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lunes, 5 de julio de 2021

Desdichas de la fortuna de los hermanos Machado


DESDICHAS DE LA FORTUNA O JULIANILLO VALCÁRCEL. 
GUÍA DIDÁCTICA

Autor: MANUEL Y ANTONIO MACHADO. Edición y guía didáctica de José Luis  Abraham López

Año de Publicación: 2021

Colección: Teatro

ISBN-13: 978-84-18566-12-7

Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel es la primera obra dramática que Manuel y Antonio Machado firmaron juntos. Independientemente de la historia del hijo bastardo del conde-duque de Olivares y del trasfondo histórico que recorre los cuatro actos, es en su amplia galería de personajes donde los autores ponen en práctica su teoría renovadora del teatro, fundamentada sobre todo en la importancia de los diálogos, monólogos y apartes, si tenemos en cuenta que es a través de la palabra como manifestamos nuestra auténtica individualidad.

Acompaña al texto dramático una guía didáctica con la que trabajar aspectos fundamentales como la comprensión y expresión escritas, el lenguaje y el estilo empleado por los autores, los personajes, etc., incluyendo actividades enfocadas al análisis, interpretación y debate sobre temas de actualidad que aparecen en la tragicomedia.

Teniendo esta como referencia, se ponen en relación otras expresiones artísticas (literatura, pintura, música y cine) con materias didácticas como la geografía e historia, el arte y la filosofía, la cultura clásica y el inglés, etc. con una visión plural, interdisciplinar e integra.


domingo, 10 de enero de 2021

Estanterías vacías de Ricardo Bellveser

 LA VIDA ES UNA PÁGINA DE UN LIBRO

POR PEDRO GARCÍA CUETO


Llega gracias a la editorial Olé Libros. que está haciendo una gran labor de difusión de grandes poetas, el último libro de poemas de Ricardo Bellveser, uno de los grandes poetas valencianos contemporáneos que ha cultivado no solo la poesía sino también la novela y el ensayo, además de haber sido periodista muchos años. Fue también director de la Institución Alfonso el Magnánimo donde se creó un espacio cultural muy brillante en la capital del Turia. Bellveser escribe ahora Estanterías vacías, un libro que surge de la donación de muchos de sus libros, de una gran parte de su biblioteca, como si algo esencial en su vida fuera despojado para siempre.

El prólogo de José Antonio Olmedo es certero, lúcido, ahonda en la idea del tiempo que vertebra la poesía de Bellveser. Como dice en una de las páginas del prólogo: “Ser leído es volver a vivir en otro cuerpo”. Cierto, porque la lectura es un acto litúrgico, de acercamiento al ser que escribe, de un contacto tácito con las manos que han hecho posible el poema. La gran corriente afectiva pero también intelectual entre Olmedo y Bellveser se palpa en el prólogo, podemos sentir cómo dos mentes lúcidas aproximan sus oídos a un diálogo de enorme lucidez. No en vano, Olmedo es el artífice de un ensayo sobre la obra del poeta valenciano que está a punto de editar Olé libros de la mano de otro amanuense, Toni Alcolea.

Con estos mimbres, el tejido del libro solo puede deparar sorpresas, certidumbres, claridades. Al entrar en el mismo nos encontramos con el primer poema que nos deslumbra titulado “Las estanterías vacías”:

“Mi biblioteca viva. / tenía su voz y sus truenos, ahora / el silencio se ha ido adueñando / de los estantes, y apenas percibo / su jadeo, como el de quien retrepa / el empinado barranco de la melancolía”.

Esa biblioteca que se vuelve corpórea, como un ser vivo, donde los tomos son como seres que han ido acariciando la mano del poeta, que han iluminado sus ojos, ahora se convierte en un vacío, tan cruel como la muerte de un ser querido, donde oímos su voz como un eco que ya es solo eso sin una presencia que la adorne de luz. La decisión de la donación se torna en dolorosa, porque viene también en un momento difícil de la vida del poeta donde se plantea la existencia, cuál es el lugar que ocupamos en el mundo.

Como el que ama sin saber que lo que le pertenece es efímero, Bellveser se siente dolido porque ahora sí comprende que los libros que a veces estaban allí indiferentes lo eran todo para él:

“¡Ay literatura!, ay libros / perdóname porque no te haya / dignificado lo que te mereces”.

La vida se convierte entonces en un espacio vacío sin libros, solo queda recordarlos, memorizarlos, como mostraba Bradbury en su famosa novela que llevó al cine Truffaut, libros que siguen con nosotros, que nos acarician como fantasmas. Para el poeta valenciano, literatura y vida son un solo paso, una convergencia que culmina en el poema “Vivir en los libros leídos y no”:

Estanterías vacías

“Vivir y leer, una misma cosa, leer es vivir / por medio de otros, de prestado tal vez, / vivir en lo ajeno, cuando esas líneas / entran en nosotros y en nosotros se quedan.”


La literatura se convierte en vida y vivimos más lo que leemos que lo que nos rodea, se nos aparece la Maga de Cortázar o el Quijote de Cervantes, la realidad se torna un espejismo y la lectura todo.

El poeta enviuda de su propia vida, como dice en el excelente poema titulado “La vida según Borges”, pero luego llega en otra parte del libro el sentido del tiempo, la sensación de haber vivido y no saber si ha sido el camino correcto, si ha servido para algo en realidad. En el poema “Libros y virus”, dice el poeta:

“Ahora lo voy entendiendo: / he vivido, si no mucho, sí lo bastante, / pero apenas he aprendido nada”.

   Ante la inminencia de la vejez y de la enfermedad, Bellveser se confiesa confuso, envuelto en las briznas de un tiempo que se borra, que apenas se vislumbra, el pasado se pierde en la neblina. Por ello, en los poemas “La enfermedad” y “En los quirófanos” late el hombre cuya conciencia sigue intacta, su lucidez a flor de piel, pero el cuerpo se convierte ya en un extraño, porque traiciona el deseo de seguir, impone el dolor como aventura vital. Dice “En los quirófanos”:

“Al regresar del sueño / he comprobado que mi carne / tiene prisa por reunirse con la muerte”.

   Bellveser sabe que todo es derrota al final y en el momento en que nos vemos desnudos ante la adversidad nos vemos consolados por el recuerdo, por los afectos y por esos libros que ya no ocupan espacio en su estantería, pero que le persiguen ya sin rencor alguno.

   Impresiona también por la gran honestidad de este libro que nace de un momento vital duro el poema “La soledad total” donde la certeza de Darío en “Lo fatal” cumple su rito, estamos abandonados a esa soledad definitiva del nicho donde la vida solo sea un espacio concluido, finalizado, del que ya apenas quedará nada:

“La soledad total es la soledad del nicho, / preludiada por el sonido de la caja / al entrar en la última atmósfera sin aire, / es la soledad de un libro no leído…”

  Sin duda, el ser se va definitivamente y deja en los otros un eco que con el tiempo se hace más distante, pero que al igual que un libro no leído pasa a formar parte del olvido. En la senda de Cernuda y de su magnífico “Donde habite el olvido”, Bellveser se pregunta qué es la vida, qué sentido tiene todo lo que ha pasado y lo que queda por pasar. 

   El libro lleva un aliento pesimista pero lúcido, hondo, que deja un hueco para el optimismo y ese es el recuerdo como deja caer en el poema “…Y llegará la lluvia”:

“Nunca hemos sido tan libres / como cuando nuestros cuerpos / estaban nuevos, sin amenazas / ni espejos que recitaran sus verdades”.

