdad a la página en blanco, hambrienta de palabras verdaderas, lejos del tedio de la narrativa al uso. Cuenta la correspondencia con Delibes, claramente fructífera, porque el maestro siempre es un caudal abierto para el que empieza, para el que quiere entender la literatura como una forma de vida.
    En definitiva, estas aproximaciones críticas sirven para dejar claro que Soler conoce bien el terreno que pisa, donde la literatura es universo, plagado de luces y sombras, donde el dolor es necesario para hacerla verdadera.

EL GRITO: UN LIBRO HONDO SOBRE LA INCOMUNICACIÓN HUMANA
 El grito, novela primera, pero de gran calidad, nos abre al universo del autor, nos desvela el apasionamiento por la vida, pero también su reverso, el dolor de sus protagonistas, desangrados ante la incomunicación que surge en sus vidas.
  
   Teo y Carmen, seres a la deriva, rotos por la costumbre, deshilachados por la vida en común, desgajados por la inexistencia de verdadero amor, cuando sí existió, cuando se arañaban con ternura en el piso de Teo en Carretas, ahora seres desvestidos de nostalgia, acunados por el dolor, como Teo en los cines porno, clara metáfora de la soledad y de la angustia vital. Como Carmen, indecisa, insomne, mujer abierta en mil heridas, buscando un confidente, para salvarse de la quema que produce la vida.
   Hay instantes de gran calado emocional, donde la prosa narrativa de Soler nos deslumbra, toda ella trenzada de lirismo, abierta como un cofre a múltiples lecturas, ambientando a los personajes en el tugurio de la vida, como si estuviesen untados de alcohol hasta las entrañas, destilando amargura por los poros:
“Lo peor es el frío, piensa Teo, que parece mentira a las diez de la mañana, y protege las manos con la tibia pana del chaquetón, tan viajado.
   La ciudad es un perro que despierta. Ya lo era antes, perro quejumbroso, quieto, agazapado en portales anónimos y vecinos, en las putillas que acechaban el paso de los taxis o de algún transeúnte abandonado a ellas..”
    Paisaje desolado, de putas y de soledad, donde Teo vive la desidia de la vida, con el frío en la carne honda, donde el acto maquinal, oscuro, del deseo, pagando por el placer, lo convertí en animal, herido y agazapado, en esa “jungla instantánea y violenta” de la habitación.
   Carmen también aparece retratada magistralmente por Soler, porque en él anida el alma femenina que entiende ambos sexos, ambos deseos frustrados, el del hombre y la mujer heridos por la costumbre y por la vida:
“En la ducha, enfrentando la cara a la alcachofa de aluminio, Carmen va lavando escrupulosamente las huellas de la noche, los pliegues de la espalda que delatan su forma de dormir, apacible, ligeramente cruzada boca abajo y el brazo derecho sirviéndole de almohada”.
   Dolor tras dolor, con el rostro herido por noches tortuosas de soledad, donde se pierde la belleza y el deseo.
   Y la incomunicación latente, tangible en cada huella del rostro, en cada pliegue de las mejillas hundidas por el tiempo:
“Hermoso. Me sentía feliz. Lo necesitábamos. Era una tabla de salvación en medio del naufragio de los años. Hacerlo posible. ¿Qué? Todo. Tu mal genio cada vez peor con los follones del Periódico. Mis depresiones. Insoportables. Renacer, vivir un poquito”.
   Tiempo ido por la vida que horada todo, dejarse de mirarse porque todo lo demás se impone, como un estúpido velo de importancia, que, en realidad, no lo es, pero que logra atrapar a los seres para ir dejándoles lejos unos de otros. La incomunicación como un cáncer que crece irremisiblemente, en silencio, recordando la famosa canción de Simon y Garfunkel, dentro de nosotros.
    Pilar, Javier, seres a la deriva, seres que acompañan el cortejo fúnebre de los protagonistas, enterradores de ese amor, pero también salvavidas en instantes, seres que deambulan por las vidas de Teo y Carmen, espejos de las mismas incertidumbres vitales.
  Y la muerte alrededor de ellos, el grito de David, como si aún resonase el eco suyo sobre los personajes que lamen sus heridas en el silencio de ese cáncer del desamor. El grito del fin del mundo, en David, renglón torcido de Dios, como nos dijo Luca de Tena, ser absorto en su dolor para siempre, verdadero eslabón para los dos, roto ya su eco para siempre, por ello, el grito, el que queda entre dos seres rotos, como son Carmen y Teo:
“Tuvo que ser la noche negra. El grito de David que parecía el fin del mundo y ya les tenía acostumbrados: vivir pendientes del pasillo, asomarse al cuarto por si el niño, sonreía con el tazón del desayuno y la noche lejos, a la fuerza olvidada, y precintada, horrible pesadilla con David enloquecido, gritando sus dos años en la cuna y díos míos dios mío”.
   El grito sordo del niño ante un Dios que no ve, que no mira, como diría Blas de Otero y que la narrativa magistral de Soler registra para hacer de la novela una radiografía del dolor, una llamada de ayuda a todos los que sentimos el peso del dolor en nuestras entrañas.
   Un libro duro, de una prosa honda y llena de referentes, que alumbró un escritor que ya huía del marketing, de la literatura barata, para hacer una novela que pervive, que se queda dentro de nosotros, con sus gritos y sus silencios.

