EN HOMENAJE
A ADOLFO CUETO, LUZ QUE SE EXTINGUIÓ COMO UNA LLAMA
POR PEDRO
GARCÍA CUETO
Adolfo Cueto |
Parece difícil escribir cuando está caliente su mirada, sus ojos
atónitos ante el desconcierto del mundo,
parece complejo expresar el dolor si es tan hondo y oscuro, como un túnel donde
tropezamos a ciegas, ebrios de vida pero, sin quererlo, asustados, temerosos,
recordando a Darío, ante “la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”.
Adolfo Cueto, de origen asturiano, pero nacido en Madrid, vino al mundo
un 31 de enero de 1969, comenzó a escribir pronto y en Diario Mundo (2000) recopiló medio centenar de poemas galardonados
en distintos premios.
Fue Premio Emilio Alarcos entre otros, Cueto
logró en Dragados y construcciones
hacer del poema un sedimento, una semilla donde se cultiva el opio de la vida,
esa sed incesante del decir que lleva el poeta, pleno de angustias y soledades,
que, a duras penas, entrevé lo luminoso del día, como el sol que filtra las
vidrieras de nuestro pensamiento.
Cueto fue un hombre de sonrisa franca, de pensamiento sobrio, de gran
calado existencial. Juntos, como dos náufragos, hablamos del apellido
coincidente, él proveniente de Asturias, yo, quizá de un antepasado norteño que
no adivino a reconocer. Juntos leímos un día de lluvia en el mes de junio del
2015, en plena Feria del Libro, en una carpa donde oíamos el estruendo de las
gotas, como si llorara el cielo, poemas de Aleixandre y Jorge Guillén, junto a
amigos tan queridos como Fernando Delgado o Javier Lostalé. Cueto era preciso como
un pensamiento, decía el verso con el eco de los que ya han perdido la niñez y
enfrentan la vida adulta como una estoica aventura hacia ninguna parte, pero
latía vida, entusiasmo, sin dejar el rigor que siempre le caracterizaba.
Parece que le escucho, mientras las gotas de lluvia acariciaban la lona
de aquella carpa, mientras Lostalé cerraba los ojos, como acostumbra, para que
las palabras fueran más hondas, para que el lenguaje poético de los grandes del
27 llegase como un viento fuerte que empuja y acaricia a la vez a sus
espectadores, había en Cueto una ternura de niño mayor, que ya sabe que el
tiempo lo destroza todo.
Me
gustaría recordarlo en dos poemas, pertenecientes a Palabras subterráneas, porque las palabras de Adolfo lo eran,
penetraban más allá del eco, envolviendo su dicción en una fuga del mundo, se
hacían armonía, cuando él las conjugaba con su voz grave, de hombre que buscaba
la niñez en cada paso.
En
el poema “Huérfanos a medianoche”, dice:
“Juguetes rotos por / la resaca de la vida, colillas / azotadas, por el viento / cuando la soledad se apodera del mundo y un dolor / en mí-más grande, madre / que mis días- sobre un /tráfico mudo”
En
el poema vemos al hombre solo, que lleva la “resaca violenta de la vida”,
también al hombre que fuma para vencer al dolor, haciendo volutas de humo, como
pensamientos heridos por la vida: “colillas / azotadas por el viento”, vive en
el poeta la infancia, el deseo de invocar a la madre, siendo ya huérfano,
abandonado a la vida, despegado para siempre de la felicidad de la niñez.
Cueto sabe que toda vida es ruptura, quiebra, cesura, que tras la niñez
se abre un camino insondable, donde lo hosco y lo violento lo asolan todo.
El
ruido, ese “tráfico mudo”, porque el exterior no es nada, desprendido de la
niñez, hombre en su guarida, protegido por los versos del mundo.
El
poeta busca a la madre, hambriento de besos en un mundo desolador: “dejando esa
fractura del adiós / en que te busco”.
Esa
“fractura del adiós” es el despojamiento de la niñez, el ser huérfano para
siempre, porque es un hombre que ya no tiene padres, son solo querencias del
ayer, cuando realmente vivió la vida, hay un eco de César Simón, del hombre
ensimismado que el poeta valenciano nos dejó en “Extravío”, pero también del
Brines de “Las brasas”, ese hombre que se ve a sí mismo viejo, hecho ya ceniza
cuando fue luz. Vive también ese mundo de Javier Lostalé, ese resplandor del
beso, cuando hay un hueco entre dos seres, los que se aman y se pierden en la
hondura de la noche.
En el
poema “Marina habla con los árboles”, la protagonista habla con los árboles, ya
que la Naturaleza es eterna y nos reconcilian con el mundo, con el niño que
fuimos, sabe Cueto que hay una niñez añorada y dice:
“Marina habla con los árboles, entiende / su alta edad, su estremecimiento / del verano en sus hojas. Por su espina dorsal / como a esa rama tierna, recién / brotada, asciende / este coro danzante, sonajero del viento / que le canta al oído”.
Dice
el poeta que el viento lleva un sonido, como aquellos pastores que cantaban a
la amada en los antiguos poemas pastoriles, también recorre el físico del
árbol, eterno, frente al ser humano, siempre complejo por su mortalidad. El
árbol habla, musita, es “coro danzante”, porque se cimbrea en su esplendor de
hojas que lo hacen “sonajero del viento”.
Sin
duda, Cueto hace un guiño a la niñez, ese sonajero que acuna al niño pequeño,
hay, sin duda, un lenguaje en el árbol, porque para el poeta todo es lenguaje,
todo es eco de una voz niña, la de la Naturaleza en su esplendor.
Dice
el poeta:
“Pecho alado y en paz, / criatura tan adentro / como un cielo de agosto / hacia arriba, en lo alto, / donde canta la vida, donde la vida es / bella aún”.
Esplende el mundo y el poeta nos invita a sentir el canto de las cosas,
todavía hay eco del verano, la infancia perdida aún late en esa estación de
sortilegios.
Valga este homenaje a Adolfo Cueto, quizá ahora encuentre al niño que
fue, lejos del dolor adulto, quizá vuelva su tono grave a la Naturaleza, se haga
espacio en ese mundo que amó, el de las flores, los árboles, las montañas de
esa Asturias añorada, viva en su interior, como un desterrado en un Madrid de
coches y de sombras.
Parece que lo veo aquel día, recitando, mientras el día iba dejando su torrente de agua, en
aquellas lágrimas del cielo que se hacían armonía con los poemas de Aleixandre
y Guillén, había un presagio, el del tiempo que cumple su condena, hoy más
triste rindo este homenaje a un gran poeta y, mejor aún, un buen amigo.
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