LA MUJER QUE SE PINTÓ LA CARA DE DUELO DE
ALEJANDRO ALZATE
Por Sylvia
Miranda
Escritora y ensayista peruana
Texto de presentación del libro en el Centro de Arte Moderno de Madrid:
Portada |
Además del
interesante prólogo de Karla Marrufo y
la esclarecedora nota del autor que centran la lectura, La mujer que se pintó la cara de
duelo se abre con la imagen fotográfica de un paisaje, una alameda
cuyos árboles invernales circunscriben un camino largo hacia la luz de lo que
imaginamos la caída de una tarde frente al mar. Esta imagen nos pone en
antecedentes sobre el tono general con que empieza la obra. La acompaña un primer
texto poético “Balada para un atardecer anónimo”, donde el poeta se sustancia
con esta visión crepuscular desde su ser más íntimo, su “corazón sangre gris”, incorporándose
a ese escenario de “sombras extrañas”, oscuridades marinas, “letanías
distantes”; de esta forma amplía y detalla la imagen que le antecede. Esta
sensación onda, desolada, inunda buena parte del libro. En este sentido,
Marrufo propone una lectura desde lo que llama el “tiempo muerto”, es decir,
desde la pérdida de un deseo truncado.
Al
adentrarme en la lectura tenía la sensación ambivalente de frustración y
esperanza, como si fueran las dos caras de una moneda de este discurso que se
desarrolla como una constelación de instantes. La esperanza no está, sin
embargo, en la posibilidad de vencer lo que hace oscura la vida y el mundo,
sino en la propia voz del poeta, en su carácter joven y primero, así como en su
tenaz oposición a condescender en silencio con ese entorno de oscuridad. Su
palabra, la que transporta su voz, es lo que abre una rendija de luz en esa
densa pared del mundo.
En este
primer texto, queda expresado en la persecución de esa: “alargada sombra de tus
pasos; preclaro evangelio de éxtasis bendito” en el que mezcla la predicación
romántica y barroca con la expresión bíblica. Esta prosa, junto a la fotografía
que abre el libro, nos va dando pautas sobre las estructuras estéticas y significativas
de la obra, que va de lo crepuscular a lo solar, y de la opción de vivir el
mundo como “cárcel o paraíso”, del que nos habla el propio autor en su nota
introductoria.
Quiero
referirme también a la imagen del pájaro que surca el crepúsculo de esta
primera prosa y que aparecerá en el siguiente texto: “Transmigración”, bajo las
formas del alcaraván y el sinsonte, dos aves de las tierras cálidas. El primero
conocido como gran cazador nocturno y el segundo apreciado por su maravilloso
canto. El simbolismo del ave contiene una gran fuerza, su vuelo lo presenta
como un intermediario entre el cielo y la tierra, entre los dioses y los
hombres, simboliza asimismo los estados espirituales. Así transmigrar significa
pasar de un país a otro, pero también el paso del alma de un cuerpo a otro para
las creencias védicas. En este texto nocturno, el alcaraván será capaz de superar
el canto de los ángeles al mismo tiempo que hace replicar las campanas, en ese
su tránsito comunicativo entre lo celeste y lo terrestre, pero también superará
al afamado sinsonte y a la voz del propio poeta, para terminar transformándose
progresivamente en barro sagrado y en luz de luciérnaga estallada en estrella,
parafraseando el texto. De nuevo encontramos el trazo de ese camino desde la
oscuridad a la luz como eje del poema, sustentado en los temas bíblicos de los
coros celestiales y del barro sagrado.
La metáfora
es uno de los recursos, junto con la anáfora, que más le sirven al poeta para
expresar ese proceso de transformaciones, en algunos casos positivo, hacia la
luz, en otros simplemente como forma de mostrar, a través de sus imágenes, las
ficciones, los espejismos, las dualidades, la complejidad de una existencia que
se debate entre la pérdida de la infancia en un paisaje que podría haber sido
la prefiguración del paraíso y la violenta realidad, o entre el olvido y el persistente
recuerdo de los primeros amores. La
mujer que se pintó la cara de duelo, se configura desde este punto de
vista como un libro de iniciación, que trasunta toda la frescura y la emoción de
lo inédito, con esa prístina sinceridad que me trae al recuerdo un verso del
querido poeta Wáshington Delgado, “Yo soy la juventud la fuerza del corazón…”.
