lunes, 11 de mayo de 2015

Palabras como piedras. Sobre Mi Berlín de Esther Andradi

Palabras como piedras
Por Diana Paris [1]
Escritora y editora argentina

Esther Andradi nació en un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, Argentina.  Es guionista, periodista, poeta, novelista, residió en diferentes países, y actualmente vive entre Berlín y Buenos Aires.

Ha publicado traducciones, testimonio, cuento, microficción, ensayo, poesía y novela. Sus relatos figuran en numerosas antologías, en diversos idiomas.

Es autora de  Ser mujer en el Perú;  Come, éste es mi cuerpo; Tanta Vida; Sobre Vivientes; Berlín es un cuento.  Editó, entre otras, la antología Vivir en otra lengua, y es compiladora, junto con Sandra Bianchi, de Cartón Lleno. Breve muestra de la microficción en Argentina

Sus ensayos sobre cultura, migración y memoria circulan en diferentes medios de Latinoamérica y Europa para los cuales escribe columnas y entrevistas en alemán y español  

Mujer, exilio y lengua son los tres ejes que vertebran sus textos.  Mi Berlín. Crónicas de una ciudad mutante, no queda exento de este triple registro conceptual.  Editado recientemente por Mirada Malva en España, ya fue presentado en Madrid, en Buenos Aires y en Rosario. Y hoy nos convoca en Montevideo.

Si tuviera que describir en una sola palabra a Esther y su obra, elegiría trashumante, tanto como lo es su origen  -mixtura de árabe y piamontés-, de argentina/peruana/berlinesa… 

De su pueblo del interior “exiliada” en  Buenos Aires, de allí a Perú, luego a Berlín, donde reside. Va y viene, mientras escribe porque “La escritura es el ancla con la que tejen [los escritores que viven en el exilio] el vínculo con el país lejano, una suerte de istmo en el mar de otro idioma”. Y en ese deambular le ha tocado asistir al final de la opereta de las sociedades donde el destino la puso a retratar con palabras el acontecer histórico: el derrumbe de la sociedad peruana tradicional a fines de los setenta, la caída del muro de Berlín en los ochenta, el estallido neoliberal en la Argentina en el inicio del nuevo siglo…

Mi Berlín está compuesto por 34 crónicas publicadas entre 1983 y 2014 en diarios y revistas de Perú, la Argentina y México. Son treinta años de la historia de esa ciudad que es a la vez la historia de su gente, sus modos de sobrevivir al agobio que deja como consecuencia la barbarie, el holocausto, la fragmentación de las familias, la inmigración creciente, la babel de culturas en pugna a uno y otro lado del muro. Cada crónica es una instantánea de  los cambios en la vida cotidiana de esa ciudad cosmopolita antes, durante y después de la caída del gran bloque que separó al Oeste del Este.

Desde la mirada de Esther, en sus retratos-crónicas desfilan amores y desengaños, la compra de un viejo sombreo por un marco, un anciano con intenciones de suicidio, viajes en bicicleta desafiando la frontera entre ambos “Berlines”, músicos callejeros, libertad recuperada, abrazos de familias regados con champaña y lágrimas el día de la reunificación, y a la vez: retrata la tensión muda que se respira en la nueva etapa, el racismo, la xenofobia,  la multiculturalidad,  las cenizas del nazismo que reavivan los grupos neonazis, la diversidad creciente. Y la lectura nos coloca como privilegiados espectadores de sucesos y nombres, rostros anónimos o famosos: Rosa Luxemburgo, Frida Kahlo, Albert Einstein, jóvenes ilusionados o desapasionados, inversores astutos en terrenos ayer bombardeados. Y asistimos a escenas que desde  la letra de Esther nos narra  la perplejidad, el asombro, la historia política y la vida cotidiana.

Si hay una columna vertebral en Mi Berlín, es la “cuestión alemana”: esa esquizofrénica división entre Berlín Occidental y Berlín Oriental, dos ciudades en una, dos Estados, dos administraciones, “caprichos de la geopolítica”; esos 168 km de cemento -o como bien metaforiza la autora- “la costura” de la división, con sus ventajas y sus claudicaciones al caer de la gran pared: el trauma de pasar del paternalismo socialista del Este al consumismo capitalista del Oeste. Baste un ejemplo: recibir un cheque para ser cobrado en un Banco de Berlín que no tiene jurisdicción en la parte occidental del muro es una odisea que ya habría querido poder sumar Homero para dar mayor dramatismo a la épica de Ulises.

Que un barco llamado “Amor” se incendie tras un paseo en el Spree, que la autora compre en una verdulería cuyo dueño (un kurdo, la minoría turca casi sin existencia) como si se transportara a una verdulería del barrio de su infancia, que un vendedor de pájaros coloque cada día a una blanca cacatúa frente al espejo para que tenga compañía, que llueva desde hace cinco semanas en Berlín con una “incontinencia celestial”, y tantas otras “fotos” son invitaciones a detenerse en esos textos que enmarcan el paisaje. Pero a fuerza de tener que elegir, me decido por  “El nombre de las piedras”, stolpersteine: piedras para tropezar, piedras para recordar, piedras de la memoria.

Un grupo de personas se reúnen a las puertas de un edificio. Esther Andradi es del grupo. Están allí porque sucederá un evento inaugural: reponer la memoria. En ese edificio vivían los Meyer, arrancados de sus viviendas y asesinados en Auschwitz hace 80 años cuando Hitler fue ungido canciller: 1933, entonces eran unos 170 mil judíos alemanes viviendo en Berlín.

