CIEN AÑOS
DE UN GRAN FABULADOR, JULIO CORTÁZAR
POR PEDRO
GARCÍA CUETO
Julio Cortázar, París, 1968 |
La Maga es el encantamiento, en el oasis
donde podemos beber todavía, ávidos de luz en el túnel de nuestra vida.
El escritor argentino empezó con el Bestiario, en 1951, era un literato
porteño de poderosa prosa que empezó a ganarse la vida como traductor de
organismos internacionales.
Pero serán fructíferos los quince años
siguientes, la colección de relatos Final
de juego (1956), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y de famas
(1962), Todos los fuegos del fuego
(1962). Narrador de imaginación siempre creciente, que se alimenta del mundo,
pero que lo supera, dota a los relatos de espejismos donde late el hombre que
quiso ser, el extraño que deambula por la vida, con voz alucinada, como si
naciese del sueño, antes del despertar.
Si en los cuentos, la duda tiene tintes
kafkianos, en las novelas hay discusión y divagación teórica. Si en los
primeros, el escritor argentino nos abre una ventana al extrañamiento
existencial, en su novela, la más afamada, Rayuela, recrea un vasto monólogo
sobre la existencia, sus espejos y sus frustraciones.
Sin duda alguna, Cortázar se nutre de la
prosa de Borges, comprende que el gran narrador argentino ya había abierto la
prosa a un mundo de espejismos y de sombras, en sus famosas Ficciones, pero Cortázar dota a la
literatura de un rico juego verbal, las palabras en Rayuela buscan representar
el mundo. El principio de la novela ya es una declaración de amor a la vida, a
través de La Maga, porque ella representa lo que Oliveira no es, espontaneidad,
despreocupación, bohemia vital, lejos de ese hombre sesudo que entiende la vida
desde el arte, no solo para soportarla, sino también para justificarla.
Oliveira es Cortázar, pero también es La
Maga, como si el narrador viviese respirando el oxígeno de dos personajes que
se complementan en sus antagonismos, ambos entienden la vida de forma distinta,
pero en ambos puede darse el hombre feliz, que lucha con la inteligencia para
no hacer de ella un motivo de infelicidad y con la ignorancia para que esta no
le enrede en la inutilidad de una vida sin fundamentos, con esa simbiosis,
inteligencia y espontaneidad y capacidad de soñar, el escritor argentino modela
al hombre o la mujer feliz, un ser que vive la realidad y se evade de ella, al
mismo tiempo.
En Historias
de Cronopios y de famas, Cortázar comprende el mundo como si pudiese ser
traducido en un sistema de marionetas, los “cronopios”, poéticos e
imprevisibles, o los “famas”, prácticos y respetables, y las serviciales
esperanzas.
Hay cuentos como “El perseguidor”, que hacen
gala del narcisismo del autor, tan bien expuesto en Rayuela como parapeto para
defenderse ante el mundo, ante sus mediocridades y ante el mal que circundó al
siglo XX. En estas ocasiones, el escritor se oculta en los personajes, los deja
vivir y respirar, para que nos asombren, nos den un hálito vital y nos dejen
heridos para siempre por sus sombras y sus luces.
Cortázar fue deudor de Borges, pero también
de Roberto Arlt y de aquellos que han entendido la literatura como un juego,
donde el absurdo también está presente, con ironía, pero también con piedad
hacia el lado oscuro del mundo.
Para concluir, cabe decir que el escritor
murió en París el 12 de febrero de 1984 a los sesenta y nueve años (hubiese
cumplido setenta en agosto de ese año), como Vallejo, de una infección de Sida
contraída en un hospital, por culpa de una transfusión de sangre, tras la
muerte, poco antes, de su esposa. La fatalidad, como en la vida de Camus, se
cebó con él, porque, descreído de Dios, algo en el destino lo marcó, con sus
terribles designios.
Hubiera cumplido este año cien años, el
mejor homenaje es leer sus obras, pasear por París con La Maga, enamorarse de
Rocamadour, ese niño herido por la ceguera de Dios, pero amado por Oliveira y
por La Maga, o dejarse llevar por esos personajes que en cada momento se
asombran de su propia existencia, como si fuese un milagro, siempre a punto de
romperse como un cristal.
El escritor argentino nos deja un gran
legado, para muchas generaciones, las que se asombraron en los sesenta y las
que las seguido, cuna de lectores que, al igual que en la narrativa de Borges,
Arlt o el gran Kafka, siempre han valorado lo mágico de un lenguaje que nos llega
adentro, para hacerse inmortal, más allá de nuestra propia vida, un lenguaje
que quedará como todo lo clásico, más allá de nuestra época, para iluminar, con
su luz, a las que quedan por venir.
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