viernes, 8 de marzo de 2019

Presentación Casa de cielo de Héctor Perea


Casa de cielo, libro de relatos de Héctor Perea
Feria Internacional del libro. Palacio de Minería. 23 de febrero de 2019

Por Norma Patiño
Profesora e investigadora mexicana

Casa de cielo de Héctor Perea
Portada Casa de cielo
Parece que todo se ha dicho sobre las diversas formas de narrar y de escribir los relatos. Sin embargo cuando se lee Casa de cielo, queda la impresión de que no es así, este libro es un experimento fabuloso de los viajes de la imaginación y del lenguaje. Héctor Perea nos demuestra que no hay reglas en este género. ¿Cómo empezar a describirlo? Este es un libro insólito, una serie de historias de los pensamientos y un ejemplo de la libertad de la imaginación literaria.

Hay que decir que estos cuentos de Héctor son suigéneris, nada los puede etiquetar en un estilo narrativo clasificado, son verdaderamente una “varia invención”, para jugar con aquel título del siempre admirado Juan José Arreola. ¿Por dónde asir Casa de cielo? Perea nos da una clave cuando cita, en uno de sus epígrafes, a Alfred Polgar: “Era un grano de arena en la orilla de la existencia” (pág. 17). Esa es una de sus estrategias, contar la importancia de cosas aparentemente tan insignificantes como un grano de arena en la vida de alguien, ¿o de algo?, al grado de llegar a la abstracción pura. Y sobre esa “norma”, el autor nos sacude con sus idas y venidas, digo venidas y valga el doble sentido en alguno de sus textos (Vista del interior, pág. 67), del mundo real a la fantasía más sublime, del presente al pasado o al futuro, las ideas y la memoria corren más rápido que la lengua y que los dedos sobre el teclado. Los vaivenes del deseo se vuelven palabras/textos.

En la prosa impecable y libre de Héctor Perea se encuentra una voz coloquial fascinante, o mejor dicho, varias voces, porque hay muchos interlocutores, a veces dentro de una misma historia; hay en ella una expresión deleitable, una intimidad inesperada que apenas se deja ver por los intersticios. El uso del lenguaje autónomo, a veces abstracto funciona sin reglas. El autor entra y sale de esa intimidad, nos cuenta una escena y de pronto está en otro lado, corre, conduce, viaja, siente, saborea, recuerda y regresa a la escena. Funciona como los pensamientos mezclados con las emociones, no es verdad que hay una perfecta linealidad en cómo pensamos, a veces estamos trabajando en algo y de pronto trascurren por nuestra mente ideas e imágenes de forma desordenada: “olvidé apagar la luz del cuarto”, “tengo ganas de algo frío”, o llega algún recuerdo familiar, en fin, cualquier otra distracción, y volvemos a lo que nos ocupa. Perea vuelve a la historia una y otra vez y nos involucra en ese ir y venir, y esa es la lógica de sus cuentos, un poco como la lógica de los sueños, trabaja en un orden “desordenado”. Como dije antes, Casa de cielo es un espléndido ejercicio de la imaginación.

“La memoria encubierta” (pág.21) es uno de mis favoritos, es especialmente cautivador. Un hombre nos cuenta: “Una mañana, camino del trabajo, me detuve a comprar cigarros en un changarrito y sin querer junto al portón de la vecindad, escuché esa plática por primera vez. En seguida puse el ojo frente a la cerradura enorme y oxidada. La mujer frotaba ropa en el lavadero del patio mientras hablaba sobre su hijo con otra vecina, muy bajita y como tímida. Inesperadamente, de un día para otro, el joven había tenido que abandonar el vecindario y el país. Y a la pobre no le había dejado sino recuerdos con claridades diversas…” Este hombre, que va a comprar cigarros, alcanza a escuchar esa historia que apenas se boceta, desde una cerradura consigue medio a ver a las mujeres, la curiosidad que se le despierta al personaje nos contagia, de pronto la revelación que implican sus palabras cobra una importancia inimaginable. La frustración al no poder escuchar el final de la historia, ni poder ponerle caras a los protagonistas, es desesperante. Me hizo recordar algo que de seguro nos ha pasado a todos, alguna vez, mientras me relajaba en el vapor del gimnasio, un par de chicas a las que no les pude ver el rostro, ni pude identificar sus voces, contaban una historia que me hizo quedarme más tiempo de lo planeado, me acaloré hasta el agotamiento a más de 45 grados de calor húmedo, llegué tarde a mis citas, las cosas se me alteraron, todo con tal de escuchar el chisme. Y ni siquiera llegué a enterarme del desenlace. Es algo raro, una historia que no nos incumbe para nada, pero que nos causa una enorme curiosidad y expectación, puede hacernos sentir que algo no se ha completado en nuestro día. Pero en la literatura esto sólo sucede cuando algo está bien contado.

