ESCRITORES
VALENCIANOS EN EL EXILIO EN AMÉRICA
Por
Pedro G. Cueto
Para hacer
este repaso necesario a los escritores valencianos exiliados en América cuento
con un libro de indudable valor, me refiero al magnífico estudio Exiliados, publicado por la Generalitat
Valenciana en 1995 en la edición de Manuel García.
El prólogo ya es muy esclarecedor por la necesidad de descubrir quiénes fueron
los que iniciaron la senda del exilio desde tierras valencianas, ya que se
hacía necesario hacer un estudio acerca de este grupo, al igual que se ha hecho
de los escritores catalanes, gallegos o vascos.
Como dice
Manuel García en su acertado prólogo: “Las inquietudes valencianistas en el
exilio tienen como referencia los núcleos afincados en París (Angelí Castañer,
Juli Just, Emili González Nadal, Francesc Puig Esper, Josep Castañer, etc) y en
México (Alcalá Llorente, Felip Meliá, Carles Esplá, Joan Sapiña, Ernest Guasp,
etc)”.
Lo que está
claro es que no podemos hablar de un “corpus” de la obra valenciana en el
exilio, por ello, habría que señalar las diferentes aportaciones de cada uno de
ellos con su labor artística para entender así el contexto general de la
cultura valenciana en el exilio.
He elegido
varios autores que me parecen destacados representantes de esta cultura
valenciana en el exilio americano para cerrar este libro: Ramón Gaya en el
artículo titulado “Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya” por
Salvador Moreno, el artículo “Vida y obra de Juan Gil-Albert en México” por
César Simón, el artículo “Tomás Segovia. Una lírica fronteriza” por Santiago
Muñoz Bastide, el artículo “Los valencianos que conocí en México” por Manuel
Andújar, el artículo “Sorpresa y cautiverio de México” por Juan Gil-Albert.
CARTA
A MANUEL GARCÍA SOBRE EL PINTOR RAMÓN GAYA POR SALVADOR MORENO
La figura
de Ramón Gaya (aunque murciano, muy ligado a Valencia desde muy joven) parece
que está ligada solo a la pintura, pero fue también un estupendo articulista,
como nos cuenta el músico Salvador Moreno en este pequeño estudio.
Sí es cierto que la mayoría de los escritos de
Gaya tienen que ver con la pintura, su verdadera vocación, lo cierto es que el
pintor murciano escribió mucho en el exilio mexicano, pero no todo lo que podía
haber desarrollado, como nos cuenta en esta carta Salvador Moreno: “Y si no
realizó más exposiciones se debió, sin duda, a la incomodidad a que se vio
obligado por la actitud hostil de un grupo extremadamente nacionalista, que no
supo entender el juego literario con el que Gaya caracterizó, a manera de retrato,
a un grabador popular del que se conmemoraba aquel año de 1943 un aniversario
(semblanza publicada en el primer número de la revista El hijo pródigo), lo que
dio motivo para que un grupo de intelectuales mexicanos y españoles rindiera a
Gaya un homenaje, a manera de desagravio (firmaban la invitación don Álvaro de
Albornoz, José Bergamín y Enrique Climent) (p. 71).
Como ya he
comentado en las páginas del libro, no solo fue Gil-Albert quien fue invitado a
participar en la revista Taller que dirigía Paz, sino también Gaya, a la vez
fue colaborador de la revista Romance. Entre esos ensayos hay una interesante
crítica a la exposición “Pintura francesa contemporánea”, que en agosto de 1939
se presentó en México. Gaya era directo en sus opiniones, sin florituras, sin
aderezos o halagos, lo que sorprendió a diferentes críticos mexicanos.
Ramón Gaya |
Resulta muy
interesante la sinceridad que Gaya pone al calificar la obra de Mariano Orgaz,
arquitecto amigo suyo, que estaba realizando una exposición en la zona arqueológica
de Teotihuacan. El pintor murciano analiza con dureza la actitud pictórica de
Orgaz, reconoce la sensibilidad de Orgaz para expresar en el cuadro emoción,
pero no entra de lleno en la calidad, como si no hubiese perfección en la obra
del amigo, arquitecto y pintor.
