domingo, 16 de marzo de 2014

Madrid y algunos de sus escritores de prestigio

MADRID Y ALGUNOS DE SUS ESCRITORES DE PRESTIGIO

Por Pedro García Cueto


  
Café literario Pombo, Solana, 1920
Hablar de Madrid es hablar de una ciudad que ha presenciado siglos de historia, donde han convivido escritores de notable prestigio, que han ensalzado la ciudad en su poesía o en su prosa.

   Figuras como Lope de Vega o Quevedo han hecho de Madrid el lugar idóneo para su crítica política, no hay que olvidar que Quevedo escribe su Epístola censoria al Conde duque de Olivares que le valdrá la cárcel en Madrid.

  Madrid se convierte en sede de conspiraciones en el siglo XIX, donde generales golpistas dedican su tiempo en cambiar los regímenes políticos o escritores no madrileños van trazando, como Benito Pérez Galdós, el mundo y la vida madrileña en sus páginas. No hay que olvidar que Fortunata y Jacinta, una de las novelas esenciales de Galdós (autor canario), transcurre en Madrid, la Cava Baja, la Plaza de la Cebada, la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, son escenarios de las novelas de Galdós.

   Retomará el reto Pío Baroja, ya perteneciente a la Generación del 98, cuando en La busca nos hable del Madrid por el que transcurren los personajes, un Madrid de hampa, de calles sucias, pero también de luz y de bellos amaneceres. Otro cronista de Madrid fue Ramón de Mesonero Romanos, perteneciente al Costumbrismo español (1830 aproximadamente) escribió sus Escenas Matritenses.

   Pero hay otros escritores del Madrid de principios del siglo XX, cuando triunfaba el maestro Chapí y la zarzuela. La gente hablaba como los personajes de un eminente autor teatral, Carlos Arniches. Me refiero a un hombre que hizo de la extravagancia su forma de entender la vida, un hombre que creó la famosa tertulia en el café Pombo, que paseó con un elefante por la ciudad, que creó las famosas Greguerías, me refiero a Ramón Gómez de la Serna.

    Este hombre, autor de novelas como El rastro, El novelista, La viuda blanca y negra, El secreto del acueducto y El circo, entre otras muchas, escribe sus impresiones de la ciudad que le ha visto nacer, con pluma de esmerada proporción, con fino estilete, con juego de malabares en las manos para hacer del idioma un arte de paradojas, una chanza en la que el lector sepa siempre reconocer la ironía, el lenguaje musical y provocador, de este hombre peculiar.

   Oigamos su voz a través de las líneas finas que va trazando como si compusiese un esmerado espejo donde podemos ver el contenido, la forma de irradiar luz con las palabras, simples, pero hondos malabares del lenguaje:
“No se podía ir a Madrid, y si se iba se llegaba lleno de polvo, un polvo que no se iba de las botas aunque fuesen de charol y aunque se llevase en el bolsillo el pañolito de aseo con el que sacudirlas como criado de sus propias botas.  A veces los moradores del barrio de Doña Benita  se paseaban por otros barrios tan pobres como él, escogiendo mucho la Prosperidad; pero veían que hasta aquellos andurriales eran más distinguidos, pues por las ventanas se veían las orlas de retratos de los que han estudiado una carrera”.
    Para Gómez de la Serna el lenguaje es un rayo de luz que fulmina a su paso, dejándonos su transparencia en los ojos, como cuando compara los faroles de la ciudad con hombres gigantes:
“Son hombres gigantes –dos metros cuarenta- que lo ven todo con serenidad y con luz suficiente. No tienen impaciencia y no se apoyan en un pie y después en otro. Están siempre apoyados en el mismo pie, con rigidez de hierro”.
  
Ramón Gómez de la Serna
Gómez de la Serna fue animador de tertulias, creador de neologismos, hombre de taberna y de baile, pero también de teatro (no hay que olvidar su teatro absurdo, siguiendo a Artaud), pero fue también un hombre que tuvo que exiliarse y que, ya comprometido con la derecha, fue alejando su deseo de volver, hasta morir en Buenos Aires.

