viernes, 1 de abril de 2022

Homenaje a Mario Muchnik

 


EN HOMENAJE A MARIO MUCHNIK

 

POR PEDRO GARCÍA CUETO

Escritor español

 

El editor Mario Muchnik, nacido en Buenos Aires en 1931 y fallecido el pasado 27 de marzo a los noventa años, escribió su quinto libro de memorias, con el título Ajuste de cuentos, publicado por la editorial El Aleph, a finales del 2013, lo que nos lleva a pensar que pretende hacer un juego de palabras, su afición por la literatura, desde niño, pero también su deseo de rendir cuentas, de sacar a la luz todo lo que lleva en su interior.

El libro es un reflejo del gusto del editor por las ciudades, por el viaje, esa capacidad de ensoñación que tiene el que ve el mundo con los ojos de la ficción, esa revelación que supone el despertar en diferentes ciudades, Roma, París, entre otras muchas, como si latiese en el mismo un deseo de ser otro, de vivir muchas vidas, a través de los ojos escrutadores del escritor y del editor.

Pero el libro es también un canto de amor por el cine, tanto es así que nos cuenta que su deseo de vivir en Roma vino de la visión de la película de William Wyler, Vacaciones en Roma, o como le influyó la película de Louis Malle, Los amantes, para enamorarse de París y de su compañera actual, Nicole, como si surgiese de la película misma, así es la mente apasionada de Muchik, donde combine la ficción y la realidad en un mismo instante.

Todas son postales de lugares donde ha sentido su contacto con la vida, sin que la literatura y el cine, verdaderos bálsamos para soportar la realidad, le hayan abandonado nunca.

“Natasha solía ducharse cada mañana con la ventana abierta. Desde la ducha podía ver, a lo lejos, alguna cúpula del Kremlin y una de las esquinas de la Lubianka. Era su costumbre enjuagarse las axilas alzando un brazo después del otro, con la mano extendida. Con unos gemelos un comisario la vio desde la Lubianka y mandó advertirle de que el saludo fascista estaba prohibido. Se presentaron dos agentes en el domicilio de Natasha y le hicieron la advertencia. Le dijeron que el saludo fascista estaba prohibido, aun bajo la ducha. Desde ese día, siempre con la ventana abierta, Natasha se enjuaga las axilas alzando un brazo después del otro, con el puño cerrado.»

Para Muchnik, todas las ideologías que movieron el mundo han caído en desgracia y solo queda el esfuerzo por ser feliz, a través de lo que amamos, como muy bien nos deja claro este libro de memorias, selectivas, pero de lectura amena y fácil.

La prosa de Muchnik es la del escritor que hay detrás del editor, el narrador que se bebió literalmente las grandes obras de la literatura, como Guerra y paz, de Tolstoi o su pasión por la narrativa de Conrad, como deja claro en el libro. Como ejemplo, cito unas líneas de estas memorias que debemos saborear porque Muchnik nos las regala, como si fuese un cuento, el de la propia experiencia vital:

“Para ser enero, hace poco frío. Se puede comer al aire libre, algunos, por lo visto, en mangas de camisa. Saint Jean de Luz, sin embargo, suele ser en esta época no soleada, sino húmeda, a causa del mar”.

La forma en que mira el paisaje de su país, como un tapiz por donde pasea su mirada, hechizada de tantos libros, pero cuyo fulgor solo lo da la realidad de las cosas, el olor de la tierra amada, el sabor de sus cafés, la dulzura de su mundo cotidiano, tan lejos y tan cerca de los sueños:

“El «barrio Norte» de entonces aún conservaba rasgos de la vieja Buenos Aires. La calle Ayacucho hacia arriba, pasada Santa Fe, más allá de Las Heras, tenía la elegancia de una holgura sin alardeo. Más recogida al otro lado de Vicente López, habría preferido esconder el lujo ostentoso que se filtraba por las puertas cocheras de ciertas casas modernas cuando las señoras salían de compras. Pero de la cercana estafeta de correos emanaba el tufo característico de la administración pública expoliada desde siempre por los responsables del erario; un viejo café volcaba sobre el paseante el olor agrio de la caña y la leche hervida; una tintorería donde se planchaban cortinas de hilo europeo derramaba, al compás de un tango viejo, el hedor de los recalentados tanques de lavado. Sobre un alféizar, en una ochava de la que nadie habría podido expulsarlo salvo enfrentamiento a cuchillazos, un canillita exponía la prensa del día.

El tráfico en los aledaños era cualitativamente más o menos como el de hoy, si bien mechado por el ronco, ubicuo traqueteo de los tranvías, unas carrindangas destartaladas de madera cuyo techo parecía seguir con cierta independencia el movimiento del piso, vaivén que falseaba la escuadra de las ventanillas pero no, desde luego, la de los cristales, con lo que, intermitentemente, entre el vidrio y el marco descuajeringado aparecían y desaparecían ranuras triangulares por las que en invierno se filtraban ráfagas polares. No era insólito que el trolley -un asta larga articulada sobre el techo y terminada en una ruedecita acanalada encajada en el cable eléctrico que, varios metros por encima de la calzada, seguía el trayecto del tranvía se zafara y así cortara la corriente. En esos casos, el contralor o guarda saltaba a la calzada, atrapaba el cabo que colgaba del extremo del trolley y, haciendo malabarismos, contorsiones y ejercicios de puntería, volvía la ruedecita al cable y permitía proseguir la marcha. Todo ello tenía su gracia”.

