jueves, 23 de agosto de 2012

Selección de poesía de Silvia Eugenia Castillero


Silvia Eugenia Castillero nació en la ciudad de México. 


Autora de los libros de ensayos Entre dos silencios, la poesía como experiencia, Tierra Adentro, Ciudad de México, 1992 y 2003. Aberraciones: El ocio de las formas, UNAM, 2008. En poesía ha publicado Como si despacio la noche, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1993; Nudos de luz, con serigrafías de Rigoberto Padilla, Ediciones Sur y Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1995; Zooliloques, edición bilingüe, traducción al francés de Claude Couffon, Indigo Editions, París, 1997 ; Zooliloquios. Historia no natural. CONACULTA, colección Práctica Mortal, ciudad de México, 2004. Eloísa, Editorial Aldus y Universidad de Guadalajara, ciudad de México, 2010. Héloïse, Éditions du Noroît, traducción al francés de Francois-Michel Durazzo, Montreal, 2012. Acreedora del Segundo lugar en el género de poesía del Certamen Internacional Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz 2011, con el libro En un laúd –la catedral. Asimismo fue finalista del III Certamen de Poesía Festival de la Lira 2011, de obra publicada, en Cuenca, Ecuador, con su libro Eloísa. Actualmente es directora de la revista literaria Luvina de la Universidad de Guadalajara. Y miembro del Sistema Nacional de Creadores.
fotografía copyright Mariano Aparicio 
SILVIA EUGENIA CASTILLERO

Eloísa
(Selección de poemas)




La espera

Eloísa espera.
Un silencio de quilla de barco
al romper las aguas atraviesa cada
trazo del tiempo,
allí suspendida una gota se alarga
se alarga,
la espera inconclusa
colgando
de cualquier veta.
Puede ser una rama
rodeada de vacío, de esa nada
que sigue detenida,
queriendo volcarse en algo,
caer por fin, romperse.


                                  


Despedida
Después de esa imagen final:
Abelardo alejándose,
las tejas de las casas se desmoronaban, 
en un entrechocar
de mis piernas y los muros.
Las calles angostas,
intensamente recorridas
(entre joyas,
mercaderes, limosnas),
ya no existían.
Sólo un cielo incendiado
—lejanísimo y superficial—
un espectro provisional de luces.
El mundo se caía.

                       


Talud
El rumor de tu muerte, Abelardo:
una colonia de hierbas
sobre el talud.

La tierra despertaba a sus ardores;
el mundo vaciló. Allí me ahogué,
en ese azul desbordado
que tú volviste fin del mundo.

Tu nado hacia la orilla imposible
crepitó como un aspa:
herido dejaste mi hundir.



Ónice
La calle era de ónice,
abedules enormes cabían en ella,
pero eran bocetos sobre neblina,
los pasos arcillosos
nos volvían seres ocres
como caídos de la tormenta.
Era tal vez un día de esos
que llegan a toparse con el último día.
La lluvia abría la rigidez de las calles,
enlodaba su trazo recto, lloraba su pudor,
no había sino esquinas y muros
y las vertientes blancas o rosas del ónice
en desacuerdo con nuestros pasos indecisos.



Plaza Saint-Sulpice
Girasoles allí, tambaleantes,
rondando a los leones su color
amarillean y casi boquiabiertos.
En su rumor: letanía del caer y aglomerarse,
el agua se desprende de su ruta; ya sube,
ya bucea, canta por la piedra, entre la fauna,
hasta el fondo de su propio espiral.
Con espasmos se hunde, se alarga lejos,
de su respiración breve sabemos
cuando renace,
en ese dibujo insolente que no se alcanza.
Atajarlo, arrebatarle su delirio,
capturar del agua sus repliegues.
Pero sólo temblamos: girasoles mudos.


*****


Recuerda que también la ciudad se anochece a sí misma, queda en suspenso; una niebla cubre las cosas, es el hueco que dejan los trazos cuando la ciudad se angosta en un mapa. Sólo norte y sur pueden acompañarte. Acuérdate que también la noche se acaba, igual que tus itinerarios, tus estancias en el paraíso quedaron fijas en un punto del plano. Seguirán aunque ya no camines: también la ciudad oscurece. Los ritmos se desvanecen pero pueden repetirse incesantes en tu mente, los puedes llenar y vaciar. No te separes de ellos, aunque se hayan ido con el día. Puedes guardarlos en tus rincones para que rueden de nuevo en las grietas, en los desagües, en la circunferencia de lo que fue aquella ciudad de ritmos circulares.
 
