Silvia Eugenia Castillero nació en la ciudad de México.
Autora de los libros de
ensayos Entre dos silencios, la poesía
como experiencia, Tierra Adentro,
Ciudad de México, 1992 y 2003. Aberraciones:
El ocio de las formas, UNAM, 2008. En poesía ha publicado Como si despacio la noche, Secretaría
de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1993; Nudos
de luz, con serigrafías de Rigoberto Padilla, Ediciones Sur y Universidad
de Guadalajara, Guadalajara, 1995; Zooliloques,
edición bilingüe, traducción al francés de Claude Couffon, Indigo Editions,
París, 1997 ; Zooliloquios. Historia
no natural. CONACULTA, colección Práctica Mortal, ciudad de México, 2004. Eloísa, Editorial Aldus y Universidad de Guadalajara, ciudad
de México, 2010. Héloïse, Éditions
du Noroît, traducción al francés de Francois-Michel Durazzo, Montreal, 2012. Acreedora
del Segundo lugar en el género de poesía del Certamen Internacional Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la
Cruz 2011, con el libro En un laúd –la catedral. Asimismo fue finalista
del III
Certamen de Poesía Festival de la Lira 2011,
de obra publicada, en Cuenca, Ecuador, con su libro Eloísa. Actualmente es
directora de la revista literaria Luvina de la Universidad de
Guadalajara. Y miembro del Sistema Nacional de Creadores.
fotografía copyright Mariano Aparicio
SILVIA
EUGENIA CASTILLERO
Eloísa
(Selección de poemas)
La espera
Eloísa
espera.
Un
silencio de quilla de barco
al
romper las aguas atraviesa cada
trazo
del tiempo,
allí
suspendida una gota se alarga
se
alarga,
la
espera inconclusa
colgando
de
cualquier veta.
Puede
ser una rama
rodeada
de vacío, de esa nada
que
sigue detenida,
queriendo
volcarse en algo,
caer
por fin, romperse.
Despedida
Después
de esa imagen final:
Abelardo
alejándose,
las
tejas de las casas se desmoronaban,
en
un entrechocar
de
mis piernas y los muros.
Las
calles angostas,
intensamente
recorridas
(entre
joyas,
mercaderes,
limosnas),
ya
no existían.
Sólo
un cielo incendiado
—lejanísimo
y superficial—
un
espectro provisional de luces.
El
mundo se caía.
Talud
El
rumor de tu muerte, Abelardo:
una
colonia de hierbas
sobre
el talud.
La
tierra despertaba a sus ardores;
el
mundo vaciló. Allí me ahogué,
en
ese azul desbordado
que
tú volviste fin del mundo.
Tu
nado hacia la orilla imposible
crepitó
como un aspa:
herido
dejaste mi hundir.
Ónice
La
calle era de ónice,
abedules
enormes cabían en ella,
pero
eran bocetos sobre neblina,
los
pasos arcillosos
nos
volvían seres ocres
como
caídos de la tormenta.
Era
tal vez un día de esos
que
llegan a toparse con el último día.
La
lluvia abría la rigidez de las calles,
enlodaba
su trazo recto, lloraba su pudor,
no
había sino esquinas y muros
y
las vertientes blancas o rosas del ónice
en
desacuerdo con nuestros pasos indecisos.
Plaza Saint-Sulpice
Girasoles allí, tambaleantes,
rondando a los leones su color
amarillean y casi boquiabiertos.
En su rumor: letanía del caer y aglomerarse,
el agua se desprende de su ruta; ya sube,
ya bucea, canta por la piedra, entre la fauna,
hasta el fondo de su propio espiral.
Con espasmos se hunde, se alarga lejos,
de su respiración breve sabemos
cuando renace,
en ese dibujo insolente que no se alcanza.
Atajarlo, arrebatarle su delirio,
capturar del agua sus repliegues.
Pero sólo temblamos: girasoles mudos.
*****
Recuerda que también la ciudad se anochece a sí misma, queda en
suspenso; una niebla cubre las cosas, es el hueco que dejan los trazos cuando
la ciudad se angosta en un mapa. Sólo norte y sur pueden acompañarte. Acuérdate
que también la noche se acaba, igual que tus itinerarios, tus estancias en el
paraíso quedaron fijas en un punto del plano. Seguirán aunque ya no camines:
también la ciudad oscurece. Los ritmos se desvanecen pero pueden repetirse
incesantes en tu mente, los puedes llenar y vaciar. No te separes de ellos,
aunque se hayan ido con el día. Puedes guardarlos en tus rincones para que
rueden de nuevo en las grietas, en los desagües, en la circunferencia de lo que
fue aquella ciudad de ritmos circulares.