Acerca de
los pintores que interesan a Gaya, hay uno que destaca, según lo que Salvador
Moreno cuenta en esta carta a Manuel García, me refiero a Antonio Rodríguez
Luna, el pintor murciano le dedicó un gran artículo a propósito de su primera
exposición en México. Gaya hace hincapié en el espíritu de modernidad que tiene
Luna, pero le advierte del peligro que esto representa, el pintor murciano ve
luz en la obra de Luna, pero considera que falta el clasicismo que le salvaría
de la repetición y la mediocridad.
Fue Gaya
también un lector de conferencias en el Ateneo de México, como nos cuenta
Salvador Moreno:
“En el Ateneo Español de México (el Ateneo de los
refugiados como decíamos) leyó varias conferencias, que atraían a un auditorio
seguro de escuchar conceptos tan inquietantes como originales” (p. 73).
“El
silencio del arte” fue una de las conferencias más aplaudidas de Gaya en
México, en ella, sitúa, a tres pintores por encima del resto: Goya, el Greco y
Velázquez. Si Goya es la pasión, el Greco es la sensualidad y Velázquez es la
inocencia, la grandeza misma. Resulta muy conocido por todos como consideró la
obra de Velázquez por encima de la mayoría de los otros pintores españoles y
europeos.
En México,
Gaya realizó dos exposiciones fundamentales, una el 19 de mayo de 1943 y la
otra el 10 de julio de 1950. La primera en una galería del arquitecto Esteban
Marco y la segunda en el Ateneo Español de México.
En estas
exposiciones podemos contemplar grandes paisajes, testimonio esencial de
su paso
por México y del amor que sintió por aquella tierra.
Paisajes de Cuernavaca, Veracruz, Acapulco y Pátzcuaro son ya parte de la
historia de la pintura española en México.
Como
conclusión a esta interesante carta, cito un recuerdo de Salvador Moreno de
esos años con Gaya, Gil-Albert y otros artistas españoles, se trata de las
reuniones en un lugar al que llamaron “Las chufas”:
“Resulta curioso para mí, pensando hoy en Valencia,
el recordar que el café en que nos reuníamos un grupo de amigos en torno de
Ramón Gaya, en la calle Bolívar, y que llamábamos “Las chufas”, llevara el
nombre de “Horchatería valenciana”. En él pasábamos muchas horas, años sin
duda, hasta que cada quien, llevado por sus circunstancias, tomara otros
destinos. Allí escuché conversaciones, discusiones, lecturas de originales y
fue para mí, y para otros jóvenes mexicanos, motivo de interés creciente, de
revelaciones. Hoy, pasados los años, puedo decirle, como testigo de excepción,
que la última palabra que allí se decía era siempre la de Ramón Gaya” (p. 75).
Esta carta
nos hace entender la importancia de Gaya como intelectual que brillaba en
conferencias, exposiciones, críticas en las revistas de México y en las
tertulias con amigos, su protagonismo fue indudable y ha quedado para la
historia de los años del exilio en tierras mexicanas.
VIDA
Y OBRA DE JUAN GIL-ALBERT EN MÉXICO POR CÉSAR SIMÓN
Juan Gil-Albert |
César Simón
cenó con Juan Gil-Albert esa noche y le preguntó por aquellos años, pero,
lamentablemente, Juan no recordaba nada, ya había empezado el deterioro
irreversible que le llevaría a una ausencia total de recuerdos en los últimos
años de su vida. César, apenado por el destino adverso de su querido Juan, tuvo
que buscar en su obra, profundizar en datos que estaban en sus libros, pero,
como en todo ensayo del escritor alcoyano, lleno de digresiones, con una gran
dificultad para sacar de ellos hechos concretos que le sirviesen para el
artículo encomendado.
El poeta
valenciano tuvo que ir a los libros de Juan, extraer de aquellos recuerdos todo
lo que tuviese que ver con los años mexicanos. Acerca de Las Ilusiones, Simón dice en el artículo que es un libro “dorado y
sombrío”, donde se puede ver la actitud última del poeta en el exilio que, como
ya comenté en este libro, tenía algo de ensimismado, como si navegase entre
sueños.