    Fue un enamorado de Madrid, de sus calles, de su Retiro, el gran parque donde los sueños se hacen realidad, con su embarcadero, pero también fue un hombre cosmopolita que soñó despierto, en sus novelas, con los lugares más exóticos del mundo.

   Y, por último, otro escritor madrileño, amigo de Lorca y de otros autores de la Generación del 27 (Aleixandre, Guillén, Salinas), fiel enemigo, sin embargo, del iracundo Juan Ramón Jiménez, quien detestaba de Bergamín su comunismo embebido de catolicismo como cuando creó la muy conservadora revista Cruz y Raya.

    Fuera de todo tema político, Bergamín fue también un artífice del lenguaje, un hombre que en sólo unas líneas inundaba la página de luz, con haces que iban deslumbrando, con la artesanía del hombre del verso que triunfa en la prosa, una prosa poética de magnitud insospechada. Dejo aquí una imagen de esa mirada al mundo del toreo en su famoso estudio Arte mágica del toreo:
“En el toreo, como en el baile, no hay más que una emoción verdadera y vida, la estética, artística y poética, o como mejor lo queráis llamar; y que es la única verdaderamente, profundamente, vivamente humana: la emoción del estilo”.
    La comparación con la danza, que es erótica, como dice en otra línea del ensayo y “de muerte” en el toreo, nos sobrecoge, porque el toreo es emoción contenida, es un juego de espejos donde el toro va buscando al torero, lo sigue, éste baila con el toro, lo lleva a su terreno, como en el baile, cuando alguien nos lleva e inicia el periplo del deseo que tendrá su consumación en el acto amoroso. Aquí, simbólicamente, (como diría Lorca) es la muerte, único final para rendir tributo a una fiesta ancestral que puede provocarnos dolor (Cernuda siempre la detestó como otros muchos, incluso aún hiere mi sensibilidad), pero que no le pueda ser negada la belleza del arte que lleva dentro.

    También nos deja Bergamín, he ahí su sabiduría, por mucho que le pesase al gran Juan Ramón Jiménez, un estudio de Madrid, Don Aire de Madrid, donde hace un repaso a lugares y obras madrileñas, como La Dorotea de Lope de Vega o Los Autos Sacramentales de Calderón de la Barca, el de Galdós y Arniches, entre otros.

   Cito, para terminar, unas líneas del estudio de Bergamín titulado España en el recuerdo (El Madrid de los madriles), cuando dice sobre la ciudad en la que vivo y que ha sido testigo de tantos momentos felices, lo que sigue:
  “Digo que el Madrid de los Madriles que recordamos, para que sea por su recuerdo el de la esperanza, es el que se ensangrienta, desentraña y descorazona a sí mismo en 1808 como en 1936. El Madrid de los Madriles, el de la España eterna”.
   Y, dice, para no extenderme en todo el texto, al final, algo que es hondo y verdadero: “Madrid como creador de España entera, es su tierra la palabra española en el tiempo”.


    Después de Bergamín, la lista de madrileños ilustres en las letras es muy extenso, pero no hay que olvidar a un muy denostado por sus ideas políticas conservadoras, pero muy interesante en sus artículos y en su muy notable novela Madrid, de corte a checa, sobre la Guerra Civil española, un documento necesario, pese a ser incómodo para muchos, pero también la importancia de Javier Marías, un novelista madrileño o Almudena Grandes, que ahora escribe un buen fresco sobre la novela de la guerra al estilo de Galdós. Hay muchos otros, pero Madrid nos mira, nos contempla y nos engalana para que seamos algo más que una estampa de los grandes pintores del Barroco, Velázquez o Goya, madrileños ilustres, seamos, en definitiva, héroes de nuestro tiempo en el difícil camino de cada día, escribiendo, trabajando, amando, hagamos lo que hagamos, mientras la ciudad, como Nueva York en la famosa canción, nunca duerme.

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