   Ese tiempo ido, quizá el de la niñez o el de una juventud libre y sin miedos le llega, ahora es eco cuando pasea y ve a una pareja que se mira a los ojos. Quedan briznas entonces de un esplendor que él también vivió.

   Y concluyo, pese a que hay muchos poemas que merecen ser comentados (el que dedica al reloj es también estremecedor), con un homenaje a la poesía, porque es ella la que queda, la que permanece junto al poeta en esa soledad del tiempo y del dolor. Así concluye esta declaración de amor que hace de este libro el más verdadero de todos, porque  la hondura de los poemas viene transida de emoción y de verdad:

“Todo se lo debo a ella. / de la vida a la toma / de altas torres de arrogancia. / el haberme permitido / que le hiciera el amor. / como a una muchacha / a la que le vibraran los pechos / al caminar de la carne”.

   Es la poesía entonces el último refugio, el que nunca abandona, el espacio donde uno puede abrazarse hasta el final, cuando ya no seamos más que una memoria sepultada entre ortigas, como diría el maestro Cernuda. 

   El libro es un paisaje emocional que nos rompe por dentro porque expresa la certidumbre de un hombre que ya conoce su destino y que se aferra a la vida, a esos libros que no están pero que permanecerán para siempre, incluso los no leídos, esperando la caricia del poeta, como si fueran una luz en la oscuridad que al final lo resume todo. Ricardo Bellveser hace de Estanterías vacías el mejor canto a la vida, a su efímero pasar y a ese mundo que le ha dado todo, pese a que las páginas no leídas sean también las que no se han recorrido. Un gran libro de un gran poeta.


TÍTULO:  ESTANTERÍAS VACÍAS

AUTOR: RICARDO BELLVESER

EDITORIAL:  OLÉ LIBROS

AÑO: 2020.

jueves, 15 de octubre de 2020

Galdós, a propósito de “Miquiño mío”. Cartas de Emilia Pardo Bazán

                          Galdós, a propósito de “Miquiño mío”. Cartas de Emilia Pardo Bazán

 

Por Sylvia Miranda

Escritora peruana

 

Este año 2020 que se va cerrando, y que muchos desearíamos que no hubiera comenzado, aludiendo al Covid-19, se conmemora también el centenario del fallecimiento del escritor canario Benito Pérez Galdós (1843-1920). El escritor más destacado de la novela realista española del siglo XIX. Para mí, su nombre estuvo siempre asociado a su novela Fortunata y Jacinta (1887), que pude leer de adolescente en Lima a principios de los años ochenta, en una edición popular. El recuerdo de esta novela, se me revela triste, las imágenes de una ciudad donde campaba la miseria y la desigualdad social, y unos personajes femeninos, en varios sentidos frágiles, llevados a situaciones extremas e injustas. 

Es cierto, ahora que se habla tanto de la identificación de Galdós con Madrid, que él supo expresar una imagen profunda de la ciudad, de un pueblo más allá de las fronteras señoriales de la ciudad burguesa. Pero, el Madrid de Galdós, un siglo y medio después, ha quedado necesariamente reducido al centro histórico, lo que hoy llamaríamos el Madrid turístico. Como parte de la conmemoración del centenario, se ha publicado un itinerario del escritor por la ciudad con el que podemos pasear por los lugares que fueron importantes en su vida.

Sería una forma grata de pasear por Madrid con los amigos, como se ha paseado siempre en Madrid, bajo un sol luminoso y resueltamente, si no estuviéramos de nuevo en estado de alarma; aunque es cierto, se podría pasear en petit comité, enmascarados al estilo Zorro, pero con la mascarilla sobre los labios y recatadamente; lo que no fallará es el sol. El sol de Madrid que es la bendición de Madrid. Podríamos pasar por la Pensión de la calle de Las Fuentes, 3 donde vivió el escritor cuando llegó a la capital, o ir a la calle San Bernardo, 49 en la que se encontraba la Universidad Central y donde se matriculó en derecho, o poner pie en la calle Marqués Viudo de Pontejos, 1 donde vivía la dulce Jacinta Santa Cruz o, mejor aún, ir a la Iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas (hermoso nombre), Plaza del Dos de mayo, 11, esquina con la calle Palma, donde Galdós se citaba clandestinamente con la famosa escritora gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921).

Pero, a falta de la algarabía y la holganza callejera, quería proponer otra forma de acercarse a la figura de Galdós, una manera más íntima y muy ligada a Madrid también, a través de este espléndido libro que han editado y reeditado por tercera vez, y que se ha vuelto a agotar, que es “Miquiño mío” Cartas a Galdós. En él se reúnen todas las cartas conocidas que la Condesa Emilia Pardo Bazán le escribió a Benito Pérez Galdós durante los largos años de su relación afectiva. 

Esta edición de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández tiene el gran mérito, así comprendido por los lectores, de contar con un prólogo interesante y cercano, que aporta profundidad a la figura de ambos escritores, haciendo más accesible y más clara la correspondencia. Asimismo, nos acerca a un proceso minucioso en el que la investigación y sus azares se entrelazan para depararles a los editores una intensa experiencia de vida, al adentrarse en los entresijos de una relación de admiración, amor y fidelidad que descubren estas cartas.

Como ellos mismos comentan “en los objetos no permanece de su dueño más que lo que nuestra imaginación quiera añadir. La costumbre de conocer la casa de los escritores tiene que ver más con el visitante que con la indagación sobre la vida de los autores”(pp. 10-11). Me parece muy acertado, y esto se puede aplicar también a los investigadores, que con su mirada, con su apreciación personal, son capaces de otorgar una nueva visión del asunto, alumbrar una perspectiva singular. Creo que Parreño y Hernández se enamoraron de la figura de esta mujer excepcional para su época y llegaron a trasmitirnos, a través del comentario fino y de la organización tripartitade la correspondencia, una visión renovada de aquella relación que unió a Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós.

Hubiera sido maravilloso que las cartas de Galdós a Doña Emilia se hubieran conservado y publicado, quizás fueron destruidas como simples papeles viejos, eso nos hubiera dado la visión precisa de esta relación que se inició epistolarmente en 1883 con una carta de agradecimiento de Galdós a Doña Emilia y finaliza en 1915, con una misiva de Doña Emilia al escritor. Son 93 cartas, de las cuales sólo una, la que abre la correspondencia de este libro, es del escritor canario. Sin embargo, y eso es lo sorprendente, el epistolario basta para darnos no sólo una idea muy clara de las grandes cualidades humanas e intelectuales de Doña Emilia sino que también, a través de ella, de su intimidad con Galdós, nos permiten esbozar la figura del escritor, percibirlo a través de preocupaciones compartidas, anhelos, cambios y constancias. En las cartas de Doña Emilia, reverbera la voz de lo que no llegó a nuestros ojos; de la confianza y la intimidad de su relación emerge parte del ser humano que fue Galdós.

Surge también, como ruido de fondo, como anécdota, como detalle de circunstancia,  ese mundo decimonónico, de una España y de un Madrid, en particular, que se van abriendo a la modernidad a través de la literatura y de los criterios que sustentan la novela realista, de la intensa actividad periodística, del teatro y de las primeras luchas por la igualdad de los derechos entre hombres y mujeres de la que fue pionera Doña Emilia; refleja también las mezquindades del mundillo intelectual y literario, y el ansia de descubrir Europa más allá de los Pirineos, dejándonos entrever ese siglo XIX de los libros de viajes, de los barcos, de los trenes, de las crónicas.

Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós
Pero, quizás, lo que más emociona está en que el libro nos revela, con donaire, la cultura y la modernidad del pensamiento de Doña Emilia, su fuerza vital, su personalidad arrolladora, su ternura, sus decepciones y tristezas; su gran amor por Don Benito nos permite percibirla hondamente como artista y admirarla más si cabe. La lealtad al amor y a la amistad, la entereza en reconocer sus errores, pero la firmeza y la ironía para defenderse frente a la doble moral masculina, perfilan bien sus convicciones y su temperamento.

Lo imposible y lo temible era que no nos viésemos, que suprimiésemos la comunicación, cuando nuestras almas se necesitan y se completan, y cuando nadie puede sustituir en este punto a tu Porcia. No deseo ciertamente que me hagas una infidelidad, no; pero aun concibo menos que te eches una amiga espiritual, a quien le cuentes tus argumentos de novelas. A bien que esto es imposible; ¿verdad, mi alma, que es imposible? (p. 116).

Por su parte, Don Benito, la acompasa con su carácter, que se percibe mesurado, reservado en muchos casos, pero en el que se presiente siempre su apoyo, respaldándola por ejemplo en lo que llaman “la cuestión académica”, o compartiendo criterios sobre la importancia de la masa popular como “cantera donde se reservan las energías nacionales” (p. 72) o comprometiéndola en proyectos, como aquel viaje furtivo que emprendieron juntos a Alemania y que ella recuerda de esta manera:

Hemos realizado un sueño, miquiño adorado: un sueño bonito, un sueño fantástico que a los 30 años yo no creía posible.- Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohíbe estas cosas; a Moisés que las prohíbe también, con igual éxito; a la realidad, que nos encadena; a la vida que huye; a los angelitos del cielo, que se creen los únicos felices, porque están en el Empíreo con cara de bobos tocando el violín… Felices, nosotros. (p. 151).

También está la propuesta de Doña Emilia, llena de entusiasmo, para llevar Realidad al teatro. Cartas llenas de picardías, de alardes verbales, de sobrenombres amorosos, de preocupaciones por la salud, salpicadas también de situaciones más coyunturales, como la ayuda que le pide Doña Emilia y que parece brindarle Galdós para encontrar una casa en la que ella pueda instalarse cómodamente en Madrid. Lo bello de una correspondencia es que trasmite la vida en su plenitud, llena de energía y de locura, así, para el lector, todo vuelve a suceder como en un presente que ha quedado encerrado en unas páginas.

El libro está dividido en tres partes, que muestran el proceso de esta relación que duró cerca de 32 años, si nos ceñimos a las cartas pero que, en realidad, duró hasta la muerte de Galdós en 1920. Va desde los inicios de la amistad, pasando por la de la época del amor declarado y las citas disimuladas en “Palma street, junto a la Iglesia de Maravillas”, al que le seguirá el de la ruptura, la reconciliación y la última, la del distanciamiento de Don Benito y la fidelidad a la amistad de Doña Emilia que comienza a expresarse en estas líneas de diciembre de 1893:

Y V., ¿no experimenta también deseo de abrir su alma de artista, a alguien que no le envidie y que le entienda y le mire como cosa propia? Es posible que no; yo no me creo indispensable; nuestro carácter es distinto; V. se basta, por ser naturalmente reservado y porque gustó de la soledad antes que se la hiciesen grata las mil decepciones de este pícaro métier. Sea como sea: yo… le quiero mucho (no al métier sino a V.)”. (p. 205)

Este libro es, a su modo, también un homenaje a la figura de Galdós y una forma de celebrarlo en la intimidad de la lectura, que de nuevo se nos presenta como el acto que pese a todos los pesares nos hace libres, nos cuelga alas, nos lanza al vuelo.

Madrid, octubre de 2020

 

*Emilia Pardo Bazán, “Miquiño mío”. Cartas a Galdós, edición de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, Madrid, Turner Noema, tercera edición, 2020, pp. 231.

 

 

lunes, 6 de mayo de 2019

Homenaje a Paca Aguirre

PACA AGUIRRE: COMO SI EL ALMA NO MURIESE



POR PEDRO GARCÍA CUETO



Francisca Aguirre
Francisca Aguirre (1930-2019)
  Parece que la escucho en un silencio de la estancia vacía cuando acaricio uno de sus libros, recuerdo a su querido Félix hablando de los premios literarios un día de actos sociales y ella allí, como si cobijase a todo el mundo, mujer generosa y grande, como muy pocas.

   Venía del mundo de los vencidos de la guerra, pero ella era ganadora en ilusiones y en alegría, mujer que concitaba al mundo en el verso, todo se alumbraba, como si su mar alicantino, hermoso de olas, la escuchase siempre.

  Tras Ítaca, premio Leopoldo Panero en 1972, llegó en 1976 el poemario Trescientos escalones, dedicado a su padre y por el que le concedieron el Premio Ciudad de Irún ese mismo año. Dos años después publicó La otra música, completando esta primera etapa de su obra.

   Pasaron diecisiete años hasta que volvió a publicar dos libros en prosa, en 1995ː Que planche Rosa Luxemburgo, de narraciones breves y las memorias Espejito, espejito. Posteriormente, Ensayo general (1996) y Pavana del desasosiego (1999) fueron los poemarios que publicó. Finalmente, en el año 2000, publicó Ensayo general. Poesía completa, 1966-2000, donde se recoge toda su obra poética hasta esa fecha.

  La herida absurda (2006) y Nanas para dormir desperdicios (2007). En 2010 obtuvo el Premio Miguel Hernández con su poemario Historia de una anatomía, obra con la que ganó en 2011 el Premio Nacional de Poesía. Ese año publicó Los maestros cantores y en 2012 Conversaciones con mi animal de compañía.

 Seis años después, volvió a publicar varios libros de poesíaː

   En enero de 2018, la editorial Calambur publicó su obra completa bajo el título Ensayo general. En noviembre de ese mismo año 2018 recibió el Premio Nacional de las Letras. En opinión de su hija, Guadalupe Grande, y de ella misma, este premio serviría para reivindicar la herencia de todas esas voces femeninas que fueron quedando de lado. A veces, por doble motivo: por ser mujeres y por estar exiliadas.

  En Paca, aparte de su obra, late el cariño por un tiempo que se va, por esos seres que le siguen hablando en la distancia, esos amigos que vuelan en otro tiempo, Juan Gil-Albert, Rosa Chacel y tantos otros, en su universo, Paca vive la voz honda del mar, que la llama y le pide que escriba, ella mira los versos de su querido marido, el mundo del folclore hecho arte, canción honda y pura.

    En Paca vivía el cariño por Luis Rosales, tan amigo de Félix Grande, ese Rosales que llevaba las palabras como plumas, que creía en el verso en aquella casa encendida que abría la puerta a los muertos, ya vivos para siempre en el recuerdo.

  Desde Ítaca, claro homenaje a los exiliados, a sus Nanas para dormir desperdicios, en Paca viven muchas voces, aquellos ecos de la mujer que sueña en la baranda, buscando en la estación del tiempo, luz inaugural,

    En el poema “Testigo de excepción”, dirá que el mar lo es todo, ese espacio de luz que llena la vida y le da aliento:
“Un mar, un mar es lo que necesitó. / Un mar, un mar y no otra cosa. / Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre”.
  O en el poema “Hace tiempo”, nos habla de la infancia, esa que vivió como si fuese un sueño hasta que la muerte de su padre la dejó herida para siempre:
“Recuerdo que una vez, cuando era niña / me pareció que el mundo era un desierto”.
    Esa vida que se fue componiendo cuando empezó la lectura, el hambre por los libros, su contacto con grandes como Gerardo Diego, Delibes y tantos otros, cuando conoció a Félix y el universo del amor fue gestando libros, palabras, versos que tenían eco, en aquella casa donde los libros estaban vivos y tenían el aroma de un tiempo que no muere.