*****
Tu canto
Oigo
tu canto,
lo
percibo en mis pulgares
como
alas sin abrir,
oigo
ese tímido ascenso de tu voz,
tu
canto ¿una celosía a trasluz?
La
frase ansiosa
—atribulada—
revive
con fuerza de algún rincón,
como
una pluma virtual y ascendente.
Tu
canto se articula solo,
tendido:
el
aire miente ante mi urgencia
de
escucharte. Deshago las notas y las dejo
errar
tristes en mi boca.
Río Sena
(sepia)
Qué
antiguas calles en las aguas lúcidas del río,
de
ellas brotan barcas, espejismos, diferentes formas del recuerdo.
Camino
y me hundo en las aguas azuladas, como piel de tigre
manchada
de luces, en la ciudad el río fluye.
Camino
y me hundo
entre
muros de agua, las líneas olvidadas
son
nervaduras de algún nicho oculto.
Fosforescente
el cielo se comba,
la
luz crecida —al borde—
es
piedra que gime,
raíz
enredada al tiempo.
Camino
y me hundo:
los
puentes alargan su desmesura,
trastocan
el relieve del pasado.
Regreso
siglos hasta mirar
al
agua tallar mi propia historia.
Allí
nace
lumbre en los vitrales:
tus
muslos y mis senos
quemándose
tras el altar.
Como
plantas espinosas
sobre
los cuerpos,
ahora
la borrasca llega en arenoso frío.
El
recuerdo quebrado se hunde
templo
invertido.
Y
sólo queda este caminar de canoa
sobre
las nervaduras del tiempo.
La caída
La
lluvia obstinaba su caída sobre el tejado,
olor
a sal en el viento
traía
una casi precisión marina:
oleajes
del niño en mi vientre
volvían
cruel la espera.
Ni
tú, Abelardo, ni el mar se acercaban,
sólo
el rumor.
Un
círculo interminable de imágenes
era
maleza a mi alrededor
hasta
cercarme lo imposible,
y
el tiempo se detenía en la ventana
como
teniendo misericordia.
Así
me volví un manojo de hierba,
un
ser quieto a merced de las estaciones:
me
tocaba germinar mientras
los
campos se volvían lodo,
mientras
los árboles se deshacían:
en
amarillo, rojo
y
luego ramas grises en los caminos.
Naturaleza muerta
La
llama arde
sin
rojos, por fuera
titubea.
Su
pólvora —informe—
no
engendra ni estalla,
hueca
se balancea
disfrazada
de un ardor lento:
embriones
fallidos
de lumbre.
No
le quedan más que
unas
líneas de luz: un
arder
en simulacro.
Más allá
No
es una secuencia finita
este
amor,
diagonal
entre mi piel
y
el cuadrado de la vida, es
una
pura imposibilidad,
las
fracciones fabuladas
de
una lluvia, de tus gestos,
el
ahínco de tu frente incierta.
En
la certeza íntima
vacila
tu figura, tal vez
te
sostiene la invención,
esa
levedad ilógica del gozo,
allí
te has quedado, inmóvil,
irracional.
Por eso no viniste
a
construirte entre mis dioses,
prefieres
quedarte en una proporción
estelar,
más allá de la naturaleza,
quedarte
en la tensión del infinito,
oscilante
entre el más y el menos.
Eres
una sensación itinerante,
prófuga.
Tour Saint-Jacques
Sobre
un pedazo de piedra acanalada
se
recarga el peso
de la torre inconclusa
desde
donde se mire está rodeada
de otoños
ella
sigue ahí con pequeños nichos
y
guarda del viento sus espasmos
al
final del día lo único que habla
es
su contorno
rojizo
y
a lo lejos su forma alada
de
cerca el ángel que parece torre
—lleno de gárgolas—
es
poseído por demonios.
*****
Las
sombras itinerantes bajan hasta esa frontera de lo real, París no es más que
ramajes sobre la expresión de los transeúntes. Trazos opacos se unen a los
vapores hostiles que suben a la ciudad desde algún lugar inhóspito. Repta una
viscosidad amarga, vaho que remeda la dispersión de la distancia. Las márgenes
se deshacen, los edificios vuelven a ser partículas informes, migajas
traslúcidas. Transido de un quedarse en su propio cerco París muere en un hilo
de luz.
*****
Letanía
Dintel
o tallo,
pétalo:
la memoria.
Palabra
inútil
entre
labios ávidos,
sin
despedida
voló,
tasajeó,
hubo
alianzas,
sonidos
acodados.
¿Música?
Rogaba
en rimas,
mejor:
rezaba.
Empeño
balbuciente
—la
memoria—
atiza
la mañana.