En este texto, vemos la importancia de la ciudad, de sus rincones, de ese Buenos Aires que nos va dejando asombrados, porque sentimos la presencia de los tranvías, con su traqueteo, también el invierno, calando en la mirada, sin olvidar la importancia de los sentidos, porque todo late en la buena prosa de Mario Muchnik, desde el sabor de la leche, hasta el olor del café, son lugares donde la evocación se convierte en presencia viva, nos llegan los sonidos del tango viejo, aquel que es recuerdo, pero que, con su música maravillosa, hacen de Buenos Aires, una gran capital del mundo.


Para el editor, cualquier vivencia cobra relevancia, porque la vida está hecha de pequeñas cosas, que se adhieren a la piel, que nos van dejando su huella perecedera sobre nuestro doliente corazón.

El libro es un canto a Natascha, a su mirada, al eco que deja en la mirada asombrada ante la vida de Mario Muchnik, ese editor que ha conocido los sinsabores de la profesión, pero que, en la línea de otros libros de editores, como nos hizo ver y sentir las memorias de Juan Cruz o de Esther Tusquets, nos va dejando la semilla de una vida bien vivida, donde la nostalgia no olvida el vivir, el deseo de seguir siendo, de estar presente en cada acto de la existencia.

Estamos ante un “libro de flecos”, como nos ha recordado Juan Ángel Juristo en una crítica certera sobre el libro publicada en el suplemento cultural del periódico El Mundo, porque anida en el mismo, muchos apasionantes espacios, donde cada historia retoma su labor de recuerdo, de poderosa imagen que nos envuelve en ciudades inolvidables, en películas que han dejado huella, como su querido cine francés, donde tantos soñaron en los años sesenta y setenta al impulso de Truffaut, Godard y Louis Malle, en su inolvidable Nouvelle Vague, mucho más que una forma de hacer cine, sino una forma de vivir la vida y sentirla, como nos ha recordado hasta la música de Aute en su famosa canción “Cine, cine, cine”.

Y nos habla de Los amantes, película que se filtra como un relámpago en nuestro recuerdo, para hablarnos de la inolvidable Jeanne Moreau, como si la cinta fuese el espacio de encuentro con su querida Nicole, mirada plenamente romántica al mundo, incluso ingenua, cuando recuerda “Vacaciones en Roma”, el cine y la vida, unidos plenamente para dejarnos encandilados de ternura y amor hacia la vida y la ficción que también sirve de bálsamo en nuestro sentir, donde viven pasiones tan plenas como el cine o la música.

Y la literatura, Guerra y paz, obra leída y admirada, los grandes clásicos que viven plenamente en el lector apasionado que es Muchnik, proveniente de un país, Argentina, tan plenamente implicado en la cultura como forma de vida, donde conviven el editor y el lector, en plena armonía, nos habla de Conrad y lo hace con la admiración del que entiende su mundo interior, ese afán visionario del viajero, que también vive en Melville y su gran fresco, Moby Dick, todo un alarde de cultura y de amor por los libros, como si fuesen tesoros llenos de luz que debemos ir descubriendo poco a poco, para enamorarnos plenamente de ellos.

Mario Muchnik, el hombre que ha llorado leyendo un libro, el hombre que deja en estas páginas el maravilloso sabor de sus vivencias, de sus ecos, del fulgor de un mundo que ha amado y ha conocido y al que no quiere renunciar, pese al impulso brutal de un mundo que nos niega ya el tacto del libro, vorazmente amenazado por el higiénico tacto, pero falto de alma, del e-book, Muchnik lo sabe y sigue siendo el editor cuidadoso que ama el papel, que lo mima, para que conserve su luz, el fulgor de la página, el amor por cada instante vivido, como logra trasmitirnos en estas memorias selectivas, pero de indudable calidad.

Sin duda, Muchnik conoce la belleza del paisaje, su luz interior y nos transmite en este libro su amor por la ciudades que ha conocido, pero también su pasión por lo que ha leído, ha visto en películas inolvidables, en realidad, un ajuste de cuentos, no de cuentas, porque solo mira a su interior, a su forma de ver la vida, para que, nosotros, los lectores, podamos sentir su luz, la que ilumina el libro, surcado de sueños y realidades, al unísono.

En el libro, el editor va logrando que las palabras expresen ese mundo vivido, un universo que va desplegando como un mosaico, donde nos emociona ver la luz que queda en ese universo de recuerdos, donde el cine y la literatura conviven para trazar la armonía del lenguaje, la evocación de todo ello en nuestras miradas asombradas. Sin duda alguna, estamos ante un libro de gran calado, que seguirá teniendo sus lectores, admirados por la buena prosa del gran editor y por su amor por el mundo, por la cultura que emana de este universo de recuerdos que llega al corazón en la pluma de Mario Muchnik, de lectura absolutamente necesaria para entender el amor por la vida y por la ficción que hay en ella. Muchnik se nos ha ido, pero queda con su gran obra.


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