viernes, 19 de mayo de 2017

Antonio Porpetta: La elegancia del decir poético

  ANTONIO PORPETTA: LA ELEGANCIA DEL DECIR POÉTICO

Por Pedro G. Cueto

Antonio Porpetta
Antonio Porpetta
Antonio Porpetta nació en Elda (Alicante) el 14 de febrero de 1936. Hizo la licenciatura de Derecho y es Doctor en Ciencias de la Información.
Tiene una extensa obra publicada: poesía (Meditación de los asombros, Ardieron ya los sándalos, El clavicordio ante el espejo, Territorio del fuego, Adagio Mediterráneo, Silva de extravagancias, etc), ensayo (El mundo sonoro de Gabriel Miró) y narrativa (El benefactor y diez cuentos más).
Porpetta es un poeta que centra su obra en el Mediterráneo, un hombre enamorado de la luz de su tierra levantina. Pocos poetas han transmitido tanto amor por el paisaje del Mediterráneo como el escritor de Elda.
Su obra ha sido estudiada por investigadores de diferentes nacionalidades, corroborando así la importancia de su figura en el panorama crítico internacional. M. Klass escribió su tesis doctoral en la Universidad de Columbia (N. York) en 1998 sobre la obra del poeta alicantino, titulada: Antonio Porpetta: Análisis y aplicaciones pedagógicas de su obra poética. También O. Conchea escribió su tesis de licenciatura en la Universidad Al. I Cuza en Lasí, Rumania, sobre la poesía del alicantino con el título: La poesía de Antonio Porpetta: Un mar de temas y de símbolos, en el año 2001. Y no hay que olvidar los estudios publicados en la Caja de Ahorros Provincial de Alicante y por el Ayuntamiento de Elda y en la Universidad de Alicante.
En definitiva, estamos ante una obra consolidada, madurada, cimentada sobre la importancia de la palabra como nexo de unión entre el espíritu y el hombre que la habita. Desde Meditación de las sombras (Prometeo, Valencia, 1981) hasta Adagio Mediterráneo (Universidad Popular San Sebastián de los Reyes, 1997), la obra de Porpetta inicia el vuelo hacia la luz que supone entender el mundo que le rodea, sin dejar, por ello, de sentir que el misterio de la vida está presente, nos persigue para siempre.
He elegido su libro Silva de extravagancias, publicado por Calambur en el año 2000 para esclarecer algunas de sus claves temáticas y considero, por ello, que es necesario citar el prólogo de Pedro J. de la Peña titulado: “Antonio Porpetta, en la poesía del futuro”, ya que en el mismo, el poeta de Reinosa nos hace ver muy bien cuáles son los méritos del artista alicantino.
Cito su opinión sobre Adagio Mediterráneo cuando dice sobre el mismo: Su Adagio Mediterráneo (Premio José Hierro 1996), con poemas como “Los puertos olvidados”, “Los suicidas” o “El mar y las palabras”, consolidaba una evolución coherente, en temas y en formas” (Pedro J. de la Peña, prólogo a Silva de extravagancias, Calambur, 2000, p. 9).
Y, como era de suponer en un artista levantino, insiste de la Peña en la importancia del mar, lo que es, sin duda alguna, una característica de su mediterraneidad, ya que el libro está concebido como un homenaje al mar, al azul que todo lo absorbe, ámbito donde se contempla la vida y su transcurrir, dice el poeta de Reinosa sobre ello: “Y en ese “Canto final” asumía la calidad marina de su tierra como algo destinado, igual que todo, a convertirse en mar, a ser parte del mar y de la muerte en una identidad que señaló Jorge Manrique prodigiosamente” (p. 10).
Y también es importante de este prólogo la mención al tiempo, clave para entender Silva de extravagancias. Hay un latente deseo del poeta alicantino de recordar la infancia, época feliz, edén donde el niño que fue vive, a veces, cuando madura la soledad y la melancolía, en el pensamiento. Pero la vida golpea con sucesos, tragedias, deseos, alegrías, etc. Todo ello hace que al poeta consciente de su paso por el mundo, ensimismado, a veces, como lo estuvo César Simón al mirar la vida.