Cuenta datos
que ya he comentado antes, acerca de la colaboración de Juan en la revista Taller
o en otras revistas mexicanas,
como Romance, pero sí es interesante los datos que nos da el poeta valenciano
sobre su viaje por Sudamérica en 1942. Cuenta que la idea inicial era viajar a
Río de Janeiro, invitados por una amiga de Máximo José Khan, pero fueron antes
a Colombia, donde Gil-Albert escribe ya poemas de Las Ilusiones: “Los viajeros”,
“El mar”, “Las aguas”, “Las estrellas”, “La tormenta”, “La bonanza” y “El
recuerdo”.
Se
trasladan los dos amigos a Cali, a casa de los Zavadski, que habían sido embajadores
de Colombia en México. Luego a Lima en avión, de allí a La Paz, donde se
asombran cuando ven orinar a las bolivianas en la calle y, por fin, a Río.
Se
hospedaron en Copacabana, cerca de la casa de la amiga de Máximo José Khan,
Elisabeth Von der Schulemburg, allí permanece el poeta alcoyano seis meses,
recuerda Gil-Albert el viento y el oleaje de Copacabana.
Durante el
vuelo a Río, Juan compone “Las nubes”, dedicado a Luis Cernuda. En la famosa
ciudad brasileña vive Timoteo Pérez Rubio, el marido de la novelista Rosa
Chacel, con el que hace relaciones sociales.
El viaje a
Buenos Aires es el siguiente destino, lo emprende junto a Máximo José Khan,
Rosa Chacel y su hijo. Permanece un año en la capital bonaerense y publica allí
su famoso libro Las Ilusiones. Allí,
el poeta alcoyano va a colaborar en la revista Sur y en La Nación,
encuentra también a Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, Rafael Alberti, María
Teresa León, así como a la familia de Ricardo Baeza, naturalmente conoce a
Borges y a Victoria, Angélica y Silvia Ocampo.
Luego, la
vuelta a México, dos años más, antes del regreso a España, su necesidad de
volver al país mexicano viene por motivos sentimentales.
Resulta
interesante, para concluir, acerca de este apartado, la reflexión de César
Simón acerca de su necesidad de dejar atrás, pese a la importancia que ha
tenido en su vida, la cultura mexicana:
“Pero Juan necesitaba recobrar su condición
“europea”, o recomponerla, su calidad de “hombre prometeico”, para entendernos,
liberarse de la oriental disipación mexicana, y es cuando decide regresar a
España, o, al menos, ésta es la interpretación con la que él justifica su
regreso, con un símil de abolengo: él, a diferencia de Antonio, deberá vencer
la tentación de Cleopatra y acudir a la “llamada imperiosa de Octavio”. (p.
82).
Esto se
explica en el sentido de que hay algo extraño en el mundo mexicano que, siendo
fascinante para él, no logra atraparle, el poeta necesita el regreso a casa,
que, completando lo que dice César Simón, tuvo claras razones afectivas y
familiares, pero no podemos dejar de dar importancia al peso que lo europeo, su
cultura, tuvo para justificar su vuelta, como bien nos dice el poeta
valenciano.
La mirada
de César Simón a la obra de Gil-Albert no es solo una mirada admirativa,
sino también una
aproximación, desde lo
sentimental, a un hombre que
conoció la pérdida de sus valores y tuvo que recomponerlos a su vuelta a
España, además, Simón reconoce la deuda literaria que hay en su obra con la de
Juan, entremezclado por lazos afectivos que nunca se rompieron.
TOMAS
SEGOVIA. UNA LÍRICA FRONTERIZA POR SANTIAGO MUÑOZ BASTIDE
Tomás Segovia |
Si ha habido una obra que tiene como referente los
años mexicanos esa es la de Tomás Segovia, también el exilio está presente en
su mirada, porque desde muy joven el poeta tuvo que vivir la dura experiencia
del desterramiento.
Nacido en
Valencia en 1927 y llegado a México con trece años, el exilio marcó pronto su
vida. Si en la poesía de Moreno Villa, Luis Cernuda, Altolaguirre o Emilio
Prados sobrevuela siempre el deseo de volver a la tierra amada, con la poesía
de Tomás Segovia encontramos el deseo de vuelta del hombre en general, esa
ansiedad de volver a los orígenes, a los lugares queridos.
