Piedad Bonnett |
PIEDAD
BONNETT: EL CIELO ERA DE OTROS
Por Marco
Antonio Campos
Poeta, crítico literario y traductor, México
Nacida en Amalfi, pequeño pueblo del departamento de
Antioquia, en Colombia, en el año de 1951, Piedad Bonnett es una de las
actuales voces más reconocidas en nuestra lengua. Del linaje de Rosario
Castellanos, Blanca Varela y Alejandra Pizarnik, en la lírica de Piedad Bonnett
se tiene la impresión de que el paraíso se perdió hace mucho, pero pudo
recobrarse, o se cree que se recobró, al menos por pequeñas temporadas. La
complejidad en su obra poética no está en su lenguaje sencillo y directo, ajeno
a toda decoración barroca, sino al indagar en sus contenidos, se descubren
honduras de quien ha sabido de la soledad y la pena, y en quien hay algo roto,
algo triste, algo que toca el miedo, pero del que oímos asimismo un grito de
rebeldía y encontramos ternuras como sorpresivas violetas leves y una sombra de
piedad que se parece a su nombre. Desde sus inicios Piedad Bonnett intuyó o
supo que el objetivo esencial del artista en sus creaciones, en este caso el
poeta, es explorar los sentidos y sentimientos propios y de los otros para
emocionar a los lectores. Una poesía de solitarios que busca –anhela- la
comunión.
Aislada en
la academia, escribiendo casi secretamente, Piedad publicó tardíamente su
primer libro (Círculo de ceniza) en
1989, a la edad de 38 años. Desde ese libro inicial hasta Explicaciones no pedidas (2011), da la impresión de haber escrito,
a base de poemas breves, con múltiples variaciones, un solo y extenso poema.
Aun las piezas líricas más largas están articuladas como serie de fragmentos, o
si se quiere, son una sucesión de poemas breves. En general Piedad Bonnett se
inclinó por el verso libre y tal vez, para no tener ataduras que constriñeran
los sentimientos, no se ciñó al metro, ni buscó, como diría en una carta el muy
joven Cesare Pavese, encerrarse en “la jaula de la rima”. Por lo común en sus
poemas, Piedad parte de una idea o una imagen o un hecho y los desarrolla con
habilidad y cálculo hasta la línea final. Si los dos motivos que sostienen su
poesía son los recuerdos y regresos a la tierra natal y los poemas de
encuentros y desencuentros amorosos, hay, no una diversidad de poéticas, como
decía José Watanabe en su prólogo a la antología personal (Privilegios del olvido), sino más bien una diversidad temática.
Algunos
títulos de libros de Piedad -De círculo y
ceniza (1979), Nadie en casa
(1994), Ese animal triste (1996), Tretas del débil (2004), Las herencias (2008)- nos hablan de
alguien frágil y solitaria, pero quien también tiene dientes y garras para
defenderse o atacar. De sus libros me son especialmente próximos El hilo de los días y el antepenúltimo y
el último, Tretas del débil y Explicaciones no pedidas, lo cual
muestra que su poesía, en lugar de decaer o apagarse con los años, se volvió
más concentrada y aceradamente intensa. En su obra ensombrecen los fracasos,
cala el miedo, la pérdida causa angustia, el dolor es una llaga que, incluso
cuando se cierra, las cicatrices lo recuerdan, la rabia la lleva a soltar
invectivas que son como pedradas de fuego… Contra lo que escribió o por lo que
escribió, en ocasiones tenemos la imagen de que Piedad vivió en un cerco de
agujas. Podrán reprochársele otras cosas, nunca el haber pecado de insinceridad
o de no haber puesto en sus versos el corazón desangrado. Si para Pessoa el
poeta es un fingidor, Piedad no cabría en esa categoría.
Muchos de los
momentos más grabables o inolvidables de Piedad los encontramos cuando habla
sobre su pueblo natal. Ya en la infancia lejana Piedad intuía que en alguna
parte, al oír las mareas verbales, llamaba la
palabra mágica. En esos poemas de una infancia y una adolescencia lejanas
hallamos el callado lenguaje de los ascendientes inmediatos que quieren
perdurar en un gesto, la abuela que desciende y arriba “de su muerte de
siglos”, las tías ultraconservadoras sólo fijas en el instante gastado de los
retratos, “el tío remoto de ademanes adustos y sueños militares”, el padre solo
e inseguro, la madre pragmática que alguna vez fue bella, los hermanos y, por
supuesto, los habitantes de Amalfi mencionados aquí y allá con nombre propio y
en ocasiones con el agregado del oficio o del trabajo que ejercen: figuras
íntimas que tarde o temprano se volverán nubes grises en un cielo deslucido.
Uno siente en la poesía de Piedad Bonnett que quiso irse –huir- de su pueblo,
pero no hubo un solo día que estuviera lejos de él.
