Hugo de Mendoza (Guadalajara, México, 1976). Es poeta y editor. En 2002 fundó el colectivo Literagen.
En 2009 editó la revista de crítica literaria El Golem. Ha publicado los libros
de poemas Danzar del Agua (2009) y 34 Episodios de Piscis (2010). Ha
impartido talleres de creación literaria en escuelas secundarias. Algunos de
sus poemas han sido traducidos al portugués y al inglés. Ha sido publicado por
medios impresos como la Revista de la UAM y por medios electrónicos como
Círculo de Poesía (México), Letras.s5 (Chile), Ómnibus (España), Panorama Cultural (Suecia) y La Otra Poesía
(México). Ha dado las siguientes conferencias: Acercamiento a la poesía
latinoamericana escrita por mujeres en el siglo XX (Literatura en el Café de
Nadie), Acercamiento al poema en prosa (Feria Internacional del Libro en
Minería) y Homenaje a Federico García Lorca (Feria del Libro del Zócalo).
Actualmente coordina los ciclos de Crítica de la poesía y narrativa en México y
el encuentro de poetas Vértice en el Tiempo. Prepara su tercer libro de poemas.
Poemas de Hugo de Mendoza
Epístola del niño
(Señor M)
Señor M:
No cierre usted los ojos. No se pierda en el infinito. No se haga usted el
cadáver o simule ser una letra filosofal. No porque su crimen fue anónimo se
haga el que no me escucha. Ayer. Cuántos ayeres. Ayer entró a uno de mis
razonamientos y se robó la llave de mi habitación. Me quedé viviendo el hielo del
remordimiento. Es terrible la nada. Es terrible mirarse en la conciencia sin la
llave para entrar a la calefacción del cuarto. Y usted, dónde estaba cuando
todos me culpaban. Entró a la habitación. Abrió el vino. Se embriagó con un
pierrot que perdía equilibrio en un avión de juguete. Se reía mucho usted,
¿verdad? Mucho histrionismo le causaba saber mi envejecimiento. No tuvo piedad
de mi esfuerzo por conservar ese espíritu de niño. Desordenó todos mis juegos
de mesa. Aplastó los caballos azules que recibo el 30 de cada año. Hizo muecas a
una imagen de Cristo. Se dijo comunista y negó la existencia de un amigo
imaginario que jugaba a los dados con Jesús. Descolgó mis banderines de fútbol
y con ellos mi única anotación a la vorágine de estar en la red del misticismo.
Usted sembró una planta de coca en mi diario. Fundó el museo de mis terrores y
los distribuyó en los andenes de mis días. Me enseñó la palabra: tragedia. Por
usted supe que los aviones usan diesel y fracasó mi experimento de volar en un
poema. Creía en la existencia de los
misterios en la selva chiapaneca, y usted los cargó de escopetas para asesinar
leopardos y saquear su medicina. Señor M, usted no es yo. Recuerde que lo
abandoné en el futuro. Avance por las escaleras hacia abajo y tráguese el
infierno. Llévese en sus colmillos toda su alma digitalizada. No existirá su
preservativo en la memoria de un juguete. Muérdase las venas. Usted no es yo.
Usted ha quedado calvo mientras mi madre me recuerda hace 20 años. No insista
en que me robé los 5000 pesos. Ya no tengo culpa. Hace mucho frío en mi realidad
de enfrentar la pirotecnia y toda su política pragmática. Debo entrar a dormir.
Señor M, salga usted de mi pensamiento.
Traslado
al voltaje libre
Los cerros de basura son cúspides de oro
para los niños que saltan entre perros desnutridos. El sol asoma por las
botellas, se lava por una tina con aluminio, secretea por el hocico de una
rata, una mosca tornasol. Es la hora en que los pepenadores se embriagan de
charanda, levantan sus vasos implorando a una virgen de barro, encontrar alguna
prostituta. Las mujeres desde sus casas de cartón, se masturban en silencio,
hierven su miseria en las verduras, miden la temperatura del caldo con 3
orgasmos en sus dedos, estudian el alza de los precios para convertir las
legumbres y las semillas en un manjar. Es domingo de resurrección, un río de agua
brava descansa en paz. Los niños con algunos centavos llegan a su orilla y le
pagan a un niño mayor que los cruce. En ese viaje, escuchan el repicar de las
campanas, las sirenas que alfabéticamente los arrastran al voltaje de una
silla.
Deleite,
enfrentamiento con hormigas
Cuánta musicalidad hacen las hormigas al
comenzar el amor. No puedo, no deseo quedarme sordo, sus falsetes son tranvías
cruzando mis oídos. Y mi apetito es voraz, terapéutico, ortodoxo y reportero,
que no puede dejar de escuchar esa partitura de sobrepoblación.
Han pasado ya decenas de minutos como si
fueran inflaciones en el buche de un sapo. Sigo expectante al desastre de esa
ebullición hormiguera por todas partes. Permanezco en vigilia, absurdo a ese
puntillismo con patas marchando por mí brazo, con sus mandíbulas ansiosas por
el azúcar semanal, con sus cabezas aspirando el oxígeno del mundo y esos
terribles ojos, que saben del presupuesto sexenal y de los fondos para la
concesionaria de insecticida.
Tendré que limpiar la cal de mis pobres
manos, antes de que se traguen mis uñas, de que trepen por mi ego y hagan de mi
cama un prostíbulo de recuperación por los caídos en batalla.
Debo proteger la miel de mi descendencia.
¿Dónde habré dejado el alfiler para desinflarles el estómago? Enciendo la
licuadora para enfrentarlas, azoto mi pantufla para sepultarlas entre su
excremento seco, esto no es un genocidio, es el sudor por conservar mi
respiración, mi soberanía intacta y ebria, aunque sea sólo en mi bolsillo,
aunque sea sólo en este segundo, mientras otra mano no me aplaste.
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