EL DESGARRADOR MUNDO DE RAFAEL SOLER EN EL CORAZÓN DEL LOBO

     Rafael Soler escribió El corazón del lobo hace ya treinta años, pero que se ha reeditado felizmente en la editorial Evohé, colección Intravagancias,  en el año 2012, editorial que prima por encima de todo el carácter heterodoxo del autor, el cual no se ha plegado a dependencias de ningún tiempo ni a partidismos literarios. Esta editorial se ha caracterizado por tener en cuenta a autores de reconocida independencia literaria, como es el caso del novelista valenciano.
    Ese carácter independiente y ferozmente rebelde sirve para profundizar en un relato apasionante, donde los personajes de Alberto y Fanny van tejiendo el tapiz de una historia dura, cuya hondura reside en el amor y el desamor, en esa búsqueda de la felicidad que nos obliga a mirar el paso del tiempo y su efecto devastador.
   El estilo narrativo de Soler nos adentra en el lirismo, para dejarnos estampas azuladas, como si el mar las acunase, donde Fanny cobra tintes de mujer soñada, ante la indiferencia de Alberto, hombre ensimismado en el recuerdo, cuyas sombras apagan las luces del amor. En el capítulo “Al fondo, Fanny, dibujada sobre el limpísimo azul del horizonte”, Soler dibuja el paisaje del alma de sus personajes, adheridos a una realidad que se desmonta, hecha añicos ante el mundo absorto y olvidado en eternas contradicciones:
“¡Qué buen día”, se anima Alberto, intentando recordar dónde dejó las sandalias de dedo, tan incómodas, que siempre acaban con la tirilla rota. Desde allí, habitación quinientos doce vasito de naranja helado, Fanny es parte del paisaje, una sirena de cola recogida y espalda dorada por el sol cuando Alberto decide pasar el día lejos del hotel, “ya verás, hay por aquí cerca unas playas estupendas que no conoce nadie”.
    Seres que se encuentran y desencuentran, porque van a la deriva, en un mundo que los contempla, seres desahuciados del amor, hechos añicos por la costumbre y la adversidad de la vida. Cuerpos entregados al dolor de la incomunicación, a la hondonada de los seres arañados como gatos por los zarpazos de la vida.
   La novela va transcurriendo en un estilo que nos recuerda al pensamiento inconsciente, de los surrealistas, pero también a Cortázar y su Rayuela, como si la Maga y Oliveira volvieran para adentrarnos en las lagunas del ser, en sus espacios vacío, en una prosa rica que el escritor valenciano cultiva, enamorado del lenguaje como espejo de los sentimientos.
   Fanny sabe que Alberto es un hombre envuelto en el deseo de asaltar el tren correo, aquel que imaginaba cuando su padre le regañaba en los tiempos de la infancia, cuando llegaban las malas notas, también sabe que su capi es un hombre trastocado por el dolor, que el mar rugiente no puede mitigar, porque es un lobo que araña hasta el tuétano de su herido corazón. La sombra de Ana, su perfil, copando las sombras de la noche, adherida al dolor de Alberto, como gatos siameses en el confín de la noche.
   Y siempre el mar, testigo implacable del dolor, la isla de Menorca como lugar amado y odiado, donde los seres rompen sus silencios en esta extraña parábola del amor que, después de arañar el alma, deja exhaustos a los seres, incomprendidos para siempre ante la vida.
   Y la pintura, como si Alberto concitase sus demonios a través del pincel, donde encontrar la serenidad perdida, el muslo de Fanny, los pechos de ella, en una sinfonía de dolor y amor al mismo tiempo:
“Eso quería el capitán: pintar. Y de regreso al hotel Fanny comprendió que nada quedaba por hacer, ni botoncitos plateados, ni siesta “ven que te haga cosquillas a tu espalda”, ni lágrima sosa de boba que era comprando pinceles, qué te parece, eso se le ocurre que menos mal que paramos a comer, en un chiringo…”.
    Lenguaje que impacta porque, en sinfonía, logra unir las voces de Rafael Soler a sus personajes, en un eterno diálogo con lo que no se dice, con los silencios que quedan tras las palabras, trasuntos del alma, en realidad. Y la pintura, el afán de plasmar en la acuarela el paisaje, mientras Fanny le escuchaba resoplar, como si la respiración se acompasase al trazo de la acuarela, en una sintonía donde el arte y lo puramente fisiológico encontrasen un lugar.
   Sin duda alguna, la novela es una radiografía poderosa de los seres heridos, mordidos por el corazón del lobo, título que resume la fuerza de esta novela donde nos adentramos absortos en la narrativa embrujadora de Rafael Soler, donde somos nosotros los seres heridos por la vida, buscando una comunicación que se pierde, porque está hecha de barro, como nuestra propia consistencia humana.
   Y como telón de fondo, el mar de Menorca, testigo de la vida y la muerte espiritual de sus personajes, donde las olas baten para que la historia no se rompa, trenzada como está en un hilo tan fino como es el amor de dos seres en sombras, Alberto y Fanny, sin duda alguna, una gran novela de Rafael Soler, felizmente reeditada.

