Divagaciones acerca de una línea imaginaria
Por Javier Vásconez
Texto leído por el autor en la 23ª Feria Internacional del Libro de
La Habana, Cuba.
País invitado: República del Ecuador
A veces he llegado a pensar que Ecuador no es un país, sino una línea
imaginaria cuyo nombre abstracto se lo debemos a los geodésicos españoles y
franceses del siglo XVIII. Más aún, es a partir de la misión geodésica que el
conjunto del territorio donde se realizaban las investigaciones será conocido
bajo la denominación de «tierras del ecuador».
Este sentimiento
contradictorio y equívoco, con el que los ecuatorianos nos hemos habituado a vivir,
curiosamente, posee su lado enigmático y luminoso, especialmente en el terreno
de la literatura. ¿Cómo escribir sobre una línea imaginaria? Los geodésicos
trazaron las coordenadas celestes, pero se olvidaron de los habitantes de las
tierras del ecuador.
Como narrador creo en el
poder absoluto de la ficción. Y no intento volver la espalda a ninguna
realidad, al contrario, creo en el afán legítimo de todo escritor de inventar y
soñar vidas como la de ese viajero osado, el doctor Kronz (protagonista de El viajero de Praga), quien un buen día
llegó a una ciudad y acabó atrapado en un hospital aquejado por la peste. Debo
decir que mi tarea ha sido fascinante por haber inventado un país tan ambiguo y
personal a partir de la literatura, un país donde cualquier cosa es posible.
Que haya o no un país
llamado Ecuador no tiene ninguna importancia. De modo que voy a continuar
suponiendo que Ecuador es una línea imaginaria, cuya literatura aún sigue
siendo secreta, casi desconocida. Aunque no puedo menos que preguntarme si no
estoy en mi perfecto derecho de dotarle a este país de un rostro. Por más de
veinte años he escrito acerca de la misma ciudad, Quito, una ciudad azotada por
la lluvia y a menudo vinculada en mis libros con Praga, Barcelona, Madrid,
París y Nueva York.
A mi juicio las ciudades y los países sólo adquieren
sentido y realidad cuando entran en el terreno de la ficción y un escritor hace
un mapa de ellas. De aquí podemos deducir que ninguna ciudad existe fuera de la
ficción.
De esta línea imaginaria han
salido una serie de poetas y escritores, muchos de ellos desterrados en su
propio país, los cuales trabajaron para reinventar y proseguir con su talento
la ruta señalada por los geodésicos. Ahí están las figuras de Carrera Andrade,
Escudero, Dávila Andrade y Carvajal. El ingeniero de minas y poeta Alfredo
Gangotena tuvo el acierto de invitar a Henri Michaux a Ecuador, el cual sigue
siendo uno de los viajes más enigmáticos realizado por dos poetas. Pero no nos
engañemos. Nadie viaja a Ecuador en busca de un mito o de un país. Nadie va a
Ecuador por el país mismo, sino siguiendo un delirio individual. Es el caso de
William Borroughs, y del poeta Allen Ginsberg, los cuales estuvieron en
Guayaquil y Esmeraldas en la década de los setenta, cuando viajaban tras la
misteriosa “ayahuasca”, la droga del conocimiento. Así pues, podemos concluir
provisoriamente con la idea de que esa línea tan equinoccial y sospechosa,
aparece no sólo en la obra de Michaux, sino de forma notable, a puntapiés, en
la obra de Pablo Palacio. Hay otros escritores (Jorge Icaza, José de la Cuadra,
Pareja, Rojas, etc.) sobre los cuales debería hacer un registro de su paso por
la línea imaginaria, pero no soy un historiador de la literatura. En este breve
recorrido, quizás incompleto y arbitrario, me he limitado a nombrar a los que
tienen conmigo algún aire de familia. Uno habla de los escritores a quienes uno
venera o admira, no a los que leemos como parte de una manual oficial de
literatura.
¿Dónde encajo pues en esta
línea que señala los límites y las fronteras que hoy día es tan necesario
abolir?