*****


Tu canto
Oigo tu canto,
lo percibo en mis pulgares
como alas sin abrir,
oigo ese tímido ascenso de tu voz,
tu canto ¿una celosía a trasluz?
La frase ansiosa
—atribulada—
revive con fuerza de algún rincón,
como una pluma virtual y ascendente.
Tu canto se articula solo,
tendido:
el aire miente ante mi urgencia
de escucharte. Deshago las notas y las dejo
errar tristes en mi boca.




Río Sena
(sepia)

Qué antiguas calles en las aguas lúcidas del río,
de ellas brotan barcas, espejismos, diferentes formas del recuerdo.
Camino y me hundo en las aguas azuladas, como piel de tigre
manchada de luces, en la ciudad el río fluye.
Camino y me hundo
entre muros de agua, las líneas olvidadas
son nervaduras de algún nicho oculto.

Fosforescente el cielo se comba,
la luz crecida  al borde­
es piedra que gime,
raíz enredada al tiempo.

Camino y me hundo:
los puentes alargan su desmesura,
trastocan el relieve del pasado.
Regreso siglos hasta mirar
al agua tallar mi propia historia.

Allí nace
 lumbre en los vitrales:
tus muslos y mis senos
quemándose tras el altar.

Como plantas espinosas
sobre los cuerpos,
ahora la borrasca llega en arenoso frío.

El recuerdo quebrado se hunde
templo invertido.
Y sólo queda este caminar de canoa
sobre las nervaduras del tiempo.




La caída

La lluvia obstinaba su caída sobre el tejado,
olor a sal en el viento
traía una casi precisión marina:
oleajes del niño en mi vientre
volvían cruel la espera.
Ni tú, Abelardo, ni el mar se acercaban,
sólo el rumor.
Un círculo interminable de imágenes
era maleza a mi alrededor
hasta cercarme lo imposible,
y el tiempo se detenía en la ventana
como teniendo misericordia.
Así me volví un manojo de hierba,
un ser quieto a merced de las estaciones:
me tocaba germinar mientras
los campos se volvían lodo,
mientras los árboles se deshacían:
en amarillo, rojo
y luego ramas grises en los caminos.




Naturaleza muerta

La llama arde
sin rojos, por fuera
titubea.
Su pólvora —informe­—
no engendra ni estalla,
hueca se balancea
disfrazada de un ardor lento:
embriones
fallidos de lumbre.
No le quedan más que
unas líneas de luz: un
arder en simulacro.




Más allá
No es una secuencia finita
este amor,
diagonal entre mi piel
y el cuadrado de la vida, es
una pura imposibilidad,
las fracciones fabuladas
de una lluvia, de tus gestos,
el ahínco de tu frente incierta.
En la certeza íntima
vacila tu figura, tal vez
te sostiene la invención,
esa levedad ilógica del gozo,
allí te has quedado, inmóvil,
irracional. Por eso no viniste
a construirte entre mis dioses,
prefieres quedarte en una proporción
estelar, más allá de la naturaleza,
quedarte en la tensión del infinito,
oscilante entre el más y el menos.
Eres una sensación itinerante,
prófuga.




Tour Saint-Jacques

Sobre un pedazo de piedra acanalada
se recarga el peso
de la torre inconclusa
desde donde se mire está rodeada
de otoños
ella sigue ahí con pequeños nichos

y guarda del viento sus espasmos

al final del día lo único que habla
es su contorno
rojizo
y a lo lejos su forma alada

de cerca el ángel que parece torre
lleno de gárgolas
es poseído por demonios.


*****

Las sombras itinerantes bajan hasta esa frontera de lo real, París no es más que ramajes sobre la expresión de los transeúntes. Trazos opacos se unen a los vapores hostiles que suben a la ciudad desde algún lugar inhóspito. Repta una viscosidad amarga, vaho que remeda la dispersión de la distancia. Las márgenes se deshacen, los edificios vuelven a ser partículas informes, migajas traslúcidas. Transido de un quedarse en su propio cerco París muere en un hilo de luz.


*****


Letanía
Dintel o tallo,
pétalo: la memoria. 
Palabra inútil
entre labios ávidos,
sin despedida
voló, tasajeó,
hubo alianzas,
sonidos acodados.
¿Música?
Rogaba en rimas,
mejor: rezaba.
Empeño balbuciente
—la memoria—
atiza la mañana.
Como letanía al alba
se vuelve necedad.
Al atardecer
memoria violenta,
y toca una a una
sus astillas,
letra sin letras,
rijosa, cruel.                         