   Un día me abrazó, ya que le hablé de mi admiración por su obra, de ese libro que debía reunir a muchas escritoras valencianas, en la que estaría su poesía, espacio de luz que hoy se ha vuelto oscuro. Me habló de Juan Gil-Albert, de cómo lo conoció, también de su padre, otro héroe que el tiempo ha ido disipando, en aquel arsenal de muertos que han ido quedando en la memoria de los que amamos una época de paz y de sosiego y no de guerra y destrucción. Paca, no te vayas, aún te queremos, siempre en nuestro corazón, tus versos siguen volando en nuestra memoria, aún, Paca, eras la niña que amó a su padre hasta le eternidad, porque la infancia deja huella y la tuya sigue viva en los que te querremos siempre.

viernes, 5 de abril de 2019

El Quijote, novela y cultura de Álvaro Pineda

El Quijote, novela y cultura
Portada El Quijote, novela y cultura
Nuevo título de Mirada Malva

El Quijote, novela y cultura
Álvaro Pineda Botero

15.3cm x 23.3cm
Páginas: 336
EAN 13: 9788494852374

¿Por qué El Quijote, que fue escrito hace más de cuatrocientos años, ha sido y sigue siendo el paradigma de todas las novelas y uno de los símbolos culturales de mayor influencia en el mundo?
Tal es la pregunta que nos anima en la composición de esta obra. Nuestra indagación partió de la vida de Cervantes y del ambiente cultural y literario de su época, los cuales conforman el contexto adecuado para llevar a cabo una lectura secuencial y cuidadosa del texto. Y es en esta lectura donde aparecen las claves para definir el concepto de novela que subyace en la narración y también para comprender la influencia del libro no solo en España y Europa sino también en Colombia.
El Quijote era lectura favorita de los patriarcas colombianos de los primeros años de la República. En él encontraron las semillas que hicieron germinar en su propuesta de identidad nacional: la huella quijotesca es evidente en las obras literarias  y también en los debates políticos y en las constituciones del siglo XIX, como analizamos en los apartes correspondientes. 
En consecuencia, El Quijote, novela y cultura, ofrece no solo una visión amplia y comprensiva de la obra, útil para los lectores de todas las latitudes y culturas, sino también una reflexión sobre la problemática siempre vigente de la identidad nacional de países que, como Colombia, son herederos de la cultura española.

jueves, 10 de enero de 2019

Teatro real de Leopoldo de Luis

Leopoldo de Luis Teatro Real
Nuevo título de Mirada Malva

Leopoldo de Luis
Teatro Real
13cm x 21cm
Páginas: 108
EAN 13: 9788494852350

En 1957 Leopoldo de Luis publicó el que sería uno de sus mejores libros y, desde luego, el más trabado, que se situaría de inmediato entre los más importantes de la poesía social española de postguerra. Teatro Real, de Leopoldo de Luis, Quinta del 42 (1953), de José Hierro, Cantos Iberos (1954), de Gabriel Celaya, y Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero, caracterizan un tipo de lírica de preocupación social y, sin duda, patriótica que, con su calidad indiscutible, rompió el modo de la poesía simbolista aún vigente y, sin caer en el prosaísmo, encontró un modo de trascender la escritura realista.
Teatro real recoge el topos literario del teatro del mundo para que, modernizado, exprese el enfrentamiento del poeta con el ser y el tiempo que le ha tocado vivir, el conflicto social y la esperanza, todo ello en un tono marcadamente existencialista. Leopoldo de Luis, siempre fiel lector de Albert Camus, y que llegó a publicar, dos años antes, un libro titulado El extraño, tal vez sea el mejor ejemplo de la literatura existencialista de postguerra, que no dejó de tener entonces un evidente sentido político. Esta nueva edición del libro cuenta con un importante prólogo del profesor Valentín Navarro Viguera.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El Mirador de Velintonia o la mirada nostálgica de un poeta

EL MIRADOR DE VELINTONIA O LA MIRADA NOSTÁLGICA DE UN POETA

POR PEDRO GARCÍA CUETO

   La Fundación José Manuel Lara ha publicado Mirador de Velintonia, con el subtítulo De un exilio a otros (1970-1982), un estupendo libro que hace un repaso por muchas figuras que su autor, el periodista, poeta y novelista canario Fernando Delgado ha llevado a cabo, como si fuera un entomólogo, mirando el paisaje de estos seres, sus formas de ser, su presencia en su vida, late en el libro un deseo de evocar a muchos de los grandes de nuestras letras. Por el libro desfilan Paco Brines, Carlos Bousoño, Pablo García Baena, Claudio Rodríguez, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, etc.
   La gran virtud del libro es el respeto que el autor tiene con todos, son espejos donde Fernando Delgado se ha mirado, desde muy joven y comenzando con el encuentro con Neruda, al lado de su amigo Juan Cruz, el autor va trazando con mirada de amanuense, como aquellos que iban componiendo las palabras lentamente, otorgando belleza a su labor de copistas, los encuentros con cada uno de ellos, fueron muchos los amigos que Fernando fue cultivando, en el libro va contando sus impresiones, como si de un bello paisaje se tratase.
   Excelente es el retrato de Max Aub que paseaba con Delgado por el Retiro, ya mayor, la descripción del autor merece la pena:
“Sus ojos bien despiertos, nuevos de curiosidad tras sus gruesas lentes de miope, revelaban ansiedad ante el tiempo distinto que atisbaba y si entraba por descuido en la batalla del abuelo eludía con ironía lo que acaso tomara por desliz” (p. 104).
    Sin duda alguna, Delgado sabe ver a sus personajes, entenderlos en su interior, los retrata, pero no los juzga, hay una libertad presente, son seres que hacen historia al nombrarlos, todos con sus creaciones, sus exilios, sus penas y sus alegrías. Para Delgado, Aub “fue una rareza, un español por propia voluntad”.
    El de Juan Gil-Albert también es un retrato muy bello, el escritor de Alcoy que fue gestando una obra silenciosa, como un amanuense que escribe solo en su sala, sin nadie a quien dirigir su obra, en un exilio interior que duró décadas, hasta que unos cuantos escritores le dieron el prestigio que siempre se mereció, Dice Delgado sobre Juan:
“Sus inteligentes reflexiones, la coherencia de sus gustos, el deslumbramiento nunca disimulado ante la belleza, nos mostraban a un personaje profundamente enamorado de la vida que en la avanzada edad –había nacido en 1906 y  mi primer encuentro con él se produjo a principios de los años setenta- tenía a la vida por recién estrenada y aún parecía ser sorprendido por ella” (p. 117).
    Pero el personaje principal es siempre Aleixandre, su generosidad, su casa de Velintonia, donde centenares de escritores fueron a visitarlo, era el lugar de confesión, el proscenio donde los poetas iban desfilando, ante la generosidad del vate, del maestro, del hombre que hacía de su armonía todo un mundo.
    Sin duda, para Delgado, no hubo enemigos para Aleixandre, siempre modesto, generoso y acogedor, un hombre inolvidable ciertamente y gran poeta, como muy pocos lo han sido.
   La preferencia de Aleixandre por dos amigos entrañable, Lorca y Miguel Hernández, como le contó a Delgado, el pesar por no haber podido salvarles la vida, esa huella que queda en el gran hombre que ha confraternizado con ellos, donde encontraron, allá en Velintonia, el lugar de la poesía, más allá de la propia vida.
  
