LA JUVENTUD
DE FEDERICO GARCÍA LORCA: UN POETA HERIDO POR LA VIDA
POR PEDRO
GARCÍA CUETO
Nació el poeta granadino en Fuente Vaqueros
en 1898, provincia de Granada, donde el paisaje rezuma belleza y luz especial.
Permaneció en aquel lugar hasta 1907, en ese año la familia se trasladó a
Asquerosa, anejo a Pinos Puente y de allí a Granada, donde se asentaron en
1909.
Su madre, la ex profesora de escuela Vicenta
Lorca Romero era natural de Granada, se casó a los veintisiete años con
Federico García Rodríguez, rico labrador de Fuente Vaqueros, de treinta y ocho,
el cual había perdido poco antes a su mujer.
Las depresiones que padecía Vicenta por no
poder amamantar al niño debido a sus problemas de salud, se infiltraron, como
un misterio, en la mirada de Federico, que, de niño ya vivía el abandono de esa
imagen materna junto a los pechos de la madre.
Ya Federico siente la nostalgia de la niñez,
la de los paseos junto al río, la de los atardeceres en las fuentes, la de los
lugares de remanso y de quietud.
Cuando llegó el Instituto, Federico vivió el
calvario de la crueldad de los compañeros, cuando le decían los chicos en plan
de burla: “¡Federico viene de Asquerooooosa!”, lo hacían con entonación
femenina, porque el poeta ya tenía esos ademanes de hombre sensible, no hecho
para la rudeza de la gente del campo donde vivió, ni siquiera para la Granada
provinciana que conoció en su juventud.
Se ha contado, lo hizo José Rodríguez
Contreras, compañero de Instituto de Federico a Agustín Peñón, que los chicos
se reían de él y le llamaban Federica. Lo demuestra en su poesía, como nos dejó
en el famoso “Poema doble del largo Edén”, cuando dice:
“Quiero
llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque
no soy un hombre ni un poeta ni una hoja, / pero sí un pulso herido que ronda
las cosas del otro lado”.
Esa tristeza está ya presente en el
Instituto, porque no fue buen alumno, ya que él, antes de la poesía, ya
flirteaba con la música, la cual le fascinaba. Los padres no quisieron que
Federico ingresara en el Conservatorio y le obligaron a estudiar Filosofía y
Letras. Sin embargo, sigue embriagado por la música, fascinado por Beethoven.
Lorca se marcha a Madrid en 1919, donde se
hospeda en una pensión barata de la calle de San Marcos, y visita mucho el
Ateneo, donde conoce a Guillermo de la Torre, Gerardo Diego y otros jóvenes
escritores. Se trasladó el otoño de ese año a la Residencia de Estudiantes,
mientras va escribiendo, primero poemas de tendencia ultraísta, gracias a sus
amigos como de la Torre, que seguían esa escuela. Publica en la revista Grecia. Pero llega El Maleficio de la Mariposa, obra de teatro, donde Federico ya posa
sus manos en el arte, empieza a escribir con su estilo original e irrepetible,
como, cuando dice: “Mi distancia / Interior se hace turbia. / Tiene mi corazón
telas de araña…”.
El estreno de la obra fue un fracaso
notable, fue en marzo de 1920. Mientras Lorca se hace amigo de Buñuel y Dalí en
la famosa Residencia de Estudiantes. Lorca escribe un libro de poemas titulado Canciones, donde aparecen los años de la
Residencia, donde va escribiendo poemas que van dejando ya un sendero de luz en
la poesía española, porque todavía no había llegado el deslumbramiento del Romancero Gitano el Poema del cante jondo, pero Lorca ya pasea su perfil de fino
andaluz por los versos, tamizando el lenguaje, dotando de originalidad a las
palabras, que hilan fino hasta encontrar su eco verdadero.
Dalí, Lorca y Buñuel en 1923 |
Pero será su llegada a Nueva York, en 1929,
la que abre una nueva brecha en la mirada herida de Lorca, la visión de la gran
ciudad, de sus grandes edificios, le hace sentir su pequeñez como ser humano,
su visión de Nueva York como un monstruo donde convive la mayor de las riquezas
con la extrema pobreza, para Lorca la gran ciudad denota la deshumanización más
grande que ha podido ver en toda su vida, como muestra el ejemplo de “Paisaje
de la multitud que vomita. Anochecer de Coney Island”:
“Yo, poeta sin brazos, perdido / entre la multitud que vomita, / un caballo efusivo que corte / los espesos musgos de mis sienes”.
Porque Lorca vive en la gran ciudad
“asesinado por el cielo. / Entre las formas que van hacia la sierpe / y las
formas que buscan el cristal / dejaré crecer mis cabellos”, versos
pertenecientes a “Vuelta de paseo”, de Poeta
en Nueva York.
Sería muy extenso hablar de toda la obra de
Lorca, de su Romancero Gitano, con el
romance de Soledad Montoya, el de la pena negra, el de Antoñito el Camborio,
detenido por la Guardia Civil por robar limones redondos que fue tirando al
agua hasta que la puso de oro, como dice en sus maravillosos versos, pero
también autor teatral de La casa de
Bernarda Alba, de 1936, hasta sus obras más tempranas como Bodas de sangre de 1933 y Yerma,
de 1934, la mujer que no puede concebir al hijo. Luego llegarían obras más
difíciles como El público, pero Lorca
va dejando su poesía en su teatro, su poesía en su prosa y su vida en jirones
de amor que desvelan sus poemas.
La tristeza de Lorca, antes de su trágico
final, está en el poema a Walt Whitman, por poner un ejemplo entre muchos,
donde el poeta granadino que enamoraba al auditorio con su voz, no levanta su
voz contra el travesti ni contra el niño que vive su pasión por una joven en la
tristeza de su noche solitaria, sino contra los maricas, los que van dejando
helado el mundo, los que se sientan en los prostíbulos o aquellos que
pervierten el nombre del amor con sus labios manchados. Sólo se explica la
soledad de Lorca, su furor al denunciar a los maricas por su sexualidad
reprimida, por esa sensación de hallarse en un mundo clandestino donde nada
podía ser visto como natural, así, el hombre herido quedó para la historia en
versos inigualables:
“Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman / contra el niño que escribe / nombre de niña en la almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad de su ropero, / ni contra los solitarios de los casinos / que beben con asco el agua de la prostitución, / ni contra los hombres de mirada verde / que aman al hombre y queman sus labios en silencio / Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades / de carne tumefacta y pensamiento inmundo. / Madres de lodo. Arpías. Enemigos sin sueño / del Amor que reparte coronas de alegría”.
Sería muy extenso citarlo entero, pero Lorca
ya dice bastante en este duro poema, su sexualidad no comprendida, su
dificultad para encontrar la paz en un mundo que se abría como una hiena hacia
la guerra, su soledad en las noches de desamor en la Residencia de estudiantes
(donde compuso de un tirón su Antoñito el Camborio), la muerte de su amigo
torero Sánchez Mejías (qué hermoso tributo el Llanto por la muerte de
Ignacio Sánchez Mejías), hacen de Lorca un hombre herido por la vida, un
hombre que plasmó en el verso la tragedia de vivir, desde que en la infancia
supo de burlas y de tardes solitarias, quizá el mejor asidero para crear,
porque, en mi opinión, la verdadera música de las palabras, la verdadera
poesía, siempre nace del dolor.
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