Tres tormentas de arena en el desierto
(Sobre el libro Los naufragios del desierto de Zingonia Zingone)
Por
Joaquín Badajoz [1]
Los naufragios del desierto. Zingonia Zingone, Editorial Vaso Roto, 2013 |
Lector
que navegarás las dunas de este desierto, recuerda, parafraseando al gran
Alfonso Reyes, que te acercas a la región más transparente del alma. Y que nada
es más engañoso que lo prístino, la terrible claridad que ciega oculta en su resplandor
espejismos y oasis. Sobre esa arquitectura de la levedad transcurre la memoria
de un relato escurridizo y acronotópico: el tiempo y la geografía son asimilados
por la marea traslúcida que bulle de la tierra hacia arriba, una vez que se pretende
fijar su materialidad pierde su esencia relativa, pre-bajtiniana, einsteniana,
del espacio y el tiempo. Aparecen fracturas, rechinantes estandartes que algo
han de significar. Un eclipse de arena será por hipérbole —me robo ahora el
azoro de Lezama— la noche cerrada en cualquier aldea del mediodía del mundo.
Estos
son por tanto tres relatos, o uno, que pueden haber sucedido en cualquier
parte, o estar sucediendo ahora, o sucederán mañana. Pueden leerse
literalmente, disfrutando su historia, o establecer caprichosas hermenéuticas. Hay
estrellas polares, guías de navegación, pero la cúpula celeste rota inquieta. Por
ese vapor de arena que cuece el sol, su fiebre de oro, ascienden las palabras en
apretado río, en pantalla holograma, sobre la que se proyectan múltiples
interpretaciones. Hay que notar que entre sus líneas se posan cóndores sobre
minaretes, los niños juegan “rayuela” —ese dantesco pasatiempo al que otros
llamamos tejo— y los poetas del Islam remontan el Guadalquivir. Tratándose de un
libro de inspiración “oriental”, conjurado a la sombra de tres versos de Khayyam
—el más occidental quizás de los poetas persas, y junto con Saadi, Rumi y
Hafiz, de los más universales— habría que advertir también, como Borges recuerda
hizo Gibbon en Declinación y caída del
Imperio Romano, que su orientalismo busca fluir con naturalidad, sin
imposturas. No es estridente, modernista, exótico, aunque no esconda cierta empatía
por la poesía modernista, al tejer entre sus versos rimas de Darío, pero evitando
en lo posible el excesivo color local —tampoco, como en el Alcorán, hallarás
aquí camellos—.
No
quisiera soslayar que, aún antes de haber partido, estos viajes son definidos
como naufragios; por ende, la voluntad del navegante estará trastornada por sus
circunstancias y su cronotopía signada por el extrañamiento. Además, como todo
poema, su realismo es ilusivo, responde a una espiral utópica —el topos
literario contiene siempre una variable emocional: existe, se fija, como sujeto
poético—, y en esa babel existencial, esa geografía de la suprarrealidad, todos los tiempos
y espacios convergen. Por eso, asomarse a estos textos líricos será observar el
mundo desde una celda panóptica: su magia está en lo traslaticio, su intangible
oblicuidad.
Los naufragios del desierto, de Zingonia Zingone, cuidadosamente editado por Vaso Roto, con aroma a pastel de jengibre acabado de hornear —soy de los que huelo
entre las páginas de un libro para volar—, progresa sobre una estructura
aparentemente cerrada: tres historias o relatos orientales narrados en versos. En “El oráculo de la rosa”, el príncipe Khalil sufrirá una conversión en 18
estaciones. Su viacrusis, con su halo adánico, comienza en los senderos de la
noche —quizás la oscura espiritual de San Juan de la Cruz—, pero es también clásica
pérdida de la inocencia, desvarío, purgatorio e iluminación. El adolescente que
“no arranca el último pétalo, guardián del espíritu” (pág. 15), se transformará
en mendigo (mendum, hombre
defectuoso), cuya pobreza, quizás solo simbólica, lo lleva a convertirse en “un
vampiro,/ un adicto al amor/ que no saber hacer otra cosa./ De día pierde su corona,/ regresa a la soledad, coquetea con el recuerdo./ Se vanagloria de los pétalos de su nostalgia” (pág. 16). Para escapar del
“feudo de su amargura”, el poeta-príncipe se expulsa de su infierno personal al desierto
de su soledad. Los versos irán narrando esta angustia, puliendo el deseo con la
sabiduría. Khalil sabe que “sólo en la soledad/ hay equilibrio, sólo en el
arder de dos cuerpos/ hay intensidad, universo, plenitud”, por eso busca salir
vencedor de una batalla más grave: la que comenzará en estas páginas contra él
mismo. La soledad de Khalil tampoco es voluntaria, buscar esa muerte metafórica
que lo aparte de la tempestad, en su ensimismamiento “muerde el fruto, higo de
corales carmesí”, es por tanto ghulam
(virgen macho, hombre célibe) deseando el abismo, leo entre líneas la muerte,
el encuentro con las huríes del día final, ese momento en que “la ira de los
dioses se resuelve/ en la danza de las huríes” (pág. 19). Mientras tanto, “un hombre, doblado sobre la
verdad/ escribe un verso que hará temblar los ojos./ Ese hombre ya no es el
príncipe Khalil./ No es Sísifo, ni rey,/ es un espectro./ Sobre la cima
aguarda.” (pág. 24), hasta que, pasadas las tribulaciones, “florece en su
campiña una mujer./ Es la mujer que lleva la semilla del amor.” (pág. 32).