Alejandro Alzate |
A través de
la creación de estos procesos inventivos de comprensión y construcción del
mundo, bajo una forma sintética o como el mismo autor indica “tomando como base
la brevedad de los hipertextos digitales”, que es una estructura que se alía
inconscientemente al antiguo tópico de la fugacidad del tiempo, Alejandro
Alzate logra hacer de un objeto tan cotidiano como las sábanas, todo un símbolo
de transformación que le permite llegar a sintetizar tres realidades
aparentemente distantes o separadas y sin embargo concomitantes: los
sufrimientos de la historia humana, el enfrentamiento erótico y la violencia
social y política. Así en “Las
batallas”, aquellas sábanas que han acogido los sudores y ahora se han
transformado en extensas montañas, en paisaje, nos llevan de forma muy subliminal
a la imagen del santo sudario, y con él a todo el pasado, a todo lo muerto con
dolor en la historia de la humanidad y que el poeta visualiza, concretiza, en
la figura de la montaña, petrificada delante de nosotros y aparentemente
indescifrable, testigo mudo de las batallas del pasado. Las sábanas hacen
también alusión al lecho de los amantes, al amor erótico concebido muchas veces
como una batalla, una representación para alcanzar un “efímero trofeo”. La
última batalla, aunque más concreta, no está exenta de metáforas, es la
violencia de la guerra, donde las sábanas son “atavío imperial” del vencedor y
a la vez pañuelos de los vencidos.
“La mujer que se pintó la cara de duelo” prosa
que da título al libro, lleva una dedicatoria que dice: “A las mujeres víctimas
del conflicto armado que lo perdieron todo.” Esta dedicatoria nos predispone
significativamente frente al texto. El poeta hace referencia directa al
conflicto armando, al que denominará en el texto: “nuestra violencia sin
trazas”. Las mujeres de su tierra son
para él el símbolo del dolor de esta violencia, ve configurarse en sus ojos,
que son su alma, la herida abierta y la desolación que les pinta el rostro con
el recuerdo de sus muertos, pero también la sabiduría congénita de los que
conocen el tiempo antiguo, de los que descifran el pasado y el porvenir. El
libro gira alrededor de este poema, los otros textos poéticos aparecen como una
consecuencia de este sentimiento central de dolor que lo contamina todo. En “Patria
mía”, por ejemplo, hay un deseo de cantar a la naturaleza prodigiosa del país, sin
embargo, la tensión, el miedo son parte del paisaje; en “Súplica”, pide al
Tiempo ver la vejez de sus ancestros, pero también poder extender por una
noche, como si fuera una eternidad, ese espacio de luz y de belleza profundas,
simbolizadas en la estrella y el mar, le pide, en definitiva, no traicionar la
poesía, en un poema de gran aliento borgeano.
Hacia el
final del libro hay una serie de prosas que tratan sobre el amor y sus
apariencias, sobre el olvido y la permanencia. En tono muchas veces lúdico como
en “Yo quiero” y otras más irónico como en “Voy a pedirte” o “Me preguntaste”,
expresa la complejidad de los primeros amores, su profunda impronta y su
fugacidad.
El poema
que cierra el libro, “Mar de cristal”, es un canto de fe a la magia de lo poético,
a la anáfora y a la metáfora, que maneja con maravillosa destreza, donde el Mar
de cristal es también la imagen del cielo, volviendo a unir así, como en otras
partes, lo terrestre y lo celeste. La mujer que se pintó la cara de duelo tiene
la suerte de ser vista por un joven poeta que es capaz de declarar sin empacho
y en la plenitud de sus días, que “el ronco cantar de los fusiles cae rendido ante
la jugosa ruta del durazno” y que sabe que la luciérnaga nocturna estalla para
convertirse definitivamente en estrella.
Madrid,
diciembre 2017.
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