CAFÉ
MONTPARNASSE
O EL MAGISTERIO POÉTICO DE
MANUEL VALERO
POR PEDRO GARCÍA CUETO
Manuel Valero Gómez |
Manuel
Valero Gómez es poeta e investigador (ha trabajado y ha publicado ya varios
libros sobre poetas alicantinos, uno, sobre Juan Gil-Albert, titulado La posesión del ser sin exigencias, de gran calidad, por su profunda investigación
sobre los temas que aparecen en la obra del poeta alcoyano), y autor de un
libro de poemas que me ha suscitado gran interés, Café Montparnasse, publicado por la editorial Devenir, que dirige el
incansable Juan Pastor.
El libro contiene poemas donde podemos
sentir una voz que va hilvanando la historia de Jean-Paul Ventoux y los poemas
que se encontraron en el número 3 de la Rue de Montparnasse, el 16 de febrero
de 1925. Esta voz tiene peso e intensidad, porque transparenta el dolor del
poeta ante el futuro suicidio, como si resucitase un espíritu romántico que el
libro va transmitiendo, una luz apasionada ante la vida, pero repleta de
sombras que Manuel Valero, poeta de voz y fina y notable sensibilidad, va
dejando en los versos.
Los poemas se dividen en capítulos, de
Inventario, el primero, podemos citar versos como estos:
“Recuérdame si la pena merece / desempolvar de
música los zapatos, / en fastos las vidrieras / y mi sombrero entristecido que
entona / andares de la lluvia”.
Vemos y sentimos la luz de ese hombre
desgastado, bohemio, cuya andar lleva alegría (en fastos las vidrieras) y dolor
(y mi sombrero entristecido que entona andares de la lluvia). Pero luego viene
el dolor total que expresa, con este verso:
“Hoy
ha muerto el poeta”.
Por el libro transita, después de este
inventario, que es resumen de dolor, el génesis, el comienzo, donde nos dice
que el poeta era pasión, hálito de vida, pulso de luz y amor:
“He
sido el cuerpo que habita la sangre / y una mano sobre otra / desnuda las
manzanas / bajo del madrigal / cien alondras / que al corazón estremecía”.
Porque el poeta vive del oxígeno que
respira, donde se alimenta su ser apasionado, cito estos versos:
“Todo
es aire en la vida. / La envoltura de mi cuerpo hostil: aire. / El fuego de mis
labios / entre cieno y miseria, no más que aire”.
Los poemas van iluminando el libro, son
destellos que fulguran de la mano de Manuel Valero, que sabe retratar con
hondura al poeta apasionado que se suicidó, también a la mujer que amó,
Matilde, lo que vierte el poemario al apasionamiento romántico, en el que vive
como si las páginas respiraran una luz especial:
“Tengo
miedo a tu nombre, / a cada mano / que atreve con su vuelo / reinar / la herida
de tu carne”.
El amor, como llaga, como hondura, ofrece
dolor y luz al mismo tiempo, se convierte en un lugar donde el erotismo da
lugar a una pasión única, que deja huella, como si llegase de lo más íntimo,
del tuétano del ser:
“He
sembrado en tu vientre / un jardín de alondras. / Con estas manos de cielo / he
sembrado / sobre entierros sin sombra / de pan arquitecturas / y desnudas
amapolas”.
Lenguaje poético que nos llega, nos
envuelve en palabras que son música y que el poeta, sabiamente, convierte en
poema, en esa sintonía que enlaza el ritmo con el lenguaje para llegar al
lector.
Llega luego el climax del libro con Café
Montparnasse, donde vemos al poeta, lo sentimos, en poemas que son eco del dolor
que asola al hombre herido de amor, en la ciudad de la luz, por ello, destaco,
entre todos, Los puentes recobrados, donde el poeta lanza su desesperado canto
a Matilde, también a nosotros, lectores ya ensimismados, por la calidad del
libro y por el dolor que lleva dentro:
“Algo
así, / como la luz descalza / del Sena escondiéndose / O mejor / con zapatos
nuevos / en el hábito del agua: / el pañuelo de nubes / en el bolsillo del saco
/ el cigarro en ayunas / el té de las cuatro y media”.
Luego dirá la mujer amada que la idea del
suicidio viene de la hipocondría del poeta, sin saber, como si estuviésemos
ante un diálogo entre Horacio y la Maga, en la inolvidable Rayuela, que son seres hechos para separarse, donde el amor y el
dolor se conjugan, como tapices que se deshilachan tras tejerse con esmero.
Y, al final, antes de dar paso a La corona
de flores a la muerte de Jean-Paul Ventoux y al epílogo, nos deja un poema que
me estremece y resume muy bien el sentido del libro, la vida y la muerte como
hermanas, entrelazadas, bailando al unísono en este poema que nos habla de la
carne y su ausencia, la nada final:
“Poso
a tientas tu mano, / sombra ingenua, / sin guante alguno de luz asido. / Y
nacida de carne / cúspide en arrullos / tiembla la noche. / Poso a tientas tu mano,
/ frondosa negrura, / veladamente por la niebla y el árbol. / ¿Qué aguardas
baile nimio, / caracola crecida de cadera? / Silencio”.
Como si la música del poema nos llegara,
sentimos el final de esta sinfonía que expresa el dolor de un hombre ante la
presencia y la ausencia de la amada, pero también vemos su espíritu dolido ante
la vida, rasgado por la noche, pero también por la tentativa suicida, ser carne
y dejar de serla, para reintegrarse al abismo de la nada.
Y el final es el silencio, lo que hace
culminar el libro, salvo los dos últimos apartados y nos obliga a sufrir por el
sufrimiento ajeno, el del poeta suicida, tan parecido al nuestro.
La poesía luminosa de Manuel Valero nos
llega y confirma su talento, in crescendo,
como el agua del Sena, ya doliente en nuestros corazones, donde quedamos
heridos para siempre por este libro lleno de luz y sombras, como nuestras
propias vidas.
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