Hay, en el prólogo de de la Peña, hermosas palabras que no me resisto a no citar: “Recuerdos y olvidos son sinónimos de escrituras y silencios: de grandes hilvanes punteados en la blancura de una sábana, de huellas gigantescas sobre un manto de nieve” (p. 11).
Lo que dice de la Peña es cierto, la memoria de Porpetta teje con suavidad el tapiz de su vida, adorna, con esmero, el espacio de los recuerdos.
Para el poeta de Reinosa Silva de extravagancias es un libro esencial, donde el poeta alicantino busca menos el barroquismo de otros libros anteriores y se concentra en la emoción, estado que siempre ha vivido en su obra.
Termina de la Peña diciendo algo que confirmo plenamente, tras la lectura atenta de sus versos: “La poesía futura contará con los versos de Antonio Porpetta, más dignos de saberse y recitarse que los de algunas cumbres apresuradas y desmañadas…” (p. 13).
Para confirmar todo lo que dice el poeta de Reinosa, he seleccionado un poema de Adagio Mediterráneo titulado “Los ángeles del mar” y varios poemas de Silva de extravagancias.
Considero que su obra anterior tiene mucho interés y descubre un lirismo que se acrecienta en los libros citados.
El primer poema nos habla de los ángeles del mar, los cuales llevan a los ahogados hasta las playas donde cuidan sus cuerpos inertes, para que recobren la belleza desaparecida.
Hay en el poema todo un mundo mitológico de ángeles que arrastran al hombre para extraer de él su halo divino: “Los ángeles del mar, cuando llega la noche, / arrastran suavemente a los ahogados / hasta playas amigas, / y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas / y peinan sus cabellos con esmero / para que no parezcan tan difuntos / y sus madres, al verlos, / no piensen en la muerte” (vv. 1-8).
En estos versos ya aparece la noche, espacio de silencio y recogimiento, ámbito donde es posible aquello que se le niega al día, y también está presente el mundo marino: algas, medusas. La delicadeza con que los ángeles cuidan a los ahogados es deslumbrante: “y peinan sus cabellos con esmero” (v. 5). Todo, para que las madres, el mundo del afecto,  no vean al hijo en mal estado, corroído por la muerte. Ante todo, el poeta pretende hacer una oda a la vida frente a la muerte, que todo lo devasta.
Tal es el afán de resucitar al ahogado, para que conserve la belleza que poseía en la vida: “Casi siempre suplican a las altas querubes / que trasladen sus almas con cuidado, / porque el mar dejó en ellas / salobres arañazos, /golpes de barlovento, heridas abisales” (vv. 21-25).
 No hay duda que el poeta alicantino hace mención del proceso de vivir, el mar es metáfora de la vida, que deja heridas y cicatrices: “salobres arañazos”. El esfuerzo de vivir supone esos golpes que ahora se quieren restituir. Los ángeles pretenden que las almas de los ahogados lleguen intactas al reposo eterno. Pero, nos preguntamos, ¿cree el poeta en otra vida? Sin duda, en la que le lleva a seguir viviendo en el recuerdo de la belleza, en la que nos deja el poso de lo hermoso que ha sido nuestro transcurrir.
El tiempo, clave en la poesía de Porpetta, aparece cuando dice: “Y en el más largo instante / vieron cómo sus vidas se alejaban, se hundían / en el temblor callado de las aguas, / y con sus vidas iba su memoria, / y en su memoria todo cuanto amaron / o pudieron amar, / y su dolor fue grande” (vv. 26-31).
El final del poema cuenta la marcha de los ángeles, cuando ya han quedado los ahogados limpios y puros, hermosos para la eternidad.
El contraste se establece entre la blancura de los ángeles y los ya muertos, conservando el brillo dorado, como si perteneciesen a una estirpe de dioses que han de vivir hasta la eternidad: “Cumplida su misión, vuelan los ángeles / hacia las blancas ínsulas del sueño, / y los ahogados quedan / solitarios y espléndidos / en sus dorados túmulos de arena, / serenos como dioses, / dignos en su derrota, / esperando que nazca la mañana, / que les cubra de luz, / que jamás les alcance / el frío del olvido” (vv. 32-42).
