miércoles, 20 de abril de 2016

El Quijote visto por sí mismo

EL QUIJOTE VISTO POR SÍ MISMO

POR PEDRO GARCÍA CUETO

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Se miraba al espejo, contemplando su huesudo cuerpo, sus largos brazos que caían nervudos sobre unas manos frágiles. Le gustaba mirar el espejo, contemplarlo, asir una espada y ponerse una vieja armadura que venía de sus antepasados. En la otra mano, un libro, de esos que sorbían el seso, los llamaban de caballerías, los había en muchos lugares, que si el Amadís, que si el Palmerín.

Para el hidalgo, el libro y la lanza, que sostenía sobre la otra mano, a la derecha el libro, a la izquierda la lanza, eran como espejos de esos caballeros que se deshacían entuertos y cuyas aventuras iban contando por los pueblos los viejos charlatanes.

Así estaba, con la armadura puesta, cuando entró el ama con la comida, siempre se hallaba el hidalgo en la habitación ensayando frases de las novelas y poses, con atinado estilo, componiendo palabras nuevas que suplían algunas de las que venían en los libros. El afán de inventar le daba un aire a novelista, pero sin serlo, reflejaba en las palabras la mirada antigua de un hombre de caballerías.
El ama lo miró, dejó la bandeja, como si no viese al hidalgo, susurraba algo para sus adentros, como si le llevasen los demonios las locuras del hombre, abandonado de todo asunto que no fuesen las novelas. El ama se reponía de esa inquietud que le causaba ver a su amo en tal estado, que, al salir, se encontró con el cura, de visita en la casa y le dijo:
Vaya, señor cura, estamos apañados con el señor, ya va perdiendo cada día más la cabeza, ahora lleva lanza y libro, como si fuese un cuadro. Lleva la barba mesada, como si estuviese a punto de ser retratado. ¡Qué demonio lleva dentro!

El cura la miró, sonriendo, pero con cierta preocupación, se santiguó, como si la mención del demonio le llevase de inmediato a la señal de la cruz y dijo:
Hija, ya cambiará, anda muy trastornado, las novelas esas las tenían que prohibir, me dicen que las lee la gente movida por el demonio que hay en ellas y que andan algunos, los más incautos, como poseídos, como tu señor.

El ama lo miró, seguía murmurando para sus adentros, como si tuviese un eco dentro del pecho que le hacía hablar sin medida, donde las palabras iban saliendo de rebote, envueltas en un halo de nervios y poca coherencia:
No sé, no sé… Yo creo… Deberíamos, digo yo, quizás, tirar las novelas a la hoguera, ¿no cree usted?

Puede ser, hija, son cosas del demonio, que nos busca y nos tienta como el pecado de la carne- dijo el cura.

De repente, se oyó un grito, era el hidalgo, que blasfemaba, en altavoz:
Así quiero, así quiero defenderte, doña Dulcinea del Toboso, así que eres espejismo, ¿quién te ha raptado, mujer? ¿Será Don Galaor que ha perdido el juicio y ha abandonado su posición de caballero? ¿O acaso el Palmerín? ¡Maldito seas, brujo, espantajo de hombre, ven, bravucón, atrévete con Don Quijote!

En la calle se oían los curiosos que asomaban sus ojos para oír al que llamaban Quijote o Quijana o quizá Quesada. Los veía el ama asomar sus narices porcunas por la celada, bajo el ruido incesante que iba dando el hidalgo. Don Quijote empezaba a soltar lanzadas a diestro y siniestro, rodaban vasijas, las figurillas de porcelana de la cómoda, todo se soliviantaba a su paso, parecía que una exhalación había irrumpido en la estancia para desbaratarlo todo.

El cura salió como movido por el diablo, decía palabras inconexas y hablaba en latín, mientras de la boca del Quijote, o Quesada, salían las mayores blasfemias:
Seguro se te ha llevado un cura, Dulcinea, algún avieso sacerdote de esos que calientan las palabras para cenar en mi casa, de esos que cogen la hogaza de pan entera y se la llevan a su sucia boca, o quizá un soldado, hambriento, que no tiene más hambre que hincar el diente a una mujer. ¡Una diosa eres, Afrodita, Minerva! ¡Hija de Zeus!

El espejo de la estancia lo miraba y en un instante el hidalgo se quedó como mudo, parecía exhausto, pensaba en sí mismo, como si el hilo de su voz estuviese a punto de romperse en llanto, algo le tenía ensimismado, abstraído.

Eran las páginas del libro que sostenía en la mano temblorosa, en ella se veía una mujer perseguida por un hombre, un galán, ya no pudo más y cerró el libro con furor, como si el dolor y la congoja fuesen superiores a él.

Pensó, ya en sueños, que su Dulcinea vivía presa en una mazmorra, que había gigantes que la tenían custodiada y que el rey de un lejano reino se gozaba con ella.

Veía la profunda celda, las grietas de las paredes, las ratas que iban y venían por los pies de la diosa, subida a una pequeña silla para no ser mordida por los roedores. El sudor calaba su sien y, en un momento, volvió a la realidad.

Su mujer estaba allí y, con voz tersa y suave, le dijo:
¿Qué te pasa, Miguel? Creo que has tenido un sueño.

El hombre la miró, como si no entendiese nada, quería decirle que era el Quijote, pero no tenía fuerzas para ello.
¿En qué año estamos, querida? Le preguntó el hombre con aspecto alterado y agotado por la virulencia del sueño.
En el 2011, en abril, ¿por qué me preguntas eso?

El hombre se quedó callado, mientras el ruido de los coches que iban acelerando su paso ya en el alba incipiente, le dejó sumido en un vacío insondable.

Miró la habitación, pero no había libros, de repente, se quedó entristecido, acaso todo era una inmensidad de dolor, sin libros siquiera.

Su mujer llegó y le dijo:
Miguel, te dormiste leyendo un libro de esos de caballerías que has estudiado para tu prólogo a la nueva edición del Amadís. Ya te he dicho que debes descansar, vas a volverte loco.

El llanto de un niño pequeño se oyó en la otra habitación, Sergio volvía a tener un pesadilla y Miguel sonrió, sabiendo que la ficción es a veces más real que la propia vida.
      

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