“Río
escondido” introduce un tercer sujeto poético: Bâsim, que “habita un pueblo del árido día” (pág. 57) y que mientras vigila el sueño de un reptil “se
pregunta que sentirá ella/ al abandonar la cola o una pata/ para despistar al
enemigo. ¿Será eso como huir de uno mismo/ para huir del peligro?”. Una interrogante
que cierra el ciclo de las tragedias y sintetiza el motivo de todas las
iluminaciones de estos seres camaleónicos que naufragan en el desierto del
alma, mientras huyen de su propia condición humana luchando contra los
fatalismos. Tampoco Bâsim está solo, su ensimismamiento lo padece acompañado de
su madre, una Penélope que “no deshace la larga manta/ que día tras día teje en
silencio./ Todavía cree en el amor,/ en el arrebato del corazón/ que florecido
se llama Bâsim. (…) Un hombre arde en el recuerdo de su madre.” (pág. 59). Básim
juega, salta la cuerda, grita “rayuela”, cae y se levanta, “lanza otra vez el
hueso del dátil/ e intuye que la vida se vive a saltos;/ pequeño acróbata de
los abismos.” (pág. 61). Si Khalil y Soraya realizan peregrinajes simbólicos,
Bâsim se escapará a los mares del sur: un poema escrito por su madre (poema
VIII), le revelará ese amor compartido que edípico reclama Bâsim para si solo.
De nuevo, la historia de Básim, colofón de este libro, nos obliga a una nueva
lectura de los relatos que le anteceden.
Como en ellos, es la tragedia espiritual, la búsqueda de un amor utópico
y liberador, el leitmotif de su
“viaje”, a pesar de que en su caso la redención adquiera un matiz más religioso.
Aunque
este libro se presente, en el prólogo de Sergio Ramírez, como “apuntalado en la
maravilla insondable de la soledad”, diría que lo que realmente resalta es la angustia de sus personajes por liberarse de esa solitud (o reclusión involuntaria),
que sufren como una penosa enfermedad. Más que la búsqueda de la soledad, de lo que se trata en estos versos es de romper la cárcel del aislamiento y
recuperar la existencia, construyéndose otra identidad en la manumisión. Como
en otras obras de Zingonia Zingone, “la existencia” se nos revelará “como un
caminar por una cuerda floja (…) en el que la lucha mantiene al hombre en
equilibrio sobre la cuerda” —también, por qué no, lo mantiene cuerdo—. Por eso
es un libro espiritual, humano y crudamente terrenal, que trata de sujetos
poéticos más o menos comunes, obligados a padecer su extraordinariedad, sin
llegar a elegir alguna senda mística.
El
sufrimiento puede continuar latente, pero al final de cada relato lírico los
personajes encontrarán sus recompensas en el amor. Khalil que “besa los pies
que sostiene el mundo:/ los frágiles, eternos dedos del amor./ Se une al tallo,
entrega/ su linfa, libre. Nutre/ de toda su existencia/ a su blanca rosa” (pág.