Fernando Delgado
  El libro contiene anécdotas divertidas, como la aparición del extravagante Vicente Núñez, cuando Baena, Delgado y Villena se lo encuentran en un viaje, hay mucho humor en ese episodio y melancolía en el libro, todo un testimonio de un mundo que nadie podrá olvidar.
    Para los lectores, el libro es emotivo, vemos a Brines, a Bousoño, en la presentación en Madird, en la librería Alberti, Delgado dijo que no había conocido a alguien más inteligente que Gil de Biedma, a pesar de su carácter y su difícil trato.

    Al hablar de todos ellos, el respeto, la admiración, el deseo de reencontrarse con ellos, vive, respira, haciendo de este un bello libro de lectura muy recomendable, todo un tratado de humanidad que debemos saborear poco a poco, como los buenos vinos.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Presentación de Norma de la luz de Guillermo López Lacomba


Presentación de Norma de la luz, libro de poemas de Guillermo López Lacomba

El próximo lunes 13  de noviembre a las 20:00 horas se presentará Norma de la luz, editado por Renacimiento, Sevilla, 2017.

Será presentado por Álvaro Salvador en la Biblioteca de Andalucía, sala 1, calle Profesor Sainz Cantero, nº 6 18002 GRANADA


jueves, 26 de octubre de 2017

Escritores valencianos en el exilio en América

ESCRITORES VALENCIANOS EN EL EXILIO EN AMÉRICA

Por Pedro G. Cueto

   Para hacer este repaso necesario a los escritores valencianos exiliados en América cuento con un libro de indudable valor, me refiero al magnífico estudio Exiliados, publicado por la Generalitat Valenciana en 1995 en la edición de Manuel García.
   El prólogo ya es muy esclarecedor por la necesidad de descubrir quiénes fueron los que iniciaron la senda del exilio desde tierras valencianas, ya que se hacía necesario hacer un estudio acerca de este grupo, al igual que se ha hecho de los escritores catalanes, gallegos o vascos.
   Como dice Manuel García en su acertado prólogo: “Las inquietudes valencianistas en el exilio tienen como referencia los núcleos afincados en París (Angelí Castañer, Juli Just, Emili González Nadal, Francesc Puig Esper, Josep Castañer, etc) y en México (Alcalá Llorente, Felip Meliá, Carles Esplá, Joan Sapiña, Ernest Guasp, etc)”.
   Lo que está claro es que no podemos hablar de un “corpus” de la obra valenciana en el exilio, por ello, habría que señalar las diferentes aportaciones de cada uno de ellos con su labor artística para entender así el contexto general de la cultura valenciana en el exilio.
   He elegido varios autores que me parecen destacados representantes de esta cultura valenciana en el exilio americano para cerrar este libro: Ramón Gaya en el artículo titulado “Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya” por Salvador Moreno, el artículo “Vida y obra de Juan Gil-Albert en México” por César Simón, el artículo “Tomás Segovia. Una lírica fronteriza” por Santiago Muñoz Bastide, el artículo “Los valencianos que conocí en México” por Manuel Andújar, el artículo “Sorpresa y cautiverio de México” por Juan Gil-Albert.

CARTA A MANUEL GARCÍA SOBRE EL PINTOR RAMÓN GAYA POR SALVADOR MORENO

   La figura de Ramón Gaya (aunque murciano, muy ligado a Valencia desde muy joven) parece que está ligada solo a la pintura, pero fue también un estupendo articulista, como nos cuenta el músico Salvador Moreno en este pequeño estudio.
  Sí es cierto que la mayoría de los escritos de Gaya tienen que ver con la pintura, su verdadera vocación, lo cierto es que el pintor murciano escribió mucho en el exilio mexicano, pero no todo lo que podía haber desarrollado, como nos cuenta en esta carta Salvador Moreno: “Y si no realizó más exposiciones se debió, sin duda, a la incomodidad a que se vio obligado por la actitud hostil de un grupo extremadamente nacionalista, que no supo entender el juego literario con el que Gaya caracterizó, a manera de retrato, a un grabador popular del que se conmemoraba aquel año de 1943 un aniversario (semblanza publicada en el primer número de la revista El hijo pródigo), lo que dio motivo para que un grupo de intelectuales mexicanos y españoles rindiera a Gaya un homenaje, a manera de desagravio (firmaban la invitación don Álvaro de Albornoz, José Bergamín y Enrique Climent) (p. 71).
   Como ya he comentado en las páginas del libro, no solo fue Gil-Albert quien fue invitado a participar en la revista Taller que dirigía Paz, sino también Gaya, a la vez fue colaborador de la revista Romance. Entre esos ensayos hay una interesante crítica a la exposición “Pintura francesa contemporánea”, que en agosto de 1939 se presentó en México. Gaya era directo en sus opiniones, sin florituras, sin aderezos o halagos, lo que sorprendió a diferentes críticos mexicanos.
Ramón Gaya
Ramón Gaya
   Resulta muy interesante la sinceridad que Gaya pone al calificar la obra de Mariano Orgaz, arquitecto amigo suyo, que estaba realizando una exposición en la zona arqueológica de Teotihuacan. El pintor murciano analiza con dureza la actitud pictórica de Orgaz, reconoce la sensibilidad de Orgaz para expresar en el cuadro emoción, pero no entra de lleno en la calidad, como si no hubiese perfección en la obra del amigo, arquitecto y pintor.
   Acerca de los pintores que interesan a Gaya, hay uno que destaca, según lo que Salvador Moreno cuenta en esta carta a Manuel García, me refiero a Antonio Rodríguez Luna, el pintor murciano le dedicó un gran artículo a propósito de su primera exposición en México. Gaya hace hincapié en el espíritu de modernidad que tiene Luna, pero le advierte del peligro que esto representa, el pintor murciano ve luz en la obra de Luna, pero considera que falta el clasicismo que le salvaría de la repetición y la mediocridad.
  Fue Gaya también un lector de conferencias en el Ateneo de México, como nos cuenta Salvador Moreno:
“En el Ateneo Español de México (el Ateneo de los refugiados como decíamos) leyó varias conferencias, que atraían a un auditorio seguro de escuchar conceptos tan inquietantes como originales” (p. 73).
   “El silencio del arte” fue una de las conferencias más aplaudidas de Gaya en México, en ella, sitúa, a tres pintores por encima del resto: Goya, el Greco y Velázquez. Si Goya es la pasión, el Greco es la sensualidad y Velázquez es la inocencia, la grandeza misma. Resulta muy conocido por todos como consideró la obra de Velázquez por encima de la mayoría de los otros pintores españoles y europeos.
   En México, Gaya realizó dos exposiciones fundamentales, una el 19 de mayo de 1943 y la otra el 10 de julio de 1950. La primera en una galería del arquitecto Esteban Marco y la segunda en el Ateneo Español de México.
  En estas exposiciones podemos contemplar grandes paisajes, testimonio esencial de su  paso  por  México  y del amor que sintió por aquella tierra. Paisajes de Cuernavaca, Veracruz, Acapulco y Pátzcuaro son ya parte de la historia de la pintura española en México.
   Como conclusión a esta interesante carta, cito un recuerdo de Salvador Moreno de esos años con Gaya, Gil-Albert y otros artistas españoles, se trata de las reuniones en un lugar al que llamaron “Las chufas”:
“Resulta curioso para mí, pensando hoy en Valencia, el recordar que el café en que nos reuníamos un grupo de amigos en torno de Ramón Gaya, en la calle Bolívar, y que llamábamos “Las chufas”, llevara el nombre de “Horchatería valenciana”. En él pasábamos muchas horas, años sin duda, hasta que cada quien, llevado por sus circunstancias, tomara otros destinos. Allí escuché conversaciones, discusiones, lecturas de originales y fue para mí, y para otros jóvenes mexicanos, motivo de interés creciente, de revelaciones. Hoy, pasados los años, puedo decirle, como testigo de excepción, que la última palabra que allí se decía era siempre la de Ramón Gaya”  (p. 75).
    Esta carta nos hace entender la importancia de Gaya como intelectual que brillaba en conferencias, exposiciones, críticas en las revistas de México y en las tertulias con amigos, su protagonismo fue indudable y ha quedado para la historia de los años del exilio en tierras mexicanas.

