John Banville: La estética de un escritor contemporáneo
Por Pedro García Cueto
John Banville |
John Banville ganó el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras por su obra, un premio que reconoce a un escritor de
estilo meticuloso, de prosa deslumbrante y de mirada honda, uno de los mejores
de nuestra narrativa contemporánea.
Banville ha triunfado con sus novelas de misterio, con el seudónimo de
Benjamin Black, en la línea de su añorado Raymond Chandler, donde las
descripciones brillan con singular fuerza, para el escritor irlandés la
literatura es un espejo de la belleza, solo así se produce el milagro
literario, el deslumbramiento del lector ante las palabras luminosas de un
inspirado escritor.
Si en la novela negra, asistimos a un juego
de luces y sombras, donde lo importante es el muerto, como él mismo ha
confesado, donde el protagonismo del asesinado late en toda la novela, nos va
dejando retazos de su presencia, lo sentimos en la piel, en sus novelas más
literarias, si puede utilizarse esa expresión, Banville araña la condición
humana, crea a través de unos personajes la trama interior que siempre late
arañada de dolor, como ocurrió en uno de sus grandes libros, El mar, donde
vemos y sentimos a los personajes, la evocación del ayer, frente al mar, como
un eco sonoro que vuelve siempre, una experiencia mágica que produce la lectura
afortunada, cincelada casi de Banville, todo un universo del lenguaje y de la
imaginación.
En El
mar asistimos al mejor Banville, la novela ganó el Premio Man Booker en el
2008, es una meditación honda sobre la pérdida, acerca de la memoria y su
punzante eco, a través de un personaje, Max Morden, el cual se retira a un
pueblo costero en el que veraneó de niño con sus padres, es la huida de un
hombre que ha perdido a su mujer, tras una larga y penosa enfermedad, pero
también es el reencuentro con el ayer, con lo que ha marcado su vida, donde la
infancia se vuelve un paraíso, que podemos reconstruir desde el presente,
modelando sus aristas, envolviendo su luz en un espacio nuevo, que nace de la
experiencia y de la vida ya dejada atrás.
El mar
es una novela que nos atrapa, sus páginas son como un cúmulo de arena que se
adentra en nuestra piel, nos viste, se adhiere a nosotros para que sintamos su
árido tacto, envuelto junto a la sal del mar, la novela nos acompaña, en su
lectura, nos deja el rastro del verano, del sol y los atardeceres, de la mirada
amorosa del niño que soñó con una mujer imposible, pero también del niño que
amó y sufrió en silencio su impotencia ante un amor imposible. Entre el
presente y el pasado, la novela nos transforma, nos hace ver lo vulnerables que
somos, lo débil que es nuestro existir, un vano y presuntuoso esfuerzo para
dotar de trascendencia a todo aquello que carece de ella.
Max recuerda a la señora Grace, nos la
describe con poderoso influjo y la vemos, la sentimos, captamos su olor, su
tacto, toda ella, gracias a la prosa de Banville:
“La señora Grace
apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño
negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él
una especie de falda cruzada hecha de
una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se abría a
cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas,
aunque torneadas” (p. 31).
Pero el recuerdo y la evocación no es solo
una descripción física, sino un universo interior que la prosa del escritor
irlandés va trenzando, como una madeja, un hilo fino que nos enreda
irremisiblemente:
“La señora Grace está sin aliento, y se hincha
la tersa ladera de su pecho, color de arena. Levanta una mano para apartarse un
pelo que se ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta
sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en
noches venideras” (p. 35).
No solo el recuerdo de la señora Grace y de
su hija Chloe crean en la novela un universo apasionante, sino también el
presente, la mujer que va muriendo, la esposa de Max, condenada por una
terrible enfermedad de nuestro tiempo, donde sentimos cómo somos cuerpo, cómo
toda nuestra vanidad es nada, cómo la vida comprende solo un espacio de lodo y
dolor:
“Era algo que no
debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos de
ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas le pasan a la
buena gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí” (p.
24).
El mar es el fondo del dolor, el lugar de
reencuentro, el espacio de la eternidad, donde nos contemplamos, para hacernos
preguntas sin respuestas, donde nos vemos, para sufrir, con la quietud de un
tiempo que pasa sin que apenas nos demos cuenta, llevando el dolor a cuestas,
el cáncer que crece dentro, como un mal imparable, al ritmo de las olas, de las
aguas que nadie ni nada pueden contener.
Ver fotografías a través del dolor, eso hace
Anna, sabiendo que los rostros amados ya son historia, que jamás verá las fotos
que vendrán después, la muerte como un vendaval se llevará su cuerpo, quedará
solo el eco de una foto, el sonido callado de una palabra que apenas podemos
pronunciar:
“Anna esparció las
fotografías a su alrededor, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados, eso
ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el
armazón del cráneo”.