En varios
poemas la autora deja ver que sigue siendo la niña asustada a quien le da miedo
el mundo. Ese temor o miedo se muestra, por ejemplo, en recuerdos del terruño o
no: pueblan espectralmente, por ejemplo, tres jinetes que sorprendió la muerte,
el niño que murió de culebrilla, cuartos habitados por fantasmas, el toro
desbocado que entraba en la casa durante el sueño y no acababa de irse, los
inquilinos que aún habitan la casa de la
cual ya se mudaron hace tiempo… Son especialmente emotivos, entran y se quedan
en la casa antigua de Amalfi y en la casa del corazón, poemas o versos aislados
donde es figura el padre, un hombre difícilmente tierno, tesonero para las
pequeñas cosas, que se cuida al máximo de los imprevistos, a quien le enseñaron
severamente “a rezar, a ahorrar, a trabajar”, pero de quien siente la autora
que le dio como especial herencia el regalo del miedo. Transcribamos estos
versos que nos dejan en el alma una sensación de ahogo y un sentimiento de
desamparo:
De mi padre,
que de niño tuvo
los ojos tristes y de viejo
unas manos tan
graves y tan limpias
como el silencio
de las madrugadas.
Y siempre,
siempre un aire de hombre solo.
De tal modo que
cuando yo nací me dio mi padre
todo lo que su
corazón desorientado
sabía dar”.
Hay en sus
poemas de amor y deseo o el goce quemante o el rencoroso desamor. En el lecho
de los amantes la autora ha oscilado entre las aguas del mar borrascoso y las
aguas del lago sereno. A menudo admirables, no siempre sus piezas líricas
amorosas son afortunadas, como, por caso, muy específicamente las de su libro Todos los amantes son guerreros, donde
parece no haber quitado la suficiente hierba seca ni alcanzado a redondear del
todo los poemas. Por demás, suenan menos elocuentes que molestas las
exaltaciones al amado como un guerrero, un minotauro, un dios, un ser divino…
Viceversa, poemas de despedida y desamor, como los que se hallan en las Tretas del débil y en Explicaciones no pedidas, están escritos
con dolor penetrante y rabia ácida, donde se corta la piel del otro y se la
corta a sí misma. El cuerpo desollado
arde –duele- por todas partes y la boca no puede callar el grito.
Igualmente
hay poemas muy logrados donde se alude a la guerra infinita en su querible
Colombia contradictoria, esa guerra fratricida, absurda y espantosa, en la que
cada facción (gobiernos, las FARC, los paramilitares, el ejército, el narco) ha
dado por décadas su aporte para destruir al país, y donde hace mucho, como en
el México del crimen organizado, todo acaba siendo “cuestión de estadísticas”.
Asimismo se encuentran textos, donde en una suerte de fábula, objetos o
animales viven experiencias que pudimos o podemos vivir cualquiera. Ninguno me
impresiona tanto como “Lección de supervivencia”, en el que describe la manera
como el pepino o carajo de mar se defiende del enemigo expulsando las vísceras
hasta quedar vacío, o “El oscuro, el cual toca dos momentos extremos del
escorpión: cuando de noche utiliza “el aguijón traicionero”, pero enloquece con
un “pequeño círculo de fuego” súbito y se aniquila a sí mismo. “El oscuro”
tiene un vínculo magnético con otro epigrama feroz titulado “El envidioso” (Las herencias).
Hay poemas en
su último libro (Explicaciones no pedidas)
que contienen aspectos característicos que resuelve de modo notable: son más
sugerentes, el yo se convierte de
forma más natural en nosotros,
trabaja con mayor precisión el verso objetivo y los juegos de contradicciones
personales encuentran muy bien su síntesis como cuando las estalactitas y las
estalagmitas se unen en una sola columna. Pongamos dos emotivos ejemplos sobre
esto último. Uno:
Lo oscuro pare la luz, y eso consuela
Y el último verso del libro:
El desamor del que amas te hace libre
Al final de
su obra, si nos atenemos a sus versos, parece que se ha llegado a un sitio
donde Dios ya no está y emblemáticamente nadie puede salvarse “en caso de
emergencia” en el avión que el destino dispuso.
Cuando desde
la casa del corazón un poeta o una poeta habla hermosamente, cuando sus versos
de dolor, de tristeza o de rabia, le pertenecen a quienquiera que ha sufrido,
se ha entristecido o conocido la ira, el poeta cumplió su función y la poesía
su misión. La poesía de Piedad Bonnett tiene esa inagotable virtud.
Marco
Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha
publicado los libros de poesía: Muertos y
disfraces (1974), Una seña en la sepultura
(1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial
El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004).
Es autor de un libro de aforismos (Árboles).
Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André
Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien
Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore
Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en
colaboración con Stefaan
van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez,
André Doms y Marc Dugardin. Libros
de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y
neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y
Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su
libro Viernes en Jerusalén. En 2004,
se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda
otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación
Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.
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