VIDA Y OBRA DE JUAN GIL-ALBERT EN MÉXICO POR CÉSAR SIMÓN

 
Juan Gil-Albert
Juan Gil-Albert
 
Nos cuenta el gran poeta valenciano César Simón que recibió el encargo de Manuel García de colaborar en el estudio que dio como resultado el libro que comento, le llegó un 15 de junio, con el membrete: Exiliados, la emigración cultural valenciana a través de los tiempos, donde se le pedía un texto sobre la vida y la obra de Gil-Albert en México.
   César Simón cenó con Juan Gil-Albert esa noche y le preguntó por aquellos años, pero, lamentablemente, Juan no recordaba nada, ya había empezado el deterioro irreversible que le llevaría a una ausencia total de recuerdos en los últimos años de su vida. César, apenado por el destino adverso de su querido Juan, tuvo que buscar en su obra, profundizar en datos que estaban en sus libros, pero, como en todo ensayo del escritor alcoyano, lleno de digresiones, con una gran dificultad para sacar de ellos hechos concretos que le sirviesen para el artículo encomendado.
   El poeta valenciano tuvo que ir a los libros de Juan, extraer de aquellos recuerdos todo lo que tuviese que ver con los años mexicanos. Acerca de Las Ilusiones, Simón dice en el artículo que es un libro “dorado y sombrío”, donde se puede ver la actitud última del poeta en el exilio que, como ya comenté en este libro, tenía algo de ensimismado, como si navegase entre sueños.
  Cuenta datos que ya he comentado antes, acerca de la colaboración de Juan en la revista  Taller  o  en otras revistas mexicanas, como Romance, pero sí es interesante los datos que nos da el poeta valenciano sobre su viaje por Sudamérica en 1942. Cuenta que la idea inicial era viajar a Río de Janeiro, invitados por una amiga de Máximo José Khan, pero fueron antes a Colombia, donde Gil-Albert escribe ya poemas de Las Ilusiones: “Los viajeros”, “El mar”, “Las aguas”, “Las estrellas”, “La tormenta”, “La bonanza” y “El recuerdo”.
   Se trasladan los dos amigos a Cali, a casa de los Zavadski, que habían sido embajadores de Colombia en México. Luego a Lima en avión, de allí a La Paz, donde se asombran cuando ven orinar a las bolivianas en la calle y, por fin, a Río.
   Se hospedaron en Copacabana, cerca de la casa de la amiga de Máximo José Khan, Elisabeth Von der Schulemburg, allí permanece el poeta alcoyano seis meses, recuerda Gil-Albert el viento y el oleaje de Copacabana.
   Durante el vuelo a Río, Juan compone “Las nubes”, dedicado a Luis Cernuda. En la famosa ciudad brasileña vive Timoteo Pérez Rubio, el marido de la novelista Rosa Chacel, con el que hace relaciones sociales.
    El viaje a Buenos Aires es el siguiente destino, lo emprende junto a Máximo José Khan, Rosa Chacel y su hijo. Permanece un año en la capital bonaerense y publica allí su famoso libro Las Ilusiones. Allí, el poeta alcoyano va a colaborar en la revista Sur y en La Nación, encuentra también a Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, Rafael Alberti, María Teresa León, así como a la familia de Ricardo Baeza, naturalmente conoce a Borges y a Victoria, Angélica y Silvia Ocampo.
  Luego, la vuelta a México, dos años más, antes del regreso a España, su necesidad de volver al país mexicano viene por motivos sentimentales.
   Resulta interesante, para concluir, acerca de este apartado, la reflexión de César Simón acerca de su necesidad de dejar atrás, pese a la importancia que ha tenido en su vida, la cultura mexicana:
“Pero Juan necesitaba recobrar su condición “europea”, o recomponerla, su calidad de “hombre prometeico”, para entendernos, liberarse de la oriental disipación mexicana, y es cuando decide regresar a España, o, al menos, ésta es la interpretación con la que él justifica su regreso, con un símil de abolengo: él, a diferencia de Antonio, deberá vencer la tentación de Cleopatra y acudir a la “llamada imperiosa de Octavio”. (p. 82).
    Esto se explica en el sentido de que hay algo extraño en el mundo mexicano que, siendo fascinante para él, no logra atraparle, el poeta necesita el regreso a casa, que, completando lo que dice César Simón, tuvo claras razones afectivas y familiares, pero no podemos dejar de dar importancia al peso que lo europeo, su cultura, tuvo para justificar su vuelta, como bien nos dice el poeta valenciano.
   La mirada de César Simón a la obra de Gil-Albert no es solo una mirada admirativa, sino  también  una  aproximación,  desde  lo  sentimental, a  un hombre que conoció la pérdida de sus valores y tuvo que recomponerlos a su vuelta a España, además, Simón reconoce la deuda literaria que hay en su obra con la de Juan, entremezclado por lazos afectivos que nunca se rompieron.