*****


Es como si París llenara de milanos sus arboledas, así de negro es hoy el horizonte. Un redil de imágenes desprovistas de forma tiene sitiada la calle, el boulevard es una abstracción del deseo, no hay paisaje más allá de Montmartre, desde ahí decaen las sombras. No hay otro París tras la montaña, hay reflejos en un ramillete, el pasado acumulándose en la boca de alguien como un surtidor de espejos. París se despoja de luces falsas y se deja poseer por una mirada en ruinas. En parcelas París muestra sus grietas, sus fríos hierros, sus árboles que se vuelven mantos negros.


*****


Ángelus
Era, no era
un jardín.
Era el inicio.
Volteamos en la noche la esquina
sumergida, en ahogo casi
bajo la crecida de la enredadera.
Era desbocada la corriente.
Eran tus sílabas.
Tus verbos.
Era tu mano amplia.
Era un aguacero dentro.
Era ya de una vez la nostalgia de tu tacto.
Y la vida.
Era un peñasco en desbandada.
Eran tus dedos.
Era el tiempo: duraba.
Era esa esquina.
Era, no era
el inicio.
Era este día sin esquina.
Eran los instantes arrebatados.
Caídos.
Era tu silueta gastada.
Eras el dios nocturno.
Desde la cúpula, en la capilla
—en cada gotear de la luz sobre lo negro—
eres la razón de arrodillarme.  


*****



Reconstruida la ciudad podría venir a tus pies de nuevo, cargada de esa penumbra sigilosa tras la cual brota la luz vertical, el tamiz de un pájaro sin ver al pájaro, ese rotundo vertedero de formas donde líneas y curvas se alían. La ciudad vendría a posarse en tu piel como antes, allí las casas harían sus solares. Largos serían los pasillos de tu mirar entre el vecindario acuarelado a lo lejos, con el fondo verde de avenidas al atardecer. Las fronteras se tocarían a tus pies de nuevo, turbarías cualquier límite para expandir el incienso de tu habitación hacia la ciudad. Voluptuosa volverías a ser, ondulante frente a las ventanas que seguirían tus pasos, montarías las escalas más temibles y ofrecerías a tu cuerpo el goce de la tierra.

*****



Cantos

De la piedra, Eloísa,
vuelves incandescente, de cada piedra
eres extraída en un cúmulo de años:
rosetones de lo que fue tu cuerpo.
Te aligeras, tal vez
te aligeras cuando apareces bajo el cincel,
clara, cálida, de un ocre matutino. La luz
con su prisma insita tu boca impregnada de sol.
Pero la piedra te arrebata,
sólo mis sensaciones te reconocen, ruedas
entre los bloques extraídos del suelo, cantos
agudos y esculpidos te arrastran del detalle
hacia el tiempo tumultuario y amorfo.

                                                          


Tajo

Tiene que haber sido el mar con su furia.
Arrastró de tajo las formas, la lengua,
la plegaria matinal. Tiene que haber sido
esa descomunal fuente de cristal en pedazos.
Labriego insoluto, huérfano océano
desbordó la intimidad;
rabioso horadó los herrajes de la noche.
Furia venida del espesor de arenas
y rocas. Con su perfil de resaca
nos dejó sin costa, sin muelles,
en la abstracta posición del alba.


*****


En aquella ciudad la liturgia era muda. Lo sabíamos en las aceras, uno cerca del otro, trazando mariposas con nuestros pasos para sentir roces voluptuosos. Iniciábamos en Palais Royal, entre columnas de tamaños desiguales el agua suministraba recodos imprudentes a nuestros cuerpos, después surgían las líneas de la avenida. Sin ver de frente llegábamos a los Passages, barrios agazapados en pleno día, entrábamos en una dimensión a escala nuestra, un lugar para mirarnos. La ciudad miniatura nos sumergía en el tiempo anterior donde lo externo se ocultaba. El pulso crecía en tus manos, aquel pasado se volvía verdadero: los libros, el café, los estucos siempre vivos. En las buhardillas dejábamos los anhelos, siempre a la conquista de subir escaleras cegadas ahora, llegar al piso alto, cerrar la pequeña aldaba y nunca más volver hacia el presente, a la avenida, al reloj de la fachada que nos caería como guillotina al salir, al entrar al sereno helado de la ciudad bullente y verdadera. 

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