GREGORY
PECK: LA MIRADA DE UN HOMBRE BUENO, EN SU CENTENARIO
Por Pedro García Cueto
Gregory Peck en 1950 |
Hay actores que se quedan grabados en tu
mirada pasen los años que pasen, son esos actores que no necesitan grandes
gestos, actuaciones exageradas para imprimir su presencia, con su porte, su
dignidad y su personalidad, lo tienen todo. A mí me llegó esa sensación de
estar delante de uno de los grandes del cine cuando vi por primera vez, luego
la he visto muchas más veces, Horizontes
de grandeza (1958), es una de mis películas favoritas del Oeste, porque es
mucho más que un western, es una historia de valores, de dignidad, de libertad,
el papel de Gregory Peck es admirable, ese hombre que quiere defender la
justicia por encima de todo.
Me di cuenta entonces que solo había un
actor que representase ese mismo ímpetu, ese espíritu de enorme dignidad, me refiero a James
Stewart, otro de esos americanos ejemplares que en el cine fue siempre el
hombre bueno (quien no haya visto El
hombre que mató a Liberty Balance no sabe lo que es una obra maestra). Peck
y Stewart han sido nuestros ejemplos de justicia, sin olvidar a otros ilustres
actores, como Henry Fonda, John Wayne o Gary Cooper.
El día 5 de abril de este 2016 se hubieran
cumplido los cien años del nacimiento de este gran actor, que pudo estudiar
Medicina, pero que se decantó por el teatro, allí empezó, para abandonar la
escena y dedicarse al cine, con la estupenda Days of Glory (1944). Con esta película, Peck empezó a demostrar
que su talla, su alta estatura y su elegancia, no tenían parangón.
En 1945, el gran Hichtcock le reclutó para
su Spellbound (Recuerda), donde
compartió elenco con Ingrid Bergman, una mujer bellísima que se convirtió en
una de las mejores actrices de la época. La película dejaba claro que Peck era
ya un gran actor.
Gregory no paró ahí, fue creciendo en
películas inolvidables como la deliciosa Vacaciones
en Roma (1953) con la angelical Audrey Hepburn, una mujer que tenía toda la
luz del mundo, bonita y elegante como pocas. La película es de una simpatía
poco comparable en una ciudad que en cada plano nos enamora.
La
conquista del Oeste (1962), y, por
encima de todo, Matar un ruiseñor
(1962), película que le dio el Oscar, donde Peck demuestra que es el perfecto
hombre bueno, que defiende, en su papel de abogado, a un negro que no ha hecho
nada y al que todo el mundo le considera culpable, basada en la novela de
Harper Lee, esa enigmática escritora, el papel del abogado nos va llenando, nos
sentimos parte de él, de sus valores, de su integridad y de su bondad. Sin
grandes gestos, con la mirada de un actor sobrio, pero lleno de luz en la
mirada, Peck logra el Oscar, entrando ya en la cima de los grandes del cine
americano.
No hay que
olvidar su Moby Dick (1956), dirigida
por John Huston, donde el actor estuvo maravilloso en su papel del capitán
Ahab, en cada escena vemos su dolor, su deseo de nadar en el abismo,
persiguiendo a la ballena que le dejó sin pierna. Peck dota al personaje de una
fuerza especial, de un vigor que traspasa la pantalla, vemos que lleva el bien
y el mal en la mirada (lo que me hace recordar al excelente Robert Mitchum de La noche del cazador), ya no es un hombre normal, sino un ser
atormentado, que viene del Averno para cumplir su venganza. La dirección de
Huston da a la novela (riquísima y complejísima de Melville) una especial
intensidad, que logra hacer de esta adaptación al cine una notable película.
Peck siguió haciendo cine, El oro de Mckenna (1969), La profecía (1976), Los niños del Brasil
(1978), todas ellas películas interesantes, donde Peck hizo solventes
interpretaciones, una de mis favoritas fue la de ese Mengele de Los niños del Brasil, un papel de
excelentes matices, para dar lugar al loco que fue el criminal nazi, con dos
actores a su lado de gran peso, Lawrence Olivier y James Mason.
De La
profecía, puedo decir que como padre del demonio, Damian, estuvo muy bien,
demostrando que siempre hizo papeles creíbles, sin haber estudiado en el famoso
Actor´s Studio, con su presencia y su personalidad.
Fue muy amigo de Audrey Hepburn, ese ángel
del cine, también fue Presidente de la Sociedad Americana del Cáncer, del
Instituto Americano del Cine y de la Academia de las Artes y Ciencias de Hollywood.
Ganó importantes premios, el Oscar en 1962 por hacer del abogado Atticus Finch
en la ya citada Matar un ruiseñor, ganó el Premio Cecil B. de Mille en 1968, el
Premio de Honor del Sindicato de Actores (1970) y el Premio Donosti del
Festival de San Sebastián (1986).
Un día, el 12 de junio del año 2003,
mientras dormía, murió de una bronconeumonía, tenía ochenta y siete años, a su
lado seguro que estaba, como si fuesen sus grandes amigas y amores de la
escena, Audrey, Ingrid o Jennifer Jones.
Recibiendo el Globo de Oro, 1999 |
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