¿Cómo eran las casas de esos habitantes? ¿Había niños? ¿Con qué jugaban? ¿Qué objetos tutelaban el paso de las horas cuando aún el monstruo nazi no había aparecido en escena? Nadie conoce detalles de sus habitantes. Ahora graban en la ciudad huellas con algunos datos para no olvidar. Pocos datos: la señora Hertel acerca un puñado de certezas tras arduas investigaciones.

Nombre, fecha de nacimiento, fecha de deportación, lugar de exterminio. La placa queda incrustada como un monumento al tropiezo: “Esto sucedió”, parece que rezaran cada uno de los asistentes al acto barrial.

Leer es siempre un ejercicio de tejido: enlazamos este y el otro punto y construimos la red. Cuando leí Mi Berlín me resonó otra y antigua lectura de mis años de joven estudiante en la facultad de Letras. ¿Por qué la voz de Esther hacía eco en mi memoria? Donde ella pregunta, yo recuerdo respuestas. Donde ella señala vacío, yo recuerdo escenas de hogar. Donde ella se detiene a mirar, yo recuerdo descripciones semejantes, objetos, celebraciones… ¿ Déjà vu? No. Diálogo entre textos. Piedras preciosas que atesoramos en la memoria y relucen cuando vuelven a pulirse en la emoción.
En ese laberinto de páginas leídas guardadas al correr de los años, hice un consciente trabajo de la memoria lectora y me topé por fin con el eco: era Walter Benjamin, el escritor berlinés nacido en 1892, que se suicida en España en 1940, acorralado por los nazis.

Había  vivido sus años de niñez en la placidez de un barrio como este donde ahora se rememoran los años de oprobio y se restituye la dignidad. En Infancia en Berlín hacia 1900 hay buena parte de lo que ignoraban los vecinos reunidos esa mañana de sol en la vereda de la casa donde vive Esther: 
  
 “Las tardes de invierno mi madre me llevaba a veces cuando iba a hacer la compra. Era un Berlín oscuro y desconocido el que, a la luz del gas, se extendía a mi alrededor.”

“Y  ocurría a veces que el salón con el juguete o el chocolate, no me significaban tanto como el vestíbulo donde la vieja ama me quitaba, al llegar, el abrigo como si fuese una carga y, cuando me iba, me colocaba el gorro como si quisiese bendecirme.”

Había luz a gas, madres que salían de compras con el hijo de la mano, juguetes, chocolates y abrigos, las familias tenían el hábito de la visita de cortesía. Las casas (luego bombardeadas) lucían salón y vestíbulo.

“Ya conocía todos los escondrijos del piso y volvía a ellos como quien regresa a una casa estando seguro de encontrarla como antes… Una vez al año había regalos en los lugares recónditos…como si fuese el ingeniero desencantaba la sombría casa y buscaba huevos de Pascuas.”

En esos años había rituales y brillaba la ilusión de las Pascuas y el hallazgo de la sorpresa, y la utopía de poder volver siempre a la casa y que allí esté plantada como un viejo roble para ofrecer abrigo.

“Blumeshof 12. No había timbre que sonara más amble. Detrás del umbral de este piso estaba más a salvo que en el de mis propios padres. En su interior estaba sentada mi abuela, la madre de mi madre.”

Familias, tradiciones, objetos cotidianos. ¿Dónde fue a parar todo eso? ¿Cómo pudo ocultarse toda esa vida en una palabra siniestra: “Abreise”, partida cuando obligaron a los habitantes de la casa a declarar que no poseían nada? Quiénes se apropiaron de las vidas y destinos de esas familias, ¿descansarán en paz?¿La Historia los juzgará realmente alguna vez? 

Pero sí había mucho para declarar… Escuchemos a Benjamin evocando su infancia, espejo de la vida de tantos que habitaron Berlín antes de la oscuridad:

 “Mi madre tenía una alhaja de forma ovalada. Era tan grande que no se podía llevar en el pecho…El momento más importante, cuando mi madre la sacaba del cofrecillo donde solía estar…Era para mí el talismán que la protegía de todo mal que podría amenazarla desde afuera. A su amparo yo estaba igualmente a salvo…”

“…al igual que la madre de Blancanieves, la reina, estaba sentada junto a la ventana cuando nevaba, nuestra madre estaba también junto a la ventana con su costurero y no cayeron tres gotas de sangre porque llevaba dedal mientras trabajaba, adornado de pequeñas concavidades, huellas de antiguas puntadas.”

“Me servían la cena en una bandeja de porcelana. Debajo del vidriado, entre zarzales de frambuesas silvestres se abría paso una mujer afanándose por entregar al viento una bandera con el lema. COMO EN CASA NO SE ESTÁ EN NINGÚN SITIO.”  [2]

Alhajas, costureros, bandejas y la sensación de estar a salvo porque se estaba en casa. Surrealista, kafkiano: la guerra arrasando con todo…

Leo en Mi Berlín también un homenaje a Benjamin y a todos los que no pudieron sobrevivir a la barbarie. Cuando Esther Andradi reflexiona sobre la violencia de los años hostiles en la Alemania nazi, leo la misma fatalidad en las dictaduras de América Latina; cuando habla del despojo que los poderosos infligen al prójimo, cuando transmite que nos congelamos en la intemperie del exilio y hay que hacer el ejercicio cotidiano de no olvidar la lengua natal, cuando Esther reúne esos rituales nos está proponiendo inaugurar placas, que como piedras, hagan de la memoria una huella de nuestra identidad. La identidad humana. 
Textos como piedras para recordar. No profanarás la verdad con el fuego de las bombas. Todo un arte: vivir para escribir.





[1] Presentación en Montevideo, Mercado de la Abundancia-Casa de los Escritores, el 12 de mayo de 2015.
 [2]Todas las citas pertenecen a Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900, Alfaguara, Buenos Aires, 1987.

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