La mención a ínsulas nos recuerda al mundo de caballerías, espacio de ensueño y de ficción y, por ende, al Quijote de nuestro ilustre escritor. Pero también al mundo de los dioses, ya que el propósito del poeta es que la muerte no triunfe mientras exista la memoria, el poder de evocar a quien se va es también la capacidad de resucitar su presencia en nuestra vida.
“El frío del olvido” es la muerte, pero los ángeles, con su esmero y delicadeza, ha posibilitado que la muerte no triunfe sobre la vida a través del recuerdo.
Como podemos ver, Porpetta es un poeta que lucha por imponer la memoria como un tema esencial en su poesía.
Este núcleo temático de su obra aparece repetidamente a lo largo de su libro Silva de extravagancias. Aparece en el poema 6 cuando dice: “Tengo sólo una amante / mi memoria” (vv. 1-2). En este brevísimo poema, Porpetta ya nos dice hasta qué punto es importante el recuerdo, su permanencia en nosotros.
En el poema 7 insiste el poeta alicantino en el deseo de recuperar todo lo vivido. “Hay que recuperar / el tacto de la fiebre y el color de las noches” (vv. 1-2). Se refiere, sin duda, a todo aquello que nos motiva, lo que nos hace sufrir o nos produce pasión (la fiebre) y lo que nos da alegrías (el color de las noches).
El poema, muy bello, dice en otros versos inolvidables: “Hay que recuperar / las verdes madrugadas y la sombra del río, / las campanas más tiernas y las manos sin dueño / la semilla del agua y los pasos perdidos, / la danza de las naves” (vv. 11-15).
Como vemos, está presente el río, metáfora manriqueña de la vida que va dar a la mar, símbolo  de  la  muerte), las  campanas (espacio  sonoro  que representa el eco de nuestra voz en el mundo, plena de alegrías y sinsabores), las manos sin dueño (la libertad), la semilla del agua (el origen de todo, lo que germina y crece, el fruto querido, la vida recién nacida), los pasos perdidos (los errores, pero que dan sentido a nuestra vida) y la danza de las naves (el baile que mece nuestro tránsito vital, emociones y dichas, tristezas y decepciones).
La insistencia en el verbo “recuperar” es la reiteración necesaria para que entendamos que el poeta quiere hacer presente la memoria, nuestro puerto, el lugar donde podemos amarrarnos, para no perder, con el paso del tiempo, nuestro sentimiento de estar vivos.
Al final del poema, dice Porpetta ya de forma más clara y menos metafórica lo que ya había dicho antes: “Hay que hacer lo imposible para descubrir de nuevo / ese torpe milagro, ese absurdo prodigio, / esa hermosa miseria que llamamos la vida, / con todo su caudal de ardiente escalofrío” (vv. 16-19).
Sobran las palabras, la vida es identificada como “hermosa miseria”, espacio lleno de claroscuros y, naturalmente, torpe milagro (sensación de hallarnos adheridos a un mundo que nos ofrece todo y en el que nos vemos, a veces, como fantasmas) y absurdo prodigio (la vida como ámbito hermoso, no exento de crueldad). Para Porpetta, la vida es un hermoso sinsentido, ya que nos regala un mundo lleno de colores y de belleza, pero también la faz de la muerte en niños carentes de toda culpa.
Por todo ello, termina el poema con dos adjetivos “ardiente” y “escalofrío”, ya que la vida  es  pasión, pero  cuando  la  pensamos, con  la  luz  de  la  conciencia  (como  diría Carnero) nos estremece a su paso, nos devasta con su arbitrariedad infinita.
Porpetta vuelve, como ya lo hizo en Adagio Mediterráneo, al tema del mar. Es, el espacio levantino, ámbito de luz, lugar donde se produce el milagro de la vida. El poeta dice en el poema nº 22: “Entra por la ventana, en oleaje, / toda la amanecida. / No sé si estoy despierto o todavía / navego en un poema. / Mil versos como páginas picotean en mi frente, / y una música leve como me acaricia. / Una mañana más…/ Tú, junto a mí, respiras” (vv. 1-8).
La visión de la claridad del día (la amanecida) y ese espacio compartido interior-exterior donde el poeta contempla el mundo: la ventana. Recordemos el balcón en la obra de Brines o en César Simón, ambos poetas valencianos miraban desde dentro al mundo para cumplir el goce de los sentidos, como si fuese niños recién nacidos que contemplasen el desconocido espectáculo (fascinante y desolador) de la vida.
