Feria Internacional del
libro. Palacio de Minería. 23 de febrero de 2019
Por Norma Patiño
Profesora e investigadora mexicana
Portada Casa de cielo |
Parece que todo se ha dicho sobre las diversas
formas de narrar y de escribir los relatos. Sin embargo cuando se lee Casa de cielo, queda la impresión de que
no es así, este libro es un experimento fabuloso de los viajes de la
imaginación y del lenguaje. Héctor Perea nos demuestra que no hay reglas en
este género. ¿Cómo empezar a describirlo? Este es un libro insólito, una serie
de historias de los pensamientos y un ejemplo de la libertad de la imaginación
literaria.
Hay que decir que estos cuentos de Héctor
son suigéneris, nada los puede etiquetar
en un estilo narrativo clasificado, son verdaderamente una “varia invención”,
para jugar con aquel título del siempre admirado Juan José Arreola. ¿Por dónde
asir Casa de cielo? Perea nos da una
clave cuando cita, en uno de sus epígrafes, a Alfred Polgar: “Era un grano de
arena en la orilla de la existencia” (pág. 17). Esa es una de sus estrategias, contar
la importancia de cosas aparentemente tan insignificantes como un grano de
arena en la vida de alguien, ¿o de algo?, al grado de llegar a la abstracción pura.
Y sobre esa “norma”, el autor nos sacude con sus idas y venidas, digo venidas y
valga el doble sentido en alguno de sus textos (Vista del interior, pág. 67), del
mundo real a la fantasía más sublime, del presente al pasado o al futuro, las
ideas y la memoria corren más rápido que la lengua y que los dedos sobre el
teclado. Los vaivenes del deseo se vuelven palabras/textos.
En la prosa impecable y libre de Héctor
Perea se encuentra una voz coloquial fascinante, o mejor dicho, varias voces,
porque hay muchos interlocutores, a veces dentro de una misma historia; hay en
ella una expresión deleitable, una intimidad inesperada que apenas se deja ver
por los intersticios. El uso del lenguaje autónomo, a veces abstracto funciona
sin reglas. El autor entra y sale de esa intimidad, nos cuenta una escena y de
pronto está en otro lado, corre, conduce, viaja, siente, saborea, recuerda y
regresa a la escena. Funciona como los pensamientos mezclados con las
emociones, no es verdad que hay una perfecta linealidad en cómo pensamos, a
veces estamos trabajando en algo y de pronto trascurren por nuestra mente ideas
e imágenes de forma desordenada: “olvidé apagar la luz del cuarto”, “tengo
ganas de algo frío”, o llega algún recuerdo familiar, en fin, cualquier otra
distracción, y volvemos a lo que nos ocupa. Perea vuelve a la historia una y
otra vez y nos involucra en ese ir y venir, y esa es la lógica de sus cuentos, un
poco como la lógica de los sueños, trabaja en un orden “desordenado”. Como dije
antes, Casa de cielo es un espléndido
ejercicio de la imaginación.
“La memoria encubierta” (pág.21) es uno de
mis favoritos, es especialmente cautivador. Un hombre nos cuenta: “Una mañana,
camino del trabajo, me detuve a comprar cigarros en un changarrito y sin querer
junto al portón de la vecindad, escuché esa plática por primera vez. En seguida
puse el ojo frente a la cerradura enorme y oxidada. La mujer frotaba ropa en el
lavadero del patio mientras hablaba sobre su hijo con otra vecina, muy bajita y
como tímida. Inesperadamente, de un día para otro, el joven había tenido que
abandonar el vecindario y el país. Y a la pobre no le había dejado sino
recuerdos con claridades diversas…” Este hombre, que va a comprar cigarros, alcanza
a escuchar esa historia que apenas se boceta, desde una cerradura consigue
medio a ver a las mujeres, la curiosidad que se le despierta al personaje nos
contagia, de pronto la revelación que implican sus palabras cobra una importancia
inimaginable. La frustración al no poder escuchar el final de la historia, ni
poder ponerle caras a los protagonistas, es desesperante. Me hizo recordar algo
que de seguro nos ha pasado a todos, alguna vez, mientras me relajaba en el
vapor del gimnasio, un par de chicas a las que no les pude ver el rostro, ni
pude identificar sus voces, contaban una historia que me hizo quedarme más
tiempo de lo planeado, me acaloré hasta el agotamiento a más de 45 grados de
calor húmedo, llegué tarde a mis citas, las cosas se me alteraron, todo con tal
de escuchar el chisme. Y ni siquiera llegué a enterarme del desenlace. Es algo raro,
una historia que no nos incumbe para nada, pero que nos causa una enorme curiosidad
y expectación, puede hacernos sentir que algo no se ha completado en nuestro
día. Pero en la literatura esto sólo sucede cuando algo está bien contado.
Cuando leí “Ni la boca andaba” (pág. 17) no
pude dejar de recordar “La pasión según G.H.” de Clarice Lispector, novela extraña que
cuenta la obsesión de la protagonista por una cucaracha que se le aparece de
pronto en la puerta de un ropero, un viaje insólito e insoportable por ese
universo minúsculo, mezclado con lo cotidiano, aparentemente insignificante,
pero que crece en importancia vinculado a la vida y a la memoria de la
narradora, un juego de poderes: “La cucaracha con la materia blanca me miraba.
No sé si me veía, no sé lo que una cucaracha ve. Pero ella y yo nos mirábamos,
y tampoco sé lo que una mujer ve. Pero si sus ojos no me veían, su existencia
me existía –en el mundo primario donde había entrado, los seres existen en los
otros como un modo de verse…”[1]
Y toda la novela gira alrededor de este pequeño cosmos, son ella y la
cucaracha. Hasta ahí Clarice Lispector. Pero sigamos con un fragmento del
cuento de Héctor (“Ni la boca andaba”): “Con la espalda bien untada al pan se
escurrió por un costado, poco a poco, hasta descubrir a lo lejos, en una
esquina de la mesa, la torre cilíndrica y avidriada. De no haber sido por el
frío, que comenzaba a hacer de piedra sus extremidades, hubiera trepado sobre
el hielo de la limonada para alejarse del peligro. Al contrario, y sin más
remedio, siguió a flote sobre la marea tranquila y pegajosa, con el cuerpo estirado, las nalgas
sobresalientes del líquido. Bien dormidas.” Personaje minúsculo, un enano sacado
de un cuadro fantástico, o bien podría ser un insecto mostrando su mísera
existencia en un mundo de gigantes. El autor nos deja la tarea de interpretar a
nuestro juicio. Ese es el efecto de este cuento, de pronto todo parece enorme y
vital en las palabras de Perea.
Hay algo característico en estos relatos, la
minuciosa observación de los espacios, hay un conocimiento y un disfrute de lo
urbano, de las calles y de los paisajes en las ciudades que describe, Roma y
otros sitios italianos, la ciudad de México, pueblos y carreteras, su gusto por
la comida, como la pasta farfalle italiana en “El barrio francés”, con todo
esto Héctor se “revela” como en una fotografía, se advierte a un sibarita, a un
viajero incansable, a un amante del arte, de la vida y de sus placeres.
Los cuentos de Casa de cielo son el observatorio de las cosas inesperadas,
despiadadas, donde los detalles son el centro de todo. Es tremenda la energía
que demanda la lectura detallada de estas narraciones, donde se termina agotado
de hacer los viajes por el tiempo, o por carretera, o por las sombras de una
pared, o por los colores de una pintura, o por los recuerdos de algo que está
en otras geografías, en fin, cada pieza, digámoslo así, es una idea narrativa
libre y caprichosa en su forma y estructura, sin embargo, aunque su lenguaje
coloquial, urbano, parezca tan espontáneo, detrás de toda esa libertad, hay un
rigor inquebrantable, porque no cede en su propósito, en sus “pistas” breves, porque
Héctor Perea es un estudioso de la lengua, un amante de las palabras y de su
importancia, y un académico e investigador empedernido. Sabe lo que hace.
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