TOMAS SEGOVIA. UNA LÍRICA FRONTERIZA POR SANTIAGO MUÑOZ BASTIDE

Tomás Segovia
Tomás Segovia
   Si ha habido una obra que tiene como referente los años mexicanos esa es la de Tomás Segovia, también el exilio está presente en su mirada, porque desde muy joven el poeta tuvo que vivir la dura experiencia del desterramiento.
   Nacido en Valencia en 1927 y llegado a México con trece años, el exilio marcó pronto su vida. Si en la poesía de Moreno Villa, Luis Cernuda, Altolaguirre o Emilio Prados sobrevuela siempre el deseo de volver a la tierra amada, con la poesía de Tomás Segovia encontramos el deseo de vuelta del hombre en general, esa ansiedad de volver a los orígenes, a los lugares queridos.
   Como dice muy bien Santiago Muñoz Bastide en este artículo del libro coordinado por Manuel García, la poesía del exilio es el deseo de regreso del hombre, en su universalidad, a su cuna: “Segovia ha hecho suya la reflexión del desterrado de su patria para, a través de ella, extenderla al hombre, ser de intemperie (T.S.). La experiencia moral de esta poesía nos enseña que el hombre es su propia herida” (p. 198).
    Esa herida, como la llama Muñoz Bastide, late en el Cuaderno del Nómada, un libro magnífico donde Segovia logra cerrar el círculo de su poesía sobre el exilio, que empezó con Anagnórisis.  Si en este último el paisaje es el de la ciudad que amanece, anegada por la niebla, donde la vida queda desdibujada en un mundo fuera del tiempo, hasta que llegue la luz que alumbre todo lo esencial, el mar, el agua, la niebla, en Cuaderno del Nómada, comienza con la figura del hombre errante, aquel que había aparecido en Anagnórisis y que aquí muestra la faz de la herida, aquella que le relaciona con el dolor de la pérdida por el exilio impuesto, por la vida fuera de su lugar amado.
    Hay otro cambio en estos dos libros, si Anagnórisis el yo nos habla, dialoga con nosotros, en Cuadernos del Nómada, el yo ha desaparecido, envuelto en la niebla de su disolución como ser humano, es todo y nada, la realidad del desterrado:
   “Otra vez donde estuvo / El Nómada se sienta / Y mira los caminos / Gravemente domados por sus tiendas”.
    Hay que leer con pasión lo que dice Segovia en el apartado titulado Bandera, que sirve para comprender esa disolución del hombre exiliado, esa desintegración de su figura en la neblina de una tierra que no es la suya, por mucho que intente adaptarse a ella:
BANDERA: Mi tienda fuera de los muros. Mi lengua aprendida siempre en otro sitio. Mi bandera perpetuamente blanca. Mi nostalgia blanca y caprichosa. Mi amor ingenuo y mi fidelidad irónica. Mis manos graves y en ellas un incesante rumor de pensamientos.
 Mi porvenir sin nombre. Mi memoria deslumbrada en el amor incurable del olvido. Lastrada en el desierto de mi palabra. Y siempre desnudo el rostro donde sopla el viento”
    Para Segovia, el Nómada es el hombre sin esencia, perdido en la vorágine del mundo moderno, deshabitado de su yo, envuelto en la bruma de un mundo despiadado, así dice en Cuadernos del Nómada:
“El Nómada se mira el corazón / y lo halla inmenso y sin ninguna huella”.
   Esa ausencia de recuerdos es el objetivo de ese libro donde uno debe reconstruir su tiempo, ahondar en una vida que no ha dejado nada y que debe dibujarse día a día, hasta construir, desde la nada, una nueva biografía.
    Para concluir, cito lo que Muñoz Bastide  dice en el artículo, refiriéndose a el momento crucial en que descubre México, tras siete años de vivir allí, con su luz y su misterio, porque los años anteriores eran solo la huella de un país que apenas conoció en profundidad, su España:
“El mismo Segovia me refirió que a los veinte años se dio cuenta de que México existía, que estaba ahí con sus gentes, su historia, su literatura, pero que hasta esa edad, él, como el resto de sus compañeros, habían vivido únicamente de escuchar la historia de España” (p. 198).
   Ese descubrimiento de México hace del poeta un hombre más apegado a la realidad, pero que sigue envuelto en las brumas de un país al que no pudo conocer a fondo y que fue construyendo a base de la memoria de los otros, más mayores, como Juan Gil-Albert, con el que también le unió una gran amistad. La poesía de Segovia nos acerca más al duro mundo del exiliado, un ser sin tiempo y sin historia, que debe construir desde la nada el proceso vital para reconciliarse con una vida que podía haber sido de otra manera si la Guerra Civil no hubiese truncado tantos proyectos humanos.

LOS VALENCIANOS QUE CONOCÍ EN MÉXICO POR MANUEL ANDÚJAR

   Si hay un hombre que conoció profundamente la importancia del abrazo, de la amistad entre los exiliados, ese ha sido, sin duda alguna, Manuel Andújar, un escritor andaluz que pasó largos años en México, hasta 1967, con incursiones cortas en otros países del territorio americano. 
    Las impresiones que nos deja en este libro son muy interesantes, como la que dedica a Rafael Altamira, el ilustre historiador, lo visitó en un piso de reducidas dimensiones, cuyos balcones daban a la plaza de George Washington, nos cuenta cómo le recibió el historiador:
“Don Rafael me trató con una actitud discretamente paternal, como si un añejo vínculo nos uniera, y lo que debió haber sido una mera plática de tinte funcionarial resultó, gracias a su hospitalidad en un para mí tonificador cambio de valoraciones. Extraordinaria su lucidez, aún vigoroso el temple existencial” (p. 203).
   También nos relata su encuentro con Juan Gil-Albert, al que le unió una amistad de muchos años, ya que Andújar colaboró en varios homenajes al escritor, porque siempre lo consideró uno de los mejores de la tierra valenciana:
“En la Horchatería Valenciana- Bolívar, flanqueo de Madero y 16 de septiembre- nos vimos Juan Gil-Albert y yo. Y a partir de tan lejana fecha no hemos dejado de “divisarnos”. De ahí provino un trabajo emérito, evocador de su Alcoy, con que honró a Las Españas, de sus aportes a lo vivo, amén de largas parrafadas telefónicas, lo que requiere ocasión más holgada. Ananda –mi esposa- y yo nos jactamos de la consideración que nos dispensa y de la fe que hemos tenido, en época de bochornoso silencio “nacional”, en que tamaña ceguera sería reparada y se situaría destacadamente su grandeza” (p. 204).
   La mención a “grandeza” para Gil-Albert, me parece muy apropiada, porque, como ya he contado en este libro, el escritor de Alcoy ha ido creando una obra sólida y profunda donde muchos temas encuentran su verdadero cauce, de una hondura poco común, en tiempos de tanta banalidad como los nuestros.
  Merece también, entre los muchos creadores que conoció Andújar en México, la amistad con Enrique Climent, el pintor que hizo interesantes retratos de Gil-Albert y con el que convivió una época:
“Comenzó en Distrito Federal mi cordial relación con Enrique Climent, magistral pintor, mediante una visita en nuestro apartamento de la calle de San Francisco (Colonia del Valle), que propició la generosa voluntad de Mada Carreño, a la que debemos el más lúcido estudio caracterizador –espiritual-  de las creaciones de Climent” (p. 207).
   Sin duda alguna, señala Andújar, la importancia que Climent tiene entre los artistas del exilio español, uniendo su figura a la de otros tan afamados como Ramón Gaya, Arturo Souto o Antonio Rodríguez Luna.
   Cita otros nombres como los de Ángel Gaos, Juan Estellés, Francisco Tortosa, pero merece tener en cuenta la alusión que hace al maestro Llorens, verdadero biógrafo de tantos hombres de nuestro exilio en tierras hispanoamericanas. Lo que dice de él, refuerza la idea de una admiración que late dentro del gran poeta Manuel Andújar:
“Las reuniones que con él mantuvimos resultaron inolvidables, por su llana y vasta sabiduría, en razón de su amenidad. Gracias a su invaluable colaboración y reguero de anécdotas indicativas y trazos de semblanzas y descripción de públicos y acaeceres, para nosotros Don Vicente será siempre guía y presencia” (p. 209).
   Sin duda alguna, Andújar es un hombre agradecido, que menciona a muchos de los exiliados en México porque le han dejado huella, porque le han hecho más fácil el camino del exilio, han cimentado lo que, en palabras de Tomás Segovia, sería la invisibilidad del hombre del exilio que, gracias a los amigos, ha podido construir, desde el destierro, una nueva y necesaria vida.

SORPRESA Y CAUTIVERIO DE MÉXICO POR JUAN GIL-ALBERT

  Juan Gil-Albert escribe sobre México, sobre sus impresiones, las cuales recoge Manuel García en Exiliados. La emigración cultural valenciana. Las palabras del escritor alcoyano sobre el país están tamizadas por el gusto de un hombre que hizo de la estética su forma de vida, donde la prosa esmerada encontró su feliz combinación con una ética que poco a poco se consolidó a su vuelta a España.
   La transformación que sufre al llegar a México es fruto de un ensimismamiento, un espejismo que va dejando la ciudad a su paso, como si en cada rincón el espíritu de lo misterioso anidase en su mirada:
   “México me cautivó de un modo raro y como enigmático, tal vez misterioso” (p. 212).
    Para decir más tarde, lo que yo considero que es una declaración de amor al país, con sus luces y sombras:
   “Y después me he dicho: si México me atrajo me transmutó desde el momento mismo en que puse mi pie mediterráneo, es decir, heleno y moro, dada mi procedencia alicantina, en su costa enigmática que continúa siendo suya a pesar de nuestra lejana trapisonda de la Conquista, fue por el solo hecho, sellado sí, imborrable, de haber tenido, y a qué alturas inasequibles, sus dioses propios, con su perpetua luz y su perpetua oscuridad” (p. 212)
   Habla de Mariano Orgaz, su iniciador en el misterio de la tierra mexicana, desde la conversación que ambos tuvieron en el Sinai, el barco que les llevo hasta Veracruz, donde Orgaz le confesó que México, que ya conocía, era un país que dejaba una honda huella en todo aquel que se adentraba en sus calles. Para Orgaz, los mexicanos, esquivos y taciturnos, llevaban el alma de un pueblo hondo y verdadero, cuya pureza residía en el corazón y en la nobleza de los sentimientos, muchas veces impregnados por la sombra de la muerte.
   Para el escritor de Alcoy, México era la luz edénica, la vegetación lujuriante, las gentes que se contonean y hablan en castellano antiguo, de construcción cervantesca. También México es el país en que vive lo ancestral, como Orgaz le contó, al hacer juntos un viaje en Teotihuacán, en el centro neurálgico de las pirámides. Las descripciones del pintor a Gil-Albert sobre el carácter ancestral de la cultura, lo que llevó a que el poeta alcoyano hablase de Oriente occidental, como nos dice en las siguientes líneas:
“Con frecuencia, se me preguntó a mi regreso, qué país de los americanos era mi preferido y, cuando se oía que México, era de rigor que se atribuyera el motivo de mis preferencias al fuerte impacto español. No estaban en lo cierto. Lo que me cautivó era la precedente, lo que podríamos llamar nativo, encontrarme con un Oriente occidental que, como si dijéramos, había dado la vuelta” (p. 214).
     Termina el artículo dedicado a México con un poema dedicado a los albañiles, aquellos que viven en celdas, que construyen su vida en un espacio mínimo, pero que llevan la nobleza del corazón en la mirada. Como dice el poeta, esos obreros fueron los que contempló en su exilio mexicano y que dejaron honda huella en su retina:
“Está extraído de su misma humanidad, ya que estos obreros artesanos a los que nombro, son los de aquí, los mexicanos que yo vi tantas veces, por mi barriada, en sus faenas colgantes y, no hay que olvidarlo, como en lugar alguno, vestidos de blanco” (p. 216).
   Bello recuerdo, esos hombres hermosos que llevaban cada día su labor en silencio, tan misteriosos como el Tobeyo, ese ser que culminó su deseo de vivir una pasión verdadera, en un lugar lleno de espejismos e inolvidable para sus ojos cansados y aún enamorados. Cito solo, para concluir, unos versos de este poema, como legado al recuerdo de Gil-Albert, a su querido mundo mexicano:
“En sus quehaceres / hay algo celestial, como enviados / de alguien que vela; penden suspendidos, / se deslizan por leves travesaños / de hebras de sol, dejando preparadas / al intruso las pálidas celdillas /con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube”.
   Bello final para este homenaje mexicano, a esos seres que viven pisando la tierra sin que apenas se perciba la huella de sus pasos, esos hombres que fascinaron, con su modestia y su humildad, al poeta alicantino, enamorado para siempre de México y de sus luces y sombras.
   Muy interesante, como colofón a este artículo sobre este libro apasionante sobre los exiliados valencianos en México, es el apartado que dedica la historiadora Dolores Pla Bruga sobre los “niños de Morelia”.
   Se trata de un interesante capítulo donde nos cuenta su historia. En plena Guerra Civil española, aparecieron en los periódicos de la España republicana unos anuncios en los que se invitaba a los padres de familia a inscribir a sus hijos en una expedición que se dirigía a México. Los requerimientos eran mínimos: la anuencia de los padres, un certificado de salud y que el niño no fuera mayor de 15 años. Los niños valencianos fueron solo el 10% del grupo, ya que el resto eran de otras provincias.
   Una noche de fines de mayo de 1937, nos cuenta la historiadora, se reunieron en la estación de Francia de Barcelona los niños que habían sido concentrados en Valencia con los que habían salido de la Ciudad Condal. Al llegar a México, fueron recibidos con gran afecto por los mexicanos.
   Los niños españoles fueron alojados en Morelia en dos grandes caserones que habían sido propiedad del clero, anexos a sendas iglesias. La Secretaría de Educación Pública fue la encargada de acondicionar los edificios y destinó recursos suficientes para hacer del internado Escuela Industrial España-México, tal vez el mejor del país en ese momento.
   No fue todo lo eficaz que hubiese deseado este acercamiento de los niños españoles en Morelia, cito las palabras de Dolores Pla Bruga sobre el desgajamiento de sus raíces:
“En términos generales, la estancia en Morelia significó para el grupo de niños españoles una pérdida de su identidad étnica. Las autoridades del plantel no pusieron mucho interés en que la conservaran y los niños no tenían muchas posibilidades de mantenerla. Por otra parte, en Morelia, la colonia española, con la que hubieran podido relacionarse y que les hubiera permitido tener alguna referencia, no era muy numerosa” (p. 258).
   Como nos cuenta la historiadora, el experimento de Morelia, terminó cuando, tras acabar la Guerra Civil española, la antigua colonia española, a través de sus representantes, se dirigió al gobierno mexicano solicitándole que le permitiera reemigrar a los niños. Pese a que el gobierno mexicano no aceptó la propuesta, los niños fueron volviendo a su país, ya que muchos de ellos querían regresar con sus familias.
   Como muy bien dijo Vicente Llorens, el exilio dejó una huella imborrable, pero, poco a poco, muchos se adaptaron a la situación de su país.
   Puede servir de conclusión a este artículo las palabras de Llorens sobre el desterrado, palabras que nos llegan al corazón, nos dejan la herida que debieron sufrir esos hombres alejados de su país, desarraigados de los verdaderos valores que tanto les costó crear:
“El desterrado se incorpora a la vida de su país inoportunamente, a destiempo, sin que pueda establecer una verdadera convivencia con quienes lo consideran un advenedizo. Amarga impresión: el hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba por sentirse desterrado otra vez y en su propia tierra” (p. 232).
   Palabras proféticas para muchos, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, cuya vuelta fue la del hombre que ya no espera nada de los hombres, con una obra fecunda y profunda, que fue germinando en silencio, con la minuciosidad del amanuense, convirtiendo su vida en un acto de creación continua.
    Son palabras cuyo eco sigue presente en mi memoria, alimento que no he de olvidar, las de un hombre que amó la vida como pocos. El exilio, de él y de otros muchos, sigue siendo una sombra en el camino, donde todavía podemos mirarnos como en un espejo y dejar en ellos, en sus rostros cansados por el paso del tiempo y por la hondura de tanto sufrimiento, nuestro rostro herido por la vida.