También Porpetta mira desde la ventana, duda de su apego a la realidad, como el niño que aún no conoce bien lo que le rodea y debe examinarlo con esmero: “No sé si estoy despierto o todavía / navego en un poema”. El acto de navegar se explica en esa sensación del acto poético como trayectoria vital sobre el mar (aquí espejo de la vida, en contraposición al sentido que le dio Manrique, símbolo para este último de la muerte).
Aparecen los pájaros, los cuales iluminaban también la poesía de Brines (no hay que olvidar que su famoso libro Las brasas, tenía  un  apartado  llamado “El barranco de los pájaros”, lugar donde el niño Brines se va haciendo hombre y se encuentra con la belleza y la crueldad de la vida). En el poema de Porpetta son símbolos de la libertad, seres que, en su pequeñez, expresan la belleza (al igual que las golondrinas eran el recuerdo del amor para Bécquer). La música es el espejo de un mundo que canta, compañía necesaria para la dicha. Se trata de una música suave, que le sirve para despertar al lado de la amada (hay un profundo romanticismo en muchos poemas del escritor alicantino).
Por ello, el poema termina con la presencia de la mujer, compañera infatigable, que duerme con el poeta: “Una mañana más…/ Tú, junto a mí, respiras”.
El poeta comparte su vida, no renuncia, por el mundo del arte a la vida, como sí lo hacía Juan Ramón Jiménez en algunos de sus poemas donde la exaltación por el lenguaje y la escritura vence al amor.
Porpetta no, él dice sí a la vida, sin olvidar la poesía, aunando dos mundos, en una extrema fusión que le enriquece.
El deseo de vivir, de compartir con alguien la vida, va calando en los poemas, como ocurre en los bellos versos del poema 38: “Miro los altos álamos y veo / tu voz entre las hojas, / y tu mirada escucho / entre un rumor de pájaros y ensueños. / Es de oro la tarde. / Y quiero seguir vivo” (vv. 1-6).
Manifestación extrema de ese deseo de permanecer, de vencer, a través del amor, a la muerte. De nuevo, los pájaros: “entre un rumor de pájaros y ensueños”. En mi opinión, el pájaro es el nexo de unión que fusiona los dos mundos del poeta: el de la ficción (su poesía) y el de la vida (representa la entrada en su mundo de la armonía y la belleza). También la presencia de la mujer: “tu voz entre las hojas”, el poeta ve la voz, no la oye, porque el acto máximo no es el sonido, sino la contemplación, donde se cumple el rito amoroso y donde se manifiesta su amor por la vida (recordemos la importancia de la contemplación en otros poetas levantinos: Brines, Simón y Carnero, entre otros).
La voz de la mujer ha de estar en la Naturaleza, lo que nos lleva al mundo renacentista, poblada de pastores y pastoras idealizadas.
Hay, sin duda alguna, en el mundo poético del alicantino un clasicismo latente, una estética que le lleva a decir, en el magnífico final de este poema: “Es de oro la tarde, / Y quiero seguir vivo”.
Tarde llena de luz, de vida, espacio al que no se debe renunciar, mágico lugar donde se cumple el amor y sus costumbres.
El deseo, en la mayoría de los poemas, de reivindicar la memoria le lleva en el final del poema 46 a decir: “Que sólo llega de verdad la muerte / cuando el olvido llega” (vv. 7-8).
El final es extraordinario y centra el universo de este hombre emotivo que escribe con claridad y con refinado gusto sobre temas tan esenciales en nuestra vida como el amor, el tiempo, la memoria, etc, y que logra conmovernos a través de una obra sincera y hermosa que, como decía de la Peña, está a años luz de algunos que han sido encumbrados sin suficientes méritos para ello.

 LA MIRADA INTRAMUROS 

No quisiera terminar este acercamiento a la obra elegante, esmerada y llena de armonía de Antonio Porpetta, sin referirme a su último libro de poesía, La mirada intramuros, publicado por Huerga y Fierro en el año 2007 y que tiene como centro temático la casa del poeta, entendida como universo donde se han congregado voces, aromas, ecos del ayer y, desde luego, emociones inmensas de una vida bien vivida.
Los poemas refuerzan ese sentimiento de pertenencia a un lugar amado, como dice el primer poema del libro titulado “Esta casa”: “Esta casa soy yo, libérrimo y cautivo, / nostálgico de mar, sediento siempre / de versos y mañanas. / Renazco en su regazo, de sus venas me nutro, / y yo soy esta casa, en su luz y en su noche, / en los altos secretos que sus muros me dictan, / que la vida me otorgan, / que indemne me redimen, / y que indemne me salvan” (vv. 18-26).
Me gusta esta parte del poema, porque el poeta de Elda expresa muy bien que la casa y él son un mismo espacio, ambos, a fuerza de costumbre, se identifican. La casa es el lugar de las oposiciones (libérrima y cautivo, luz y noche), es también el espacio del crecimiento: “renazco en su regazo, de sus venas me nutro”.
Hay, en la casa, un lenguaje que está compuesto de confidencias, idioma que inspira y da poder, lengua que nace más allá de las palabras, en el tuétano del ser y en los muros de la casa.
Esa tremenda intimidad es el verdadero tema del libro. Rafael Carcelén García dice en el brillante prólogo al mismo lo siguiente: “Patria la casa, patria las palabras: una y la misma estancia. La palabra: lugar de encuentro y acogida, cobijo sereno, aposento” (p. 10).
No sólo la casa es el motivo de homenaje para Porpetta, también lo son los habitantes de la misma: los pájaros, la hiedra, la veleta. Todos han crecido en el entorno de la casa y son presencia viviente, incluso, cuando ya se han ido.
En el poema “Los pájaros”, dice el poeta: “¿Dónde estarán  los pájaros? / ¿Dónde la plata viva de sus voces? / ¿Dónde la geometría de sus vuelos / sobre esas tejas pardas / que me cubren, me ocultan, me refugian?” (vv. 1-5).
El poema nos recuerda a los gorriones de Bécquer (como dije respecto a un poema de Silva de extravagancias) y le hacían ver el amor cada día. Los pájaros se han ido y le han dejado solo, herido: “Esa dolida ausencia que me envuelve / no sé si es un presagio / o tan sólo una pausa, o quizás / una renunciación definitiva” (vv. 18-21).
El poeta se pregunta y, tras esa extraña inquietud que provoca sus ausencias, le pide que vuelvan, con ellas el día (el extraordinario momento del alba) tenía sentido, lo iluminaban todo y lo hacían con los mejores presentes: el futuro, la sonrisa, la esperanza.
Porpetta sufre y dice: “Necesito que vuelvan esos pájaros / que me anuncien la luz, / que me ofrezcan de nuevo / su amistoso clamor, / su  liviandad serena y fugitiva…” (vv. 22-26). Con ellos se ha marchado la verdadera vida, se han llevado a su paso, arrancado a jirones, el corazón del poeta.
Termina el poema identificando su vida con los misterios alados: “Mi vida en esos pájaros, creedlo” (v. 38).
Tanto como los pájaros que ya se han ido, el poeta ama la hiedra que crece en frente de la casa, símbolo del paso del tiempo (un tema esencial en su poesía, como vimos en Silva de extravagancias).
La hiedra, como la propia vida, va cambiando, se dinamiza a lo largo de las estaciones, se nutre de los días luminosos y se ensombrece en el otoño, como un ser humano preñado de melancolía: “Cambiará su verdor en el otoño / por un rojo granate estremecido, / y después, tras el frío, / se encontrará a sí misma renovada / y en poderoso impulso / habitará sus venas vegetales / para seguir su ascenso a las alturas” (vv. 14-20).
La hiedra compuesta de venas vegetales va creciendo al igual que el hombre que escala cada día su proceso vital, como un ser que se alimenta de las tonalidades del cielo, que respira el cambio de estación como si fuese oxígeno para crecer.
 Esa identificación del poeta con la hiedra llega a su cénit cuando dice: “Entre el rojo y el verde, / su vida entera pasa y permanece, / como un silente río vertical / sin mar donde morir, buscando el cielo” (vv. 21-24).
La referencia al mar es esencial en su poesía. Antonio Porpetta es un hombre de aroma marino, que lleva en sus venas el agua salada, que respira en las olas cada amanecer y se entrega ensimismado al espectáculo del mar, como si fuese, en su eterno proceso de rumores infinitos, el de su propia vida.
