jueves, 21 de enero de 2016

CAFÉ MONTPARNASSE de Manuel Valero

CAFÉ MONTPARNASSE O EL MAGISTERIO POÉTICO DE 
MANUEL VALERO

POR PEDRO GARCÍA CUETO

Manuel Valero Gómez
    Manuel Valero Gómez es poeta e investigador (ha trabajado y ha publicado ya varios libros sobre poetas alicantinos, uno, sobre Juan Gil-Albert, titulado La posesión del ser sin exigencias, de gran calidad, por su profunda investigación sobre los temas que aparecen en la obra del poeta alcoyano), y autor de un libro de poemas que me ha suscitado gran interés, Café Montparnasse, publicado por la editorial Devenir, que dirige el incansable Juan Pastor.
   El libro contiene poemas donde podemos sentir una voz que va hilvanando la historia de Jean-Paul Ventoux y los poemas que se encontraron en el número 3 de la Rue de Montparnasse, el 16 de febrero de 1925. Esta voz tiene peso e intensidad, porque transparenta el dolor del poeta ante el futuro suicidio, como si resucitase un espíritu romántico que el libro va transmitiendo, una luz apasionada ante la vida, pero repleta de sombras que Manuel Valero, poeta de voz y fina y notable sensibilidad, va dejando en los versos.
   Los poemas se dividen en capítulos, de Inventario, el primero, podemos citar versos como estos:
 “Recuérdame si la pena merece / desempolvar de música los zapatos, / en fastos las vidrieras / y mi sombrero entristecido que entona / andares de la lluvia”.
     Vemos y sentimos la luz de ese hombre desgastado, bohemio, cuya andar lleva alegría (en fastos las vidrieras) y dolor (y mi sombrero entristecido que entona andares de la lluvia). Pero luego viene el dolor total que expresa, con este verso:
“Hoy ha muerto el poeta”.
     Por el libro transita, después de este inventario, que es resumen de dolor, el génesis, el comienzo, donde nos dice que el poeta era pasión, hálito de vida, pulso de luz y amor:
“He sido el cuerpo que habita la sangre / y una mano sobre otra / desnuda las manzanas / bajo del madrigal / cien alondras / que al corazón estremecía”.
    Porque el poeta vive del oxígeno que respira, donde se alimenta su ser apasionado, cito estos versos:
“Todo es aire en la vida. / La envoltura de mi cuerpo hostil: aire. / El fuego de mis labios / entre cieno y miseria, no más que aire”.
    Los poemas van iluminando el libro, son destellos que fulguran de la mano de Manuel Valero, que sabe retratar con hondura al poeta apasionado que se suicidó, también a la mujer que amó, Matilde, lo que vierte el poemario al apasionamiento romántico, en el que vive como si las páginas respiraran una luz especial:
“Tengo miedo a tu nombre, / a cada mano / que atreve con su vuelo / reinar / la herida de tu carne”.
    El amor, como llaga, como hondura, ofrece dolor y luz al mismo tiempo, se convierte en un lugar donde el erotismo da lugar a una pasión única, que deja huella, como si llegase de lo más íntimo, del tuétano del ser:
“He sembrado en tu vientre / un jardín de alondras. / Con estas manos de cielo / he sembrado / sobre entierros sin sombra / de pan arquitecturas / y desnudas amapolas”.
    Lenguaje poético que nos llega, nos envuelve en palabras que son música y que el poeta, sabiamente, convierte en poema, en esa sintonía que enlaza el ritmo con el lenguaje para llegar al lector.
   Llega luego el climax del libro con Café Montparnasse, donde vemos al poeta, lo sentimos, en poemas que son eco del dolor que asola al hombre herido de amor, en la ciudad de la luz, por ello, destaco, entre todos, Los puentes recobrados, donde el poeta lanza su desesperado canto a Matilde, también a nosotros, lectores ya ensimismados, por la calidad del libro y por el dolor que lleva dentro:
“Algo así, / como la luz descalza / del Sena escondiéndose / O mejor / con zapatos nuevos / en el hábito del agua: / el pañuelo de nubes / en el bolsillo del saco / el cigarro en ayunas / el té de las cuatro y media”.
   Luego dirá la mujer amada que la idea del suicidio viene de la hipocondría del poeta, sin saber, como si estuviésemos ante un diálogo entre Horacio y la Maga, en la inolvidable Rayuela, que son seres hechos para separarse, donde el amor y el dolor se conjugan, como tapices que se deshilachan tras tejerse con esmero.
    Y, al final, antes de dar paso a La corona de flores a la muerte de Jean-Paul Ventoux y al epílogo, nos deja un poema que me estremece y resume muy bien el sentido del libro, la vida y la muerte como hermanas, entrelazadas, bailando al unísono en este poema que nos habla de la carne y su ausencia, la nada final:
“Poso a tientas tu mano, / sombra ingenua, / sin guante alguno de luz asido. / Y nacida de carne / cúspide en arrullos / tiembla la noche. / Poso a tientas tu mano, / frondosa negrura, / veladamente por la niebla y el árbol. / ¿Qué aguardas baile nimio, / caracola crecida de cadera? / Silencio”.
     Como si la música del poema nos llegara, sentimos el final de esta sinfonía que expresa el dolor de un hombre ante la presencia y la ausencia de la amada, pero también vemos su espíritu dolido ante la vida, rasgado por la noche, pero también por la tentativa suicida, ser carne y dejar de serla, para reintegrarse al abismo de la nada.
   Y el final es el silencio, lo que hace culminar el libro, salvo los dos últimos apartados y nos obliga a sufrir por el sufrimiento ajeno, el del poeta suicida, tan parecido al nuestro.
     La poesía luminosa de Manuel Valero nos llega y confirma su talento, in crescendo, como el agua del Sena, ya doliente en nuestros corazones, donde quedamos heridos para siempre por este libro lleno de luz y sombras, como nuestras propias vidas.

   

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