Como dice
muy bien Santiago Muñoz Bastide en este artículo del libro coordinado por
Manuel García, la poesía del exilio es el deseo de regreso del hombre, en su
universalidad, a su cuna: “Segovia ha hecho suya la reflexión del desterrado de
su patria para, a través de ella, extenderla al hombre, ser de intemperie (T.S.). La experiencia moral de esta poesía nos
enseña que el hombre es su propia herida” (p. 198).
Esa
herida, como la llama Muñoz Bastide, late en el Cuaderno del Nómada, un libro
magnífico donde Segovia logra cerrar el círculo de su poesía sobre el exilio,
que empezó con Anagnórisis. Si en este
último el paisaje es el de la ciudad que amanece, anegada por la niebla, donde
la vida queda desdibujada en un mundo fuera del tiempo, hasta que llegue la luz
que alumbre todo lo esencial, el mar, el agua, la niebla, en Cuaderno del
Nómada, comienza con la figura del hombre errante, aquel que había aparecido en
Anagnórisis y que aquí muestra la faz de la herida, aquella que le relaciona
con el dolor de la pérdida por el exilio impuesto, por la vida fuera de su
lugar amado.
Hay otro
cambio en estos dos libros, si Anagnórisis el yo nos habla, dialoga con
nosotros, en Cuadernos del Nómada, el yo ha desaparecido, envuelto en la niebla
de su disolución como ser humano, es todo y nada, la realidad del desterrado:
“Otra vez donde estuvo / El Nómada se sienta / Y
mira los caminos / Gravemente domados por sus tiendas”.
Hay que
leer con pasión lo que dice Segovia en el apartado titulado Bandera, que sirve para comprender esa
disolución del hombre exiliado, esa desintegración de su figura en la neblina
de una tierra que no es la suya, por mucho que intente adaptarse a ella:
BANDERA: Mi tienda fuera de los muros. Mi lengua
aprendida siempre en otro sitio. Mi bandera perpetuamente blanca. Mi nostalgia
blanca y caprichosa. Mi amor ingenuo y mi fidelidad irónica. Mis manos graves y
en ellas un incesante rumor de pensamientos.
Mi porvenir sin nombre. Mi memoria deslumbrada en el
amor incurable del olvido. Lastrada en el desierto de mi palabra. Y siempre
desnudo el rostro donde sopla el viento”
Para
Segovia, el Nómada es el hombre sin esencia, perdido en la vorágine del mundo
moderno, deshabitado de su yo, envuelto en la bruma de un mundo despiadado, así
dice en Cuadernos del Nómada:
“El Nómada se mira el corazón / y lo halla inmenso y
sin ninguna huella”.
Esa
ausencia de recuerdos es el objetivo de ese libro donde uno debe reconstruir su
tiempo, ahondar en una vida que no ha dejado nada y que debe dibujarse día a
día, hasta construir, desde la nada, una nueva biografía.
Para
concluir, cito lo que Muñoz Bastide dice
en el artículo, refiriéndose a el momento crucial en que descubre México, tras
siete años de vivir allí, con su luz y su misterio, porque los años anteriores
eran solo la huella de un país que apenas conoció en profundidad, su España:
“El mismo Segovia me refirió que a los veinte años
se dio cuenta de que México existía, que estaba ahí con sus gentes, su
historia, su literatura, pero que hasta esa edad, él, como el resto de sus compañeros,
habían vivido únicamente de escuchar la historia de España” (p. 198).
Ese
descubrimiento de México hace del poeta un hombre más apegado a la realidad,
pero que sigue envuelto en las brumas de un país al que no pudo conocer a fondo
y que fue construyendo a base de la memoria de los otros, más mayores, como
Juan Gil-Albert, con el que también le unió una gran amistad. La poesía de
Segovia nos acerca más al duro mundo del exiliado, un ser sin tiempo y sin
historia, que debe construir desde la nada el proceso vital para reconciliarse
con una vida que podía haber sido de otra manera si la Guerra Civil no hubiese
truncado tantos proyectos humanos.
