EL QUIJOTE VISTO POR SÍ MISMO
POR PEDRO GARCÍA CUETO
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Se miraba al espejo, contemplando su huesudo cuerpo,
sus largos brazos que caían nervudos sobre unas manos frágiles. Le gustaba
mirar el espejo, contemplarlo, asir una espada y ponerse una vieja armadura que
venía de sus antepasados. En la otra mano, un libro, de esos que sorbían el
seso, los llamaban de caballerías, los había en muchos lugares, que si el
Amadís, que si el Palmerín.
Para el hidalgo, el libro y la lanza, que sostenía
sobre la otra mano, a la derecha el libro, a la izquierda la lanza, eran como
espejos de esos caballeros que se deshacían entuertos y cuyas aventuras iban
contando por los pueblos los viejos charlatanes.
Así estaba, con la armadura puesta, cuando entró el
ama con la comida, siempre se hallaba el hidalgo en la habitación ensayando
frases de las novelas y poses, con atinado estilo, componiendo palabras nuevas
que suplían algunas de las que venían en los libros. El afán de inventar le
daba un aire a novelista, pero sin serlo, reflejaba en las palabras la mirada
antigua de un hombre de caballerías.
El ama lo miró, dejó la bandeja, como si no viese al
hidalgo, susurraba algo para sus adentros, como si le llevasen los demonios las
locuras del hombre, abandonado de todo asunto que no fuesen las novelas. El ama
se reponía de esa inquietud que le causaba ver a su amo en tal estado, que, al
salir, se encontró con el cura, de visita en la casa y le dijo:
Vaya, señor cura, estamos apañados con el señor, ya
va perdiendo cada día más la cabeza, ahora lleva lanza y libro, como si fuese
un cuadro. Lleva la barba mesada, como si estuviese a punto de ser retratado.
¡Qué demonio lleva dentro!
El cura la miró, sonriendo, pero con cierta
preocupación, se santiguó, como si la mención del demonio le llevase de
inmediato a la señal de la cruz y dijo:
Hija, ya cambiará, anda muy trastornado, las novelas
esas las tenían que prohibir, me dicen que las lee la gente movida por el
demonio que hay en ellas y que andan algunos, los más incautos, como poseídos,
como tu señor.
El ama lo miró, seguía murmurando para sus adentros,
como si tuviese un eco dentro del pecho que le hacía hablar sin medida, donde
las palabras iban saliendo de rebote, envueltas en un halo de nervios y poca
coherencia:
No sé, no sé… Yo creo… Deberíamos, digo yo, quizás,
tirar las novelas a la hoguera, ¿no cree usted?
Puede ser, hija, son cosas del demonio, que nos
busca y nos tienta como el pecado de la carne- dijo el cura.
De repente, se oyó un grito, era el hidalgo, que
blasfemaba, en altavoz:
Así quiero, así quiero defenderte, doña Dulcinea del
Toboso, así que eres espejismo, ¿quién te ha raptado, mujer? ¿Será Don Galaor
que ha perdido el juicio y ha abandonado su posición de caballero? ¿O acaso el
Palmerín? ¡Maldito seas, brujo, espantajo de hombre, ven, bravucón, atrévete
con Don Quijote!
En la calle se oían los curiosos que asomaban sus
ojos para oír al que llamaban Quijote o Quijana o quizá Quesada. Los veía el
ama asomar sus narices porcunas por la celada, bajo el ruido incesante que iba
dando el hidalgo. Don Quijote empezaba a soltar lanzadas a diestro y siniestro,
rodaban vasijas, las figurillas de porcelana de la cómoda, todo se soliviantaba
a su paso, parecía que una exhalación había irrumpido en la estancia para
desbaratarlo todo.
El cura salió
como movido por el diablo, decía palabras inconexas y hablaba en latín,
mientras de la boca del Quijote, o Quesada, salían las mayores blasfemias:
Seguro se te ha llevado un cura, Dulcinea, algún
avieso sacerdote de esos que calientan las palabras para cenar en mi casa, de
esos que cogen la hogaza de pan entera y se la llevan a su sucia boca, o quizá
un soldado, hambriento, que no tiene más hambre que hincar el diente a una
mujer. ¡Una diosa eres, Afrodita, Minerva! ¡Hija de Zeus!
El espejo
de la estancia lo miraba y en un instante el hidalgo se quedó como mudo,
parecía exhausto, pensaba en sí mismo, como si el hilo de su voz estuviese a
punto de romperse en llanto, algo le tenía ensimismado, abstraído.
Eran las
páginas del libro que sostenía en la mano temblorosa, en ella se veía una mujer
perseguida por un hombre, un galán, ya no pudo más y cerró el libro con furor,
como si el dolor y la congoja fuesen superiores a él.
Pensó, ya
en sueños, que su Dulcinea vivía presa en una mazmorra, que había gigantes que
la tenían custodiada y que el rey de un lejano reino se gozaba con ella.
Veía la
profunda celda, las grietas de las paredes, las ratas que iban y venían por los
pies de la diosa, subida a una pequeña silla para no ser mordida por los
roedores. El sudor calaba su sien y, en un momento, volvió a la realidad.
Su mujer
estaba allí y, con voz tersa y suave, le dijo:
¿Qué te pasa, Miguel? Creo que has tenido un sueño.
El hombre la
miró, como si no entendiese nada, quería decirle que era el Quijote, pero no
tenía fuerzas para ello.
¿En qué año estamos, querida? Le preguntó el hombre
con aspecto alterado y agotado por la virulencia del sueño.
En el 2011, en abril, ¿por qué me preguntas eso?
El hombre
se quedó callado, mientras el ruido de los coches que iban acelerando su paso
ya en el alba incipiente, le dejó sumido en un vacío insondable.
Miró la
habitación, pero no había libros, de repente, se quedó entristecido, acaso todo
era una inmensidad de dolor, sin libros siquiera.
Su mujer
llegó y le dijo:
Miguel, te dormiste leyendo un libro de esos de
caballerías que has estudiado para tu prólogo a la nueva edición del Amadís. Ya
te he dicho que debes descansar, vas a volverte loco.
El llanto de un niño pequeño se oyó en la otra
habitación, Sergio volvía a tener un pesadilla y Miguel sonrió, sabiendo que la
ficción es a veces más real que la propia vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario