martes, 8 de abril de 2014

Julio Cortázar. Cien años de un gran fabulador

CIEN AÑOS DE UN GRAN FABULADOR, JULIO CORTÁZAR

POR PEDRO GARCÍA CUETO


  
Julio Cortázar, París, 1968
Julio Cortázar nació en Bruselas en 1914, este año se cumplen cien años de su nacimiento. Su poderosa narrativa aún vuela alto en la memoria de muchos lectores que quedaron heridos para siempre por el juego de paradojas de Rayuela o de sus cuentos. Cortázar posa su mirada de hombre imaginativo, de poderoso narrador por los senderos de un mundo gris y opaco donde todos buscamos desesperadamente a La Maga, metáfora de la ilusión y de la espontaneidad, en un mundo cada vez más sombrío y desesperanzador.
    La Maga es el encantamiento, en el oasis donde podemos beber todavía, ávidos de luz en el túnel de nuestra vida.
   El escritor argentino empezó con el Bestiario, en 1951, era un literato porteño de poderosa prosa que empezó a ganarse la vida como traductor de organismos internacionales.
   Pero serán fructíferos los quince años siguientes, la colección de relatos Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y de famas (1962), Todos los fuegos del fuego (1962). Narrador de imaginación siempre creciente, que se alimenta del mundo, pero que lo supera, dota a los relatos de espejismos donde late el hombre que quiso ser, el extraño que deambula por la vida, con voz alucinada, como si naciese del sueño, antes del despertar.
   Si en los cuentos, la duda tiene tintes kafkianos, en las novelas hay discusión y divagación teórica. Si en los primeros, el escritor argentino nos abre una ventana al extrañamiento existencial, en su novela, la más afamada, Rayuela, recrea un vasto monólogo sobre la existencia, sus espejos y sus frustraciones.
   Sin duda alguna, Cortázar se nutre de la prosa de Borges, comprende que el gran narrador argentino ya había abierto la prosa a un mundo de espejismos y de sombras, en sus famosas Ficciones, pero Cortázar dota a la literatura de un rico juego verbal, las palabras en Rayuela buscan representar el mundo. El principio de la novela ya es una declaración de amor a la vida, a través de La Maga, porque ella representa lo que Oliveira no es, espontaneidad, despreocupación, bohemia vital, lejos de ese hombre sesudo que entiende la vida desde el arte, no solo para soportarla, sino también para justificarla.


   Oliveira es Cortázar, pero también es La Maga, como si el narrador viviese respirando el oxígeno de dos personajes que se complementan en sus antagonismos, ambos entienden la vida de forma distinta, pero en ambos puede darse el hombre feliz, que lucha con la inteligencia para no hacer de ella un motivo de infelicidad y con la ignorancia para que esta no le enrede en la inutilidad de una vida sin fundamentos, con esa simbiosis, inteligencia y espontaneidad y capacidad de soñar, el escritor argentino modela al hombre o la mujer feliz, un ser que vive la realidad y se evade de ella, al mismo tiempo.
   En Historias de Cronopios y de famas, Cortázar comprende el mundo como si pudiese ser traducido en un sistema de marionetas, los “cronopios”, poéticos e imprevisibles, o los “famas”, prácticos y respetables, y las serviciales esperanzas.
   Hay cuentos como “El perseguidor”, que hacen gala del narcisismo del autor, tan bien expuesto en Rayuela como parapeto para defenderse ante el mundo, ante sus mediocridades y ante el mal que circundó al siglo XX. En estas ocasiones, el escritor se oculta en los personajes, los deja vivir y respirar, para que nos asombren, nos den un hálito vital y nos dejen heridos para siempre por sus sombras y sus luces.
    Cortázar fue deudor de Borges, pero también de Roberto Arlt y de aquellos que han entendido la literatura como un juego, donde el absurdo también está presente, con ironía, pero también con piedad hacia el lado oscuro del mundo.
   Para concluir, cabe decir que el escritor murió en París el 12 de febrero de 1984 a los sesenta y nueve años (hubiese cumplido setenta en agosto de ese año), como Vallejo, de una infección de Sida contraída en un hospital, por culpa de una transfusión de sangre, tras la muerte, poco antes, de su esposa. La fatalidad, como en la vida de Camus, se cebó con él, porque, descreído de Dios, algo en el destino lo marcó, con sus terribles designios.
    Hubiera cumplido este año cien años, el mejor homenaje es leer sus obras, pasear por París con La Maga, enamorarse de Rocamadour, ese niño herido por la ceguera de Dios, pero amado por Oliveira y por La Maga, o dejarse llevar por esos personajes que en cada momento se asombran de su propia existencia, como si fuese un milagro, siempre a punto de romperse como un cristal.

     El escritor argentino nos deja un gran legado, para muchas generaciones, las que se asombraron en los sesenta y las que las seguido, cuna de lectores que, al igual que en la narrativa de Borges, Arlt o el gran Kafka, siempre han valorado lo mágico de un lenguaje que nos llega adentro, para hacerse inmortal, más allá de nuestra propia vida, un lenguaje que quedará como todo lo clásico, más allá de nuestra época, para iluminar, con su luz, a las que quedan por venir.

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