LOS
VALENCIANOS QUE CONOCÍ EN MÉXICO POR MANUEL ANDÚJAR
Si hay un hombre que conoció profundamente la
importancia del abrazo, de la amistad entre los exiliados, ese ha sido, sin
duda alguna, Manuel Andújar, un escritor andaluz que pasó largos años en
México, hasta 1967, con incursiones cortas en otros países del territorio
americano.
Las
impresiones que nos deja en este libro son muy interesantes, como la que dedica
a Rafael Altamira, el ilustre historiador, lo visitó en un piso de reducidas
dimensiones, cuyos balcones daban a la plaza de George Washington, nos cuenta
cómo le recibió el historiador:
“Don Rafael me trató con una actitud discretamente
paternal, como si un añejo vínculo nos uniera, y lo que debió haber sido una
mera plática de tinte funcionarial resultó, gracias a su hospitalidad en un
para mí tonificador cambio de valoraciones. Extraordinaria su lucidez, aún
vigoroso el temple existencial” (p. 203).
También nos
relata su encuentro con Juan Gil-Albert, al que le unió una amistad de muchos
años, ya que Andújar colaboró en varios homenajes al escritor, porque siempre
lo consideró uno de los mejores de la tierra valenciana:
“En la Horchatería Valenciana- Bolívar, flanqueo de
Madero y 16 de septiembre- nos vimos Juan Gil-Albert y yo. Y a partir de tan
lejana fecha no hemos dejado de “divisarnos”. De ahí provino un trabajo
emérito, evocador de su Alcoy, con que honró a Las Españas, de sus aportes a lo
vivo, amén de largas parrafadas telefónicas, lo que requiere ocasión más
holgada. Ananda –mi esposa- y yo nos jactamos de la consideración que nos
dispensa y de la fe que hemos tenido, en época de bochornoso silencio
“nacional”, en que tamaña ceguera sería reparada y se situaría destacadamente
su grandeza” (p. 204).
La mención
a “grandeza” para Gil-Albert, me parece muy apropiada, porque, como ya he
contado en este libro, el escritor de Alcoy ha ido creando una obra sólida y
profunda donde muchos temas encuentran su verdadero cauce, de una hondura poco
común, en tiempos de tanta banalidad como los nuestros.
Merece
también, entre los muchos creadores que conoció Andújar en México, la amistad con
Enrique Climent, el pintor que hizo interesantes retratos de Gil-Albert y con
el que convivió una época:
“Comenzó en Distrito Federal mi cordial relación con
Enrique Climent, magistral pintor, mediante una visita en nuestro apartamento
de la calle de San Francisco (Colonia del Valle), que propició la generosa
voluntad de Mada Carreño, a la que debemos el más lúcido estudio caracterizador
–espiritual- de las creaciones de
Climent” (p. 207).
Sin duda
alguna, señala Andújar, la importancia que Climent tiene entre los artistas del
exilio español, uniendo su figura a la de otros tan afamados como Ramón Gaya,
Arturo Souto o Antonio Rodríguez Luna.
Cita otros
nombres como los de Ángel Gaos, Juan Estellés, Francisco Tortosa, pero merece
tener en cuenta la alusión que hace al maestro Llorens, verdadero biógrafo de
tantos hombres de nuestro exilio en tierras hispanoamericanas. Lo que dice de
él, refuerza la idea de una admiración que late dentro del gran poeta Manuel
Andújar:
“Las reuniones que con él mantuvimos resultaron
inolvidables, por su llana y vasta sabiduría, en razón de su amenidad. Gracias
a su invaluable colaboración y reguero de anécdotas indicativas y trazos de
semblanzas y descripción de públicos y acaeceres, para nosotros Don Vicente
será siempre guía y presencia” (p. 209).
Sin duda
alguna, Andújar es un hombre agradecido, que menciona a muchos de los exiliados
en México porque le han dejado huella, porque le han hecho más fácil el camino
del exilio, han cimentado lo que, en palabras de Tomás Segovia, sería la
invisibilidad del hombre del exilio que, gracias a los amigos, ha podido
construir, desde el destierro, una nueva y necesaria vida.