Las fotos que ve denotan el horror, la
enfermedad latente, una mujer sin pecho, un bebé hidrocéfalo, la ira de Dios,
la que cuestiona Banville como si fuésemos marionetas manejadas por un ser
insensible y cruel, que llena el pecho de los curas, pero que maltrata a los
seres humanos, los lleva a la cosificación más cruel.
Novela dura, desgarradora, que nos deja una
honda impresión, si el eco del mar nos salva de la crueldad humana en el
pasado, en el presente, esta se manifiesta, nos hiere hasta el tuétano, tan
inmenso es el desacuerdo entre nuestro sentir y el que nos ofrece un mundo que
se acaba, de injusta manera.
Queda el mar, el sol, la Naturaleza en su
esplendor, la que vive Max, sabiendo que un día también serán epitafio, su
propia tumba, el lugar que presenciará su muerte, recordando los versos
terribles de Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.
Acabo con esa presencia, con ese aroma que
fundamenta una novela dura, sin concesiones, pero luminosa, porque lucha en
cada página contra la muerte, con el afán de permanecer, a través de la belleza
del mundo:
“Era un ocaso igual
a éste, la tarde de domingo cuando llegué para quedarme, después de que Anna se
hubiera ido para siempre. Aunque era otoño y no verano, los rayos de sol, de un
dorado oscuro, y las sombras negrísimas, largas y finas, con la forma de
cipreses caídos, eran los mismos , y reinaba la misma sensación de que todo
estaba cubierto de gemas y con el mismo azul ultramarino del piélago. Me sentí
inexplicablemente ligero; era como si la tarde, empapada y goteando con su
falaz patetismo, me hubiera quitado temporalmente el peso del dolor” (p. 126).
Sin duda alguna, Banville sabe que mirando
el mar nos volvemos leves, nos hacemos insignificantes, todo lo importante de
nuestra vida se queda en nada, somos ligeros, porque allí empieza y acaba todo,
en el vaivén de las olas, en ese transcurrir del día hacia el ocaso, donde la
vida pierde su trascendencia y solo existir, sin nada más en nuestro interior,
es lo importante.
ANTIGUA LUZ: UN LIBRO LUMINOSO EN LA PROSA DE BANVILLE
Alexander Clave es un viejo actor de teatro
que recuerda su viejo amor, encuentra en una joven el eco del pasado, su vuelo
interminable.
Es una novela que retoma la importancia del
ayer, la sensualidad, más acentuada que en El mar, de una época que fue luz y
ahora es sombra, el peso liviano de toda trascendencia, en la línea de sus
anteriores novelas.
Lo más destacable es el esfuerzo de Banville
por hacernos ver el mundo interior del protagonista, su vanidad, sus deseos, el
fracaso de su universo, donde el teatro es el escenario de una historia que
siempre ofrece flecos, nuevas sombras, luces de neón que llevan los telones
rasgados, los de la pérdida de la felicidad.
Antigua
luz crece como un cáncer en nuestra retina, es la historia de una dolorosa
ausencia, un latido que se deshace, un tiempo que se desvanece, unas luces que
se apagan antes de finalizar la función.
El esteticismo de Banville, su maestría para
crear universos, está presente, como final de mi estudio, de una interesante y
brillante novela que deja páginas inolvidables, cerca de la perfección que aquí
se escapa, pero que casi toca la misma:
“Era junio, pleno
verano, época de tardes interminables y noches blancas. ¿Quién puede imaginar
lo que sentía un muchacho al ser amado en esa época del año? Lo que yo era
demasiado joven para reconocer, comprender, era incluso cuando el año está en
su mejor momento ya siente el impulso de su declive” (p. 135).
En estas líneas está la clave de la novela,
todo impulso muere, cuando está en alza, porque, nos dice Banville, la vida es
un declive continuo, una evocación del ayer, un recuerdo del pasado siempre,
vivimos el presente muriendo, haciéndolo pasado, queriendo preservar su
belleza, como el enamoramiento de este hombre de teatro de una joven que es
espejo de su antiguo amor, queremos recomponer las piezas, como en las
fotografías que veía Anna, la mujer de Max, en El mar, fotografías horrendas que nos alivien, pensando que estamos
vivos y que, al final, lo único que importa es estar, sin más pretensiones,
mirando al mar y sentirnos ligeros.
BANVILLE: LA BÚSQUEDA DE LA BELLEZA EN LA PÁGINA EN BLANCO
Banville logra el premio Príncipe de
Asturias, por una prosa cuidada y esmerada, que busca permanecer, vencer al
paso del tiempo, hacer de la página en blanco, belleza, todo un alarde que
merece nuestra admiración, un gran escritor de nuestro tiempo, sin duda alguna.