33). Soraya que “sigue el latido hipnótico/ de sus párpados; al deslizarse/ por
el borde del puente, escucha/ el latido de su pecho/ a destiempo,/ el latido
discordante de la vida.” (pág. 51), y hace una pausa, para inmediatamente
escuchar, como si fuese ella misma la novia elegida del rey Salomón, la paloma
del Cantar de los Cantares, que “en
una iglesia de oriente/ las campanas golpean el vientre del cielo”. Ese tañido
sensual, contra la cúpula (cópula del vientre), traerá un eco matrimonial de
rebote en el viento. Mientras Bâsim, peregrino en Al-ándalus, “se arrodilla
frente al altar de la Concepción —de nuevo un gesto gestacional— mientras
“grano por grano desteje la larga manta” de su madre: “Libera/ la mariposa
atrapada en el desierto”. Son desenlaces liberatorios, puntos finales que
niegan la soledad.
Otra
lectura, ahora sí, más personal, siguiendo esas fracturas de que hablaba al
principio, esos guiños recatadamente dispersos, me obliga a bojear estos
relatos poéticos como a Rayuela de
Cortázar. Buscando hilos que flotan ingrávidos. Aquí los tiempos se trastornan, las historias se mezclan, entran unas en otras como
esas deliciosas matrioskas de mi infancia —multípara artesanía de lo lúdicro—,
para luego quedar selladas como labrados huevos Fabergué, escudriñando por sus
superficies de duro encaje. No hay tiempos, ya he dicho, Soraya puede cargar su
origen oriental, prostituyéndose en algún pueblo del altiplano, a la sombra de
las alas extendidas de un cóndor, ser la mujer que libera a Khalil, liberarse
ella misma con cada orgasmo de la almádena golpeando contra el vientre del
mundo —siempre he pensado que el vientre de una mujer es más poderoso que una
mezquita, ¿no es acaso una iglesia la novia que espera?—, y tejer una manta,
con esa obsesión arácnida que tienen las mujeres más fuertes, las que más aman,
para caldear su soledad anticipando el regreso de su amante. Y que el edípico
Bâsim, enamorado de su madre innominada, remonta el Guadalquivir, libera su
alma en la región mozárabe, mientras por sus venas corre la sangre de Soraya y
de Khalil. Pero esto, como decía, es pura imaginación mía, escritura que rueda
paralela, la de la memoria, la del deseo del lector, que pone un punto agotado
y olvida, para regresar a leerse estos romances orientales con la misma
fascinación que la primera vez.
The Roads. Julio 26 i 2013. Santos Joaquín y Ana.
Zingonia Zingone. copyright Claudio Lovo |
Zingonia
Zingone. Poeta,
escritora y traductora. Creció entre Italia y Costa Rica, y es licenciada en
Economía. Vive en Roma.
Poemarios: Máscara del delirio (Perro
Azul, 2006; Lietocolle, 2008), Cosmo-agonía (Perro Azul, 2007), Tana
Katana (Perro Azul, 2009), L’equilibrista dell’oblio (Raffaelli
Editore, 2011), The Acrobat of Oblivion (Poetrywala, 2011), Equilibrista
del olvido (Editorial Germinal, 2012) y Los
naufragios del desierto (Vaso roto ediciones, 2013). Novela en Italiano: Il
velo (Elephanta Press, 2000).
Su obra ha sido incluida en numerosas
revistas literarias y traducida al inglés, chino, hindi, kannada, marathi y
malayalam.
Compiladora
y traductora del inglés al español, del poemario Alarma de Virus (Ediciones Espiral, 2012), del poeta marathi Hemant
Divate.
Integrante de la junta organizadora del festival
internacional de poesía “Kritya” (India) y responsable de la sección de poesía
latinoamericana para el festival intercontinental de las artes “Mediterranea”
(Italia). Desde el 2007 ha participado en numerosos festivales internacionales
de poesía en América Latina, Italia y Asia.
[1] Joaquín Badajoz. Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua
Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de
la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Miembro
de los consejos editoriales de Glosas (ANLE), RANLE (Revista de la ANLE) y
OtroLunes (Madrid/Berlín). Ha publicado ensayos, reseñas, crítica de arte,
poesía y narrativa en revistas y antologías de EE.UU., España, Francia, México,
Panamá, Polonia y Cuba. Coautor de Enciclopedia del Español en Estados
Unidos (2008), Hablando bien se entiende la gente (2010) y Diccionario de
Americanismos (2010). Es
columnista de El Nuevo Herald (EE.UU.), editor de portada de Yahoo y director
editorial de Editorial Hypermedia (Madrid).
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