Si El viajero de Praga fue un abrazo desesperado, acaso un acto de
amor y de exorcismo, también fue un puente tendido a la literatura universal—
como debe ser, ya que la literatura siempre es un puente, un proceso, una
reflexión íntima e individual— cuya composición me permitió moverme sin vacilar
por varias ciudades y culturas a fin de atenuar la asfixia literaria que hemos
padecido en Ecuador. Escribir El viajero
fue una manera de entablar un diálogo, legítimo y sin complejos, con autores
como Cervantes, Kafka, Camus y Onetti a quienes he rendido velada o
abiertamente un homenaje de admiración. No voy a hacer una confesión, pero
nunca he pretendido ocultar las fuentes originales de dónde procede tanto el
doctor Kronz como ciertos episodios de la novela. En más de una ocasión, me
valí de un espejo a fin de reproducir y distorsionar con mi escritura algunas
novelas que siempre he admirado, pues está claro que no escribo para reflejar
la realidad, sino para abrir nuevas dimensiones de la misma. Antes había
utilizado este recurso en algunos cuentos con el propósito de acercarme
impunemente a los originales —no olvidemos: todo escritor es un espía. Detrás
de esas apariencias, de esos reflejos, sospecho que empieza el laberinto de mi
propia escritura. De ahí que en El
viajero de Praga haya tantas alusiones a la novela europea, a la novela de
espionaje, como también a ciertos aspectos poco iluminados, sin duda secretos,
de la novela negra, la cual, sigo creyendo, es una cantera inagotable para
cualquier escritor de la actualidad.
Con La sombra del apostador, en cambio, el estímulo creador fue otro.
La novela nació con la imagen de una niña encerrada en una casa llena de
perfumes. O quizá fue creciendo con el desenfrenado galope de un caballo en un
hipódromo. Aparte de esto sólo conservaba unas cuantas huellas, unos rostros
dispersos, y el latido del lenguaje anunciándome el camino a seguir. Arrebatado
por el instinto, dejé correr libremente a las palabras, y bajo este impulso
creador escribí los tres primeros capítulos. Podía adivinar y sentir aquellas
voces torrenciales, desarticuladas, las cuales habrían de configurar ciertas
situaciones como los paseos de Lena por los miradores de la ciudad, o las visiones
nocturnas del jockey Aníbal Ibarra.
De esta forma volví a
inventar la ciudad, imaginé un hipódromo y un hospital. Ajeno a todo referente
exterior el mundo había dejado de existir. Mantenía con firmeza las riendas de
la única dirección posible, renunciar las convenciones del realismo. Para eso
fue decisivo el reencuentro con J. Vásconez, quien ya había debutado como
narrador en el cuento Café Concert, y
luego ha vuelto a aparecer, más seguro de sí mismo, incluso más cuidadoso de su
estrategia en Un extraño en el puerto.
Es evidente que en esta
novela aposté por la incertidumbre. No deseaba que estuviera sujeta a ningún
modelo establecido, auque toda novela es en sí misma una realidad, una catedral
edificada con palabras. En su definición más amplia —decía Henry James— no es
sino una impresión personal y directa de la vida. Con absoluta modestia, sin
pretender distorsionar las palabras del maestro, yo me atrevería a añadir que
es sobre todo un ejercicio de libertad. Algunos piensan —y es un lugar común— que
el arte de novelar consiste en contar bien una historia. Una novela es mucho
más que una historia, una intriga o un argumento. Creo que es sobre todo una
visión del mundo, un instrumento de indagación y conocimiento, y en un nivel
más amplio, es un género esencialmente abierto.
Alguien dijo que no se de
debe juzgar un texto por lo que enuncia, sino por lo que tiene de inexplicable.
En La sombra del apostador espero
haber alcanzado, de algún modo, esa región donde convive con el mismo derecho
lo más insondable y prosaico de una novela, donde a veces, sólo a veces,
accedemos a la áspera y «fiel literatura».
Quito, febrero 2014
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