Cuando leí “Ni la boca andaba” (pág. 17) no pude dejar de recordar “La pasión según G.H.”  de Clarice Lispector, novela extraña que cuenta la obsesión de la protagonista por una cucaracha que se le aparece de pronto en la puerta de un ropero, un viaje insólito e insoportable por ese universo minúsculo, mezclado con lo cotidiano, aparentemente insignificante, pero que crece en importancia vinculado a la vida y a la memoria de la narradora, un juego de poderes: “La cucaracha con la materia blanca me miraba. No sé si me veía, no sé lo que una cucaracha ve. Pero ella y yo nos mirábamos, y tampoco sé lo que una mujer ve. Pero si sus ojos no me veían, su existencia me existía –en el mundo primario donde había entrado, los seres existen en los otros como un modo de verse…”[1] Y toda la novela gira alrededor de este pequeño cosmos, son ella y la cucaracha. Hasta ahí Clarice Lispector. Pero sigamos con un fragmento del cuento de Héctor (“Ni la boca andaba”): “Con la espalda bien untada al pan se escurrió por un costado, poco a poco, hasta descubrir a lo lejos, en una esquina de la mesa, la torre cilíndrica y avidriada. De no haber sido por el frío, que comenzaba a hacer de piedra sus extremidades, hubiera trepado sobre el hielo de la limonada para alejarse del peligro. Al contrario, y sin más remedio, siguió a flote sobre la marea tranquila y pegajosa,  con el cuerpo estirado, las nalgas sobresalientes del líquido. Bien dormidas.” Personaje minúsculo, un enano sacado de un cuadro fantástico, o bien podría ser un insecto mostrando su mísera existencia en un mundo de gigantes. El autor nos deja la tarea de interpretar a nuestro juicio. Ese es el efecto de este cuento, de pronto todo parece enorme y vital en las palabras de Perea.  

Hay algo característico en estos relatos, la minuciosa observación de los espacios, hay un conocimiento y un disfrute de lo urbano, de las calles y de los paisajes en las ciudades que describe, Roma y otros sitios italianos, la ciudad de México, pueblos y carreteras, su gusto por la comida, como la pasta farfalle italiana en “El barrio francés”, con todo esto Héctor se “revela” como en una fotografía, se advierte a un sibarita, a un viajero incansable, a un amante del arte, de la vida y de sus placeres.

Los cuentos de Casa de cielo son el observatorio de las cosas inesperadas, despiadadas, donde los detalles son el centro de todo. Es tremenda la energía que demanda la lectura detallada de estas narraciones, donde se termina agotado de hacer los viajes por el tiempo, o por carretera, o por las sombras de una pared, o por los colores de una pintura, o por los recuerdos de algo que está en otras geografías, en fin, cada pieza, digámoslo así, es una idea narrativa libre y caprichosa en su forma y estructura, sin embargo, aunque su lenguaje coloquial, urbano, parezca tan espontáneo, detrás de toda esa libertad, hay un rigor inquebrantable, porque no cede en su propósito, en sus “pistas” breves, porque Héctor Perea es un estudioso de la lengua, un amante de las palabras y de su importancia, y un académico e investigador empedernido.  Sabe lo que hace.


[1] Lispector, Clarice. La pasión según G.H. Ed. Gandhi. México 2015. Pág. 87.

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