Si no hay un mar donde morir, porque la hiedra crece frente a su casa madrileña, sólo queda el cielo, espectáculo que la planta contempla cada día, embriagada en sus tonalidades azules, tan parejas a las del mar soñado.
Termina el poema, bello como pocos, con estos versos: “Esta hiedra al frente de la casa / es un perfecto símbolo. / O quizás, un ejemplo. / Un espejo, quizás” (vv. 25-28).
La hiedra es el espejo del hombre que la mira, un cristal donde la vida pasa, camina, irremisiblemente, hacia la muerte.
El tema del amor también está presente en el libro, como en el poema “Compañera de lunas”, donde el poeta alicantino nos recuerda, en su hondura, al Pablo Neruda de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada: “Despertar en tu sueño, y sentir que tus brazos / navegan lentos mares, descubren mundos nuevos. / Me refugio en tu aliento. Una lluvia cercana / no revela que afuera puede acechar el llanto” (vv. 1-4).
El asombro ante el ser amado es absoluto, no hay decepción o desaliento, sino afirmación rotunda del amor: “perfumas a tu paso la levedad del aire / haces de cada gesto un pequeño milagro” (vv. 7-8).
El tiempo no ha horadado el amor, sino que éste, con las estaciones del año, ha cambiado, para producir siempre asombro, como el que el poeta sentía ante la hiedra o ante los pájaros: “La clepsidra del tiempo deja caer los años / pero tú sigues firme, ajena a vendavales, / viendo en cada ventana un paisaje distinto / oyendo en cada rama un arcángel callado” (vv. 13-16).
Al final de tanta entrega, siempre prevalece el amor, una experiencia esencial en la vida, un néctar que perdura y regala siempre nuevas tonalidades, como el mar tan añorado  por Porpetta: “cada vez que te escucho en tu voz me renazco” (v. 20).
Hay otros poemas del libro que destacan por su armonía y por su temática, como el del paso del tiempo en “Saber que una mañana”, donde no se reivindica la nostalgia, sino la memoria, como si ésta nos eternizase y nos arraigase a los lugares vividos, pese a la ausencia de nuestro cuerpo en ellos: “Saber que una mañana no seremos, / pero saber también, estoy seguro, /que estaremos por siempre en esta casa” (vv. 17-19).
Y también la importancia del arte en los rincones de la casa, de las figuras emblemáticas que la habitan durante el día (Modigliani, Mozart, Neruda, Federico García Lorca, Góngora, Azorín, Miró, etc). Todos ellos son reflejos de un mundo hecho por y para el arte, pero también por la vida.
Siguiendo la senda de su admirado Gabriel Miró, el poeta alicantino ama la vida en su belleza inaprehensible, en esa forma de ser y de decir que tienen las cosas que nos rodean, que pueblan nuestro universo. Porpetta se convierte así en un artesano del lenguaje, porque éste nos lleva a la luz que ilumina el acto poético (tema esencial como veremos después en el poeta valenciano Miguel Veyrat).
Vuelve en el poema “El mar desde la ventana” al tema del mar, cuando evoca el tiempo de la infancia y la juventud: “Ante nuestra mirada se extendía / un profundo horizonte: / allí estaban los barcos, el festival de luces / de los grandes cruceros / a las urbanas farolas encendidas / de los pueblos serranos” (vv. 9-14).
Es, en este poema, un mar soñado, ya que se refiere en realidad al “valle que los montes lejanos perfilaban”. Por lo tanto, el poema reivindica la imaginación, la fantasía del creador, aquello que le lleva a ver lo que ya ha desaparecido.
Si el mar es “la verdad azul”, el valle es “la gran mentira verde”. Esta antítesis sirve para hacer más énfasis en su vinculación al mar de la niñez, en su apasionamiento por el Levante natal.
Y me gustaría terminar este repaso por un libro sorprendente por la elegancia y la precisión de sus versos, tan armónicos en su composición como si fuesen espejos de la Naturaleza venerada, con el poema “Hemos de hacer limpieza”, está dedicado a sus hijas Paloma y Marta. Se trata de un maravilloso homenaje a las hijas que han completado su vida con la ternura y el amor que le han dejado.