Como
letanía al alba
se
vuelve necedad.
Al
atardecer
memoria
violenta,
y
toca una a una
sus
astillas,
letra
sin letras,
rijosa,
cruel.
*****
Es
como si París llenara de milanos sus arboledas, así de negro es hoy el
horizonte. Un redil de imágenes desprovistas de forma tiene sitiada la calle,
el boulevard es una abstracción del deseo, no hay paisaje más allá de
Montmartre, desde ahí decaen las sombras. No hay otro París tras la montaña,
hay reflejos en un ramillete, el pasado acumulándose en la boca de alguien como
un surtidor de espejos. París se despoja de luces falsas y se deja poseer por
una mirada en ruinas. En parcelas París muestra sus grietas, sus fríos hierros,
sus árboles que se vuelven mantos negros.
*****
Ángelus
Era,
no era
un
jardín.
Era
el inicio.
Volteamos
en la noche la esquina
sumergida,
en ahogo casi
bajo
la crecida de la enredadera.
Era
desbocada la corriente.
Eran
tus sílabas.
Tus
verbos.
Era
tu mano amplia.
Era
un aguacero dentro.
Era
ya de una vez la nostalgia de tu tacto.
Y
la vida.
Era
un peñasco en desbandada.
Eran
tus dedos.
Era
el tiempo: duraba.
Era
esa esquina.
Era,
no era
el
inicio.
Era
este día sin esquina.
Eran
los instantes arrebatados.
Caídos.
Era
tu silueta gastada.
Eras
el dios nocturno.
Desde
la cúpula, en la capilla
—en
cada gotear de la luz sobre lo negro—
eres
la razón de arrodillarme.
*****
Reconstruida la ciudad podría venir a tus pies de nuevo, cargada de esa
penumbra sigilosa tras la cual brota la luz vertical, el tamiz de un pájaro sin
ver al pájaro, ese rotundo vertedero de formas donde líneas y curvas se alían.
La ciudad vendría a posarse en tu piel como antes, allí las casas harían sus
solares. Largos serían los pasillos de tu mirar entre el vecindario acuarelado
a lo lejos, con el fondo verde de avenidas al atardecer. Las fronteras se
tocarían a tus pies de nuevo, turbarías cualquier límite para expandir el
incienso de tu habitación hacia la ciudad. Voluptuosa volverías a ser,
ondulante frente a las ventanas que seguirían tus pasos, montarías las escalas
más temibles y ofrecerías a tu cuerpo el goce de la tierra.
*****
Cantos
De
la piedra, Eloísa,
vuelves
incandescente, de cada piedra
eres
extraída en un cúmulo de años:
rosetones
de lo que fue tu cuerpo.
Te
aligeras, tal vez
te
aligeras cuando apareces bajo el cincel,
clara,
cálida, de un ocre matutino. La luz
con
su prisma insita tu boca impregnada de sol.
Pero
la piedra te arrebata,
sólo
mis sensaciones te reconocen, ruedas
entre
los bloques extraídos del suelo, cantos
agudos
y esculpidos te arrastran del detalle
hacia
el tiempo tumultuario y amorfo.
Tajo
Tiene
que haber sido el mar con su furia.
Arrastró
de tajo las formas, la lengua,
la
plegaria matinal. Tiene que haber sido
esa
descomunal fuente de cristal en pedazos.
Labriego
insoluto, huérfano océano
desbordó
la intimidad;
rabioso
horadó los herrajes de la noche.
Furia
venida del espesor de arenas
y
rocas. Con su perfil de resaca
nos
dejó sin costa, sin muelles,
en
la abstracta posición del alba.
*****
En aquella ciudad la liturgia era muda. Lo
sabíamos en las aceras, uno cerca del otro, trazando mariposas con nuestros
pasos para sentir roces voluptuosos. Iniciábamos en Palais Royal, entre columnas de tamaños desiguales el agua
suministraba recodos imprudentes a nuestros cuerpos, después surgían las líneas
de la avenida. Sin ver de frente llegábamos a los Passages, barrios agazapados en pleno día, entrábamos en una
dimensión a escala nuestra, un lugar para mirarnos. La ciudad miniatura nos
sumergía en el tiempo anterior donde lo externo se ocultaba. El pulso crecía en
tus manos, aquel pasado se volvía verdadero: los libros, el café, los estucos
siempre vivos. En las buhardillas dejábamos los anhelos, siempre a la conquista
de subir escaleras cegadas ahora, llegar al piso alto, cerrar la pequeña aldaba
y nunca más volver hacia el presente, a la avenida, al reloj de la fachada que
nos caería como guillotina al salir, al entrar al sereno helado de la ciudad
bullente y verdadera.
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