UNA GRAN INFLUENCIA PARA BANVILLE: EL ESTETICISMO DE MALCOLM LOWRY EN BAJO EL VOLCÁN
Novela especialmente compleja, hermosa,
desde que vemos al doctor Vigil y Mister Laurelle hablar después de un partido
de tenis, mientras rememoran la vida de Geoffrey Firmin, el cónsul, el hombre
que amó a Ivonne, que recorrió las cantinas de la ciudad borracho, mirando el
cielo, rojizo y resplandeciente, mientras todo México era una hoguera. Novela
de difícil clasificación, escrita por un hombre, Malcolm Lowry que también
estuvo en México, donde se emborrachó hasta la saciedad, que vivió ese culto a
la muerte de la ciudad, esos desfiles macabros de la ciudad, ese continuo
fulgor del volcán, testigo inolvidable de las historia de amor y de desamor de
Geoffrey e Ivonne.
Lo que pocos saben, al menos hasta hace
poco, la noticia la sacó El País en
sus páginas de Cultura, que Guillermo Cabrera Infante, el gran escritor, iba a
hacer el guión de la novela, pero todo se truncó, hay una versión
cinematográfica de John Huston con el excelente Albert Finney y Jacqueline
Bisset, bella siempre, como el cónsul e Ivonne, pero la versión adolece de
bastantes defectos y poco tiene que ver con la densidad emocional de la novela.
Novela que rompe todos los esquemas, donde
vemos cómo el diálogo sordo de dos seres que ya se desconocen, cuando Ivonne
vuelve a Tomalin, para intentar reiniciar una relación rota por el alcohol y
las alucinaciones. Vemos y sentimos en cada poro de la piel esos momentos de
intimidad, mientras recorren los parajes maravillosos que han sido parte de sus
vidas, sabiendo que se ha fragmentado ya su historia, como ocurrió en El cielo protector de Paul Bowles en el
escenario tórrido de Marruecos.
Viaje iniciático al infierno es, sin duda,
la novela, hermosas imágenes de caballos corriendo por la playa, pero también
de cantinas sucias donde huele a sudor y semen, donde los hombres pasean su
ebriedad, sin vergüenza alguna, viaje de Dante, en este caso el cónsul, al
infierno, pasando por un purgatorio, que nos ofrece soledad y tristeza, una belleza
que posee esa bella mujer, morena, de bella estampa, dulce como un sueño, la
Beatriz de Portinari de Dante.
Lowry logra la mejor novela, desde el
esfuerzo que supuso obras como Ultramarina
donde cuenta su experiencia, dura desde luego, como marinero en un barco,
también Oscuro como la tumba donde yace
mi amigo, otro relato desesperado de dolor y tristeza, Lowry es un
visionario, un alucinado, un hombre que, al escribir, conjura a los demonios,
para sacar lo mejor y lo peor del ser humano, en una radiografía desesperada de
las debilidades humanas, las suyas propias con el alcohol, con un lenguaje
bello e hipnótico que nos atrapa y nos hace seguir leyendo.
Malcolm Lowry |
Puedo decir sin rubor que la he leído
muchas veces y siempre encuentro nuevas sensaciones, que sus personajes se han
convertido en míos, en seres conocidos y torturados, en seres que quieren ser
mejores en un mundo que no puede ser peor, la Naturaleza siempre les salva,
pero es testigo de la autodestrucción del cónsul, de su gran soledad. Confieso
que es Bajo el volcán una de las
novelas que me sigue doliendo dentro, pero que me salva de los fantasmas de la
realidad, para adentrarme en los de la literatura, tanto como me emocionó el Cuarteto de Alejandría de Durrel, con
personajes que pasean aún en mi memoria.
No hay duda que el autor de Tres tristes tigres o el gran director
americano John Huston, encontraron en la novela muchas lecturas, muchas
imágenes, muchos espejos donde mirarse, por ello, buscaron la ímproba tarea de
hacerla visible en el mundo del celuloide o en un guión inacabado, difícil
trasladar el mundo de Lowry, un escritor que murió joven, alcoholizado, pero
que le dio tiempo a escribir una obra maestra, este monumento al amor y al
desamor en un paisaje de volcanes, una novela necesaria en tiempos tan banales
como estos, donde muchos, ya robotizados, persiguen pokemons por las calles,
época mediocre que necesita volver a la reflexión y a la gran literatura.
BANVILLE Y LOWRY: DOS GRANDES DE LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA
Estoy seguro que Banville mira a Lowry, a
la belleza de sus imágenes, al portentoso mundo que refleja en una de sus más
grandes novelas, Bajo el volcán, todo
un testimonio de una obra maestra indiscutible, que necesita múltiples lecturas
para entenderla en toda su dimensión, Banville es hoy un buen discípulo de
Lowry por el cuidado de su lenguaje y por la belleza de su obra.
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