Todo puede ser olvidado, menos las sombras de ellas en las cosas, el eco de sus voces, lo que me recuerda a La casa encendida de Luis Rosales y, sobre todo, al poema “Desde el umbral de un sueño me llamaron” cuando el poeta contempla los muebles, el armario, los trajes, el lecho y ve la habitación resplandeciente pues los hijos habitan en ella.
Rosales ve, en el momento más deslumbrante de este poema, el pasado, su propia infancia que le habla como un espejo del tiempo y dice palabras tan hondas como: “Y era verdad, era verdad como una calle que nos lleva a la infancia, / como una calle que nos duerme y que después de nieve, puede volver aún…” (Luis Rosales, Poesía reunida (1935-1974), Seix Barral, 1982, p. 212).
Así ve Porpetta la casa, con toda su yerta soledad: “Las paredes ofrecen / una rara orfandad entre las llagas / que ahora se descubren, / pordioseras al sol, entre la hiedra” (vv. 6-9).
Repite en el poema el verso: “Hemos de hacer limpieza en esta casa”, mientras enumera “imposibles corbatas, / zapatos sin caminos, / camisas fantasmales…” (vv. 28-30). Los libros viven en sus nichos y “sufren un sueño lento y humillante, / negados al asombro de los párpados, / a la lenta caricia de los dedos, / al vuelo azul de largas aventuras” (vv. 37-40).
Todo debe desaparecer, ya no vale, porque, al fin y al cabo, son cosas que se pueden reemplazar, pero hay algo que queda, es el eco de sus hijas en la casa, la presencia que no muere, la que confirma el compromiso con ese ámbito que llena su vida y que da motivo al título del libro, ya que es una mirada para dentro, honda y afectiva: “Barramos todo de una vez, barramos / todo…/ pero salvemos os lo ruego, / ese par de memorias o de sombras / que en un rincón quedaron abrazadas, / ajenas a la muerte y al olvido” (vv. 57-62).
Es, en definitiva, esa memoria la que ha de permanecer, memoria afectiva, recuerdo verdadero que se queda en los muros de la casa para siempre.
Y quiero destacar sus Tres evocaciones, donde Antonio Porpetta se reencuentra, en sus sueños, con tres poetas grandes e imprescindibles para entender nuestra poesía, Quevedo en “El encuentro”, García Lorca en “Crónica de una mañana oscura” y José Hierro en “José Hierro lee un poema inédito a un grupo de amigos”.
Los tres son muy bellos, pero me llama la atención especialmente el que le dedica a José Hierro, gran poeta y persona de enorme humanidad que regaló a sus amigos y a todos los que le conocieron.
Es un poema que describe al poeta madrileño en su inmensidad, la voz del poeta es descrita así: “Y la voz del poeta, esa rara amalgama / de esquirlas y de pétalos” (vv. 39-40).
Las manos del poeta son “de piedra” y los ojos “dos ríos despeñados”. En José Hierro convive la alegría inmensa de su carácter afable y emotivo y la sensación de haber tenido una vida dura, a través de la erosión que la tragedia ha ido dejando en sus ojos acuosos.
El poema termina con unos versos que deslumbran por su autenticidad, lo que nos habla claramente de la honda verdad que lleva en su decir poético el poeta eldense: “Quedó lejos el mundo, el tiempo, detenido. / Dormitaban los campos: / ni la más leve brisa, ni un susurro de árboles, / ni un cántico lejano, ni un rebullir de pájaros. / Muy dentro de nosotros, para siempre / aquel caudal inmenso de poesía, / aquel caudal inmenso de emoción” (vv. 57-63).
Con estos versos llenos de lirismo y de belleza, el escritor alicantino completa un libro que destila emoción y sinceridad a través de un verso cristalino como el agua del mar que añora desde su más tierna infancia o del río cuyo nombre no recuerda (en el poema del mismo título dedicado a Gabriel Miró).
Los temas (el tiempo, el amor, el esplendor de la Naturaleza, la importancia del arte para enriquecer la vida) son clásicos y en Antonio Porpetta se hacen inolvidables, hondos como su sabio decir.
Todo rezuma luz, un ámbito que no tiene parangón y, en este último libro, la casa tiene vida, palpita, porque en ella hay jirones de la vida de este gran poeta alicantino.

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