SORPRESA
Y CAUTIVERIO DE MÉXICO POR JUAN GIL-ALBERT
Juan Gil-Albert escribe sobre México, sobre sus impresiones,
las cuales recoge Manuel García en Exiliados. La emigración cultural
valenciana. Las palabras del escritor alcoyano sobre el país están tamizadas
por el gusto de un hombre que hizo de la estética su forma de vida, donde la
prosa esmerada encontró su feliz combinación con una ética que poco a poco se
consolidó a su vuelta a España.
La
transformación que sufre al llegar a México es fruto de un ensimismamiento, un
espejismo que va dejando la ciudad a su paso, como si en cada rincón el
espíritu de lo misterioso anidase en su mirada:
“México me cautivó de un modo raro y como
enigmático, tal vez misterioso” (p. 212).
Para decir
más tarde, lo que yo considero que es una declaración de amor al país, con sus
luces y sombras:
“Y después me he dicho: si México me atrajo me
transmutó desde el momento mismo en que puse mi pie mediterráneo, es decir,
heleno y moro, dada mi procedencia alicantina, en su costa enigmática que
continúa siendo suya a pesar de nuestra lejana trapisonda de la Conquista, fue
por el solo hecho, sellado sí, imborrable, de haber tenido, y a qué alturas
inasequibles, sus dioses propios, con su perpetua luz y su perpetua oscuridad”
(p. 212)
Habla de
Mariano Orgaz, su iniciador en el misterio de la tierra mexicana, desde la
conversación que ambos tuvieron en el Sinai, el barco que les llevo hasta
Veracruz, donde Orgaz le confesó que México, que ya conocía, era un país que
dejaba una honda huella en todo aquel que se adentraba en sus calles. Para
Orgaz, los mexicanos, esquivos y taciturnos, llevaban el alma de un pueblo
hondo y verdadero, cuya pureza residía en el corazón y en la nobleza de los
sentimientos, muchas veces impregnados por la sombra de la muerte.
Para el
escritor de Alcoy, México era la luz edénica, la vegetación lujuriante, las
gentes que se contonean y hablan en castellano antiguo, de construcción
cervantesca. También México es el país en que vive lo ancestral, como Orgaz le
contó, al hacer juntos un viaje en Teotihuacán, en el centro neurálgico de las
pirámides. Las descripciones del pintor a Gil-Albert sobre el carácter
ancestral de la cultura, lo que llevó a que el poeta alcoyano hablase de
Oriente occidental, como nos dice en las siguientes líneas:
“Con frecuencia, se me preguntó a mi regreso, qué
país de los americanos era mi preferido y, cuando se oía que México, era de
rigor que se atribuyera el motivo de mis preferencias al fuerte impacto
español. No estaban en lo cierto. Lo que me cautivó era la precedente, lo que
podríamos llamar nativo, encontrarme con un Oriente occidental que, como si
dijéramos, había dado la vuelta” (p. 214).
Termina
el artículo dedicado a México con un poema dedicado a los albañiles, aquellos
que viven en celdas, que construyen su vida en un espacio mínimo, pero que
llevan la nobleza del corazón en la mirada. Como dice el poeta, esos obreros
fueron los que contempló en su exilio mexicano y que dejaron honda huella en su
retina:
“Está extraído de su misma humanidad, ya que estos
obreros artesanos a los que nombro, son los de aquí, los mexicanos que yo vi
tantas veces, por mi barriada, en sus faenas colgantes y, no hay que olvidarlo,
como en lugar alguno, vestidos de blanco” (p. 216).
Bello
recuerdo, esos hombres hermosos que llevaban cada día su labor en silencio, tan
misteriosos como el Tobeyo, ese ser que culminó su deseo de vivir una pasión
verdadera, en un lugar lleno de espejismos e inolvidable para sus ojos cansados
y aún enamorados. Cito solo, para concluir, unos versos de este poema, como
legado al recuerdo de Gil-Albert, a su querido mundo mexicano:
“En sus quehaceres / hay algo celestial, como
enviados / de alguien que vela; penden suspendidos, / se deslizan por leves
travesaños / de hebras de sol, dejando preparadas / al intruso las pálidas
celdillas /con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube”.
Bello final
para este homenaje mexicano, a esos seres que viven pisando la tierra sin que
apenas se perciba la huella de sus pasos, esos hombres que fascinaron, con su
modestia y su humildad, al poeta alicantino, enamorado para siempre de México y
de sus luces y sombras.
Muy
interesante, como colofón a este artículo sobre este libro apasionante sobre
los exiliados valencianos en México, es el apartado que dedica la historiadora
Dolores Pla Bruga sobre los “niños de Morelia”.
Se trata de
un interesante capítulo donde nos cuenta su historia. En plena Guerra Civil
española, aparecieron en los periódicos de la España republicana unos anuncios
en los que se invitaba a los padres de familia a inscribir a sus hijos en una
expedición que se dirigía a México. Los requerimientos eran mínimos: la
anuencia de los padres, un certificado de salud y que el niño no fuera mayor de
15 años. Los niños valencianos fueron solo el 10% del grupo, ya que el resto
eran de otras provincias.
Una noche
de fines de mayo de 1937, nos cuenta la historiadora, se reunieron en la
estación de Francia de Barcelona los niños que habían sido concentrados en
Valencia con los que habían salido de la Ciudad Condal. Al llegar a México,
fueron recibidos con gran afecto por los mexicanos.
Los niños
españoles fueron alojados en Morelia en dos grandes caserones que habían sido
propiedad del clero, anexos a sendas iglesias. La Secretaría de Educación
Pública fue la encargada de acondicionar los edificios y destinó recursos
suficientes para hacer del internado Escuela Industrial España-México, tal vez
el mejor del país en ese momento.
No fue todo
lo eficaz que hubiese deseado este acercamiento de los niños españoles en
Morelia, cito las palabras de Dolores Pla Bruga sobre el desgajamiento de sus
raíces:
“En términos generales, la estancia en Morelia
significó para el grupo de niños españoles una pérdida de su identidad étnica.
Las autoridades del plantel no pusieron mucho interés en que la conservaran y
los niños no tenían muchas posibilidades de mantenerla. Por otra parte, en
Morelia, la colonia española, con la que hubieran podido relacionarse y que les
hubiera permitido tener alguna referencia, no era muy numerosa” (p. 258).
Como nos
cuenta la historiadora, el experimento de Morelia, terminó cuando, tras acabar
la Guerra Civil española, la antigua colonia española, a través de sus
representantes, se dirigió al gobierno mexicano solicitándole que le permitiera
reemigrar a los niños. Pese a que el gobierno mexicano no aceptó la propuesta,
los niños fueron volviendo a su país, ya que muchos de ellos querían regresar
con sus familias.
Como muy
bien dijo Vicente Llorens, el exilio dejó una huella imborrable, pero, poco a
poco, muchos se adaptaron a la situación de su país.
Puede
servir de conclusión a este artículo las palabras de Llorens sobre el
desterrado, palabras que nos llegan al corazón, nos dejan la herida que
debieron sufrir esos hombres alejados de su país, desarraigados de los verdaderos
valores que tanto les costó crear:
“El desterrado se incorpora a la vida de su país
inoportunamente, a destiempo, sin que pueda establecer una verdadera
convivencia con quienes lo consideran un advenedizo. Amarga impresión: el
hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba por sentirse
desterrado otra vez y en su propia tierra” (p. 232).
Palabras
proféticas para muchos, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, cuya vuelta fue la
del hombre que ya no espera nada de los hombres, con una obra fecunda y
profunda, que fue germinando en silencio, con la minuciosidad del amanuense,
convirtiendo su vida en un acto de creación continua.
Son
palabras cuyo eco sigue presente en mi memoria, alimento que no he de olvidar,
las de un hombre que amó la vida como pocos. El exilio, de él y de otros
muchos, sigue siendo una sombra en el camino, donde todavía podemos mirarnos
como en un espejo y dejar en ellos, en sus rostros cansados por el paso del
tiempo y por la hondura de tanto sufrimiento, nuestro rostro herido por la
vida.
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