RAFAEL SOLER: UN NARRADOR DE MIRADA HONDA Y VERDADERA
  Con El sueño de Torba y Barranco, Soler ha dejado sus radiografías a seres extrañados por la vida, pero perviven en mí el eco sobre todo de El grito y El corazón del lobo, como novelas cumbre donde vemos a un narrador de mirada honda y verdadera, que mira con atención lo que le rodea, ser extrañado ante la vida, que ofrece en sus libros una visión de los hombres y los mujeres en la luz semioscura de la habitación, rodeados de ese dolor que no para, que surge como grito en las sombras de la noche, en la narrativa siempre apasionante de Soler.
   Cito de su novela Barranco unas líneas que explican que la soledad no solo es marco de su narrativa, sino el ámbito donde solo se puede sentir la vida, solo la creación puede crecer, solo el renacimiento a la vida puede surgir, la soledad como herida necesaria para entender la vida y hacer de ella una halo de luz y sombra:
Era su destino: la soledad. Y seguiría sola aunque algún día saltase al otro lado. Ella se entendía. Una soledad apacible, casi bondadosa. Matilde, que había saltado mucho y era su compañera de cesta en los viajes por el Nilo, estaba sola. Y Marina, que también llegó al pueblo y a la Hacienda en una cesta, extraña: también ella tenía ojos de rojos de soledad, oblicuos, con una puntita de agua junto al lagrimal”.

    Soler lo sabe, dentro de nosotros, anidan solitarios, heridos por la vida, seres a la deriva, repletos de decepciones, su narrativa nos llega, nos deja envueltos en ese tapiz de sombras y luces que son sus palabras, ecos de todos nosotros, seres conscientes del naufragio de la vida, narrativa que ha de quedar, porque es verdadera y nace de dentro, de lo que realmente somos, sin artificios ni marketing